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Nadie que hubiera observado la mirada bovina que el policía dirigía a la señora Harmon hubiera supuesto que ambos solían pasar largos ratos en la oficina del primero, charlando sobre abonos y rosales.

—¿Dice usted, señora, que es suya la maleta? —preguntó.

—Sí.

—¿Y usted, señor?

—Digo que es mía.

Se trataba de un hombre alto, moreno, bien vestido, modales elegantes y voz cansina. Desde el interior del coche, una voz de mujer dijo:

—¡Claro que es tuya, Edwin! ¿Qué se propone esta señora?

—Calma. Ya lo sabremos —exclamó el agente, y dirigiéndose a Bunch—: Si es suya, dígame qué efectos hay en su interior.

—Ropas. Un abrigo moteado con cuello de castor, dos jerseys de lana y un par de zapatos.

—Eso está claro —afirmó el guardián del orden—. Y usted, caballero, ¿qué dice?

—Soy modisto teatral —explicó no sin cierta suficiencia—. La maleta contiene prendas de teatro adquiridas para una función de aficionados.

—Conforme, señor. Bien, ahora será fácil saber a quién pertenece. ¿Prefieren ustedes que lo comprobemos en la comisaría o en la estación?

—De acuerdo. Me llamo Moss, Edwin Moss.

El agente recogió la maleta y todos regresaron al interior de la estación.

—Vamos a consigna, George —explicó al portero.

Una vez allí depositó la maleta sobre el mostrador y descorrió los cierres. Mientras, Bunch y Edwin Moss, uno a cada lado, se miraban agresivos.

—¡Ah! —exclamó el agente alzando la tapa.

Dentro, cuidadosamente doblado, había un deslustrado abrigo moteado con cuello de castor, dos jerseys de lana y un par de zapatos.

—Exactamente como usted dijo, señora —dijo el policía volviéndose a Bunch.

Nadie hubiese advertido el más leve nerviosismo en Edwin Moss, que reaccionó magníficamente.

—Excúseme, señora. Por favor, excúseme —suplicó—. Créame, siento mucho, muchísimo, mi imperdonable error —consultó su reloj—. Debo apresurarme. Mi maleta debe de estar en el tren que acaba de partir —recogió su sombrero e insistió—: Por favor, perdóneme.

Tan pronto estuvo fuera de la oficina de consigna, la señora Harmon preguntó al policía:

—¿Deja usted que se marche?

El agente le guiñó uno de aquellos ojos de mirada bovina.

—No irá muy lejos, señora.

—¡Ah! —exclamó Bunch, comprensiva.

—Aquella anciana señora que estuvo aquí hace unos años ha telefoneado. Aún recuerdo la agudeza de su ingenio. Bueno, pues ha puesto en conmoción a todo el personal, y no me extrañaría que el inspector o el sargento visiten a usted mañana por la mañana.

Fue el inspector Craddock, a quien se había referido la señorita Marple, el encargado de visitar a Bunch. El hombre la saludó con una sonrisa de viejo amigo.

—¿Crimen en Chipping Cleghorn otra vez? —preguntó alegre—. No podrá quejarse por falta de motivos sensacionales, señora Harmon.

—Tendría suficiente con un plato menos fuerte —repuso ella—. ¿Ha venido a formularme preguntas o a informarse?

—Primero le diré unas cuantas cosas. Los señores Eccles son buscados hace tiempo. Se sospecha que están implicados en varios robos cometidos en esta región. Por otra parte, la señora Eccles tiene un hermano llamado Sandbourne que regresó hace poco del extranjero. Pero el hombre que usted halló moribundo en la iglesia no era Sandbourne.

—Sabía eso —explicó Bunch—. Su nombre era Walter y no William.

El inspector asintió.

—Sí, Walter St. John, escapado de la prisión de Charrington, cuarenta y ocho horas antes de aparecer por aquí.

—Lo comprendo —susurró Bunch—. Un fugitivo de la ley, que trató de acogerse a la protección del santuario. ¿Qué había hecho?

—Retrocedamos a un tiempo pasado. Es una historia complicada. Hace algunos años cierta bailarina que actuaba en locales nocturnos, quizás usted no haya oído hablar de ella, se especializó en un tema oriental, «Aladino en la cueva de las joyas». Se adornaba con pedrería de baratillo, pues no era muy buena, aunque sí atractiva. Un día la vio un personaje asiático y se enamoró locamente de ella. Entre otras cosas le regaló un magnífico collar de esmeraldas.

—¿Joyas auténticas de un raja? —preguntó excitada Bunch.

El inspector carraspeó antes de responder:

—Bueno, algo parecido, señora Harmon. El asunto no duró mucho, pues una actriz cinematográfica le robó el favor del potentado.

»Zobeida, nombre artístico de la bailarina, se puso el collar un día y se lo robaron. Desapareció de su camerino. Sin embargo, se sospechó que ella misma lo había hecho desaparecer. Ya sabe usted cómo son los artistas cuando buscan publicidad. Claro que no se descarta la posibilidad de otros motivos deshonestos.

»El collar no fue recuperado. Ahora bien, la policía sospechó, no sin fundamento, de Walter St. John, hombre educado y de buena cuna, venido a menos, y empleado de joyería en una empresa sospechosa de comerciar con joyas robadas.

»Pero su detención y encarcelamiento tendría por causa un delito de robo posterior. En realidad, causó sorpresa su evasión, ya que le faltaba muy poco para cumplir su condena.

—¿Por qué vino aquí?

—Nos gustaría saberlo, señora Harmon. Todo indica que primero estuvo en Londres. Y si bien no visitó a ninguno de sus antiguos conocidos, sí a una anciana llamada Jacobs, pero algunos vecinos informaron que el hombre se marchó de la casa llevándose una maleta.

Y luego la depositó en la consigna de Paddington, y se trasladó aquí —aventuró Bunch.

El inspector asintió antes de continuar.

—Eccles y Edwin Moss seguían su pista. Cuando subió al autobús se adelantaron en coche y lo aguardaron.

—Y entonces lo asesinaron —concluyó la señora Harmon.

—Sí. Usaron el revólver de Eccles, si bien imagino que fue Moss. Ahora, señora Harmon, queremos saber dónde está la maleta que Walter St. John depositó en la estación de Paddington.

Bunch emitió una risita.

—Espero que tía Jane la tenga ahora. Me refiero a la señorita Marple, Su plan consistió en mandar a una antigua sirvienta suya con una maleta llena de prendas de viaje a la consigna de Paddington. Luego intercambiamos los resguardos. Por eso traje conmigo su maleta. Ella intuyó cuanto ha sucedido después.

Entonces le tocó al inspector Craddock sonreír.

—Eso nos dijo por teléfono. Voy a Londres a verla. ¿Quiere acompañarme, señora Harmon?

—Sí, claro —exclamó Bunch—. Es una suerte que anoche me dolieran las muelas. Decididamente, necesito ir a Londres, ¿no le parece?

—Desde luego —dijo Craddock.

La señorita Marple miró del rostro impasible del inspector al ansioso de Bunch. La maleta se hallaba sobre la mesa.

—No la he abierto —explicó la anciana—. No me he atrevido sin la presencia de un agente oficial. Además —añadió con una maliciosa sonrisa victoriana—, está cerrada con llave.

—¿No le gustaría adivinar qué hay dentro, señorita Marple?

—Imagino que los vestidos de Zobeida. ¿Quiere un cincel, inspector?

El cincel cumplió bien su cometido. Ambas mujeres dieron un pequeño respingo cuando saltó la tapa. La luz del sol, a través de la ventana, encendió un inimaginable tesoro de joyas rojas, azules, verdes y naranja.

—¡La cueva de Aladino! —exclamó la señorita Marple—. Las centelleantes joyas que la chica lucía en sus actuaciones.

—Sí —repuso el inspector—. Pero, ¿justifica eso la muerte de un hombre?

—Debió ser muy astuta —dijo la señorita Marple pensativa—. Está muerta, ¿verdad, inspector?

—Murió hace tres años.

Ella poseía este valioso collar de esmeraldas. ¿Cómo evitar que se lo robasen? Bastaba con desmontar las piedras y engarzarlas entre las falsas que adornaban su traje de trabajo. Luego encargó que le hicieran un doble del verdadero, y ése, en realidad, fue el que se llevaron. Así se comprende que no saliera al mercado. El ladrón descubrió muy pronto que las deslumbrantes piedras eran falsas.