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—La casa de cristal...

Mientras susurraba estas palabras se llevó la mano derecha a la frente, donde trazó varios signos. Su cuerpo pareció tensarse. Mantenía los ojos cerrados. De pronto se inclinó levemente y con repentina sacudida volvió a erguirse. Entonces nos miró como quien se despierta sobresaltado.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué he dicho?

—Nada —la tranquilizó Rose—. Está cansada. ¿Quiere dormir un poco? Nos vamos.

Parecía desconcertada cuando nos marchamos.

—Bien —me preguntó Rose ya en el exterior de la casa—. ¿Qué opina?

Me observaba de reojo.

—Imagino que está desequilibrada —repuse lentamente.

—¿Lo cree de verdad?

—No. En realidad no. De hecho ha sido convincente. Mientras la escuchaba tuve la impresión de que había realizado cuanto explicaba. Algo así como si realmente fuera autora de un extraordinario milagro. Parece sincera al narrar su historia. Quizá por eso...

—Sí —me interrumpió—. Quizá por eso considera que está desquiciada. No obstante estudie el asunto desde otro ángulo. Suponga cierto que ejecutó el milagro; suponga que fue ella quien destruyó aquel edificio y a varios centenares de seres humanos.

—¿Con la simple fuerza de su voluntad? —pregunté algo escéptico.

—No; no de ese modo. Pero usted, con toda seguridad, admite que una persona puede destruir a una multitud con sólo pulsar un interruptor que controle un sistema de minas.

—En ese caso se trata de un hecho mecánico.

—Cierto; pero, en esencia, no deja de efectuarse un control sobre fuerzas naturales. El rayo y una descarga eléctrica vienen a ser una misma cosa.

—Conforme. Ahora bien, insisto en que una descarga eléctrica necesita medios mecánicos.

El doctor Rose se sonrió.

—Existe una sustancia llamada pirola. Se encuentra en la naturaleza en forma vegetal. También el hombre puede lograrla químicamente en un laboratorio.

—¿Y bien?

—Creo que algunos fenómenos pueden ser provocados por medios distintos. El hombre, normalmente, se vale de procedimientos químicos o mecánicos. Pero..., ¡puede haber otros medios! Piense en cuanto hacen los faquires indios. ¿Es fácil explicar los fenómenos que ellos provocan? Eso prueba que las cosas llamadas sobrenaturales no siempre lo son. Un rayo es algo sobrenatural para un salvaje. Luego, lo sobrenatural deja de serlo cuando son conocidas las leyes o causas que lo provocan.

—¿Qué quiere usted decir? —pregunté fascinado.

—Que no rechazo enteramente la posibilidad de que un ser humano pueda provocar una fuerza destructora y usarla según su deseo. Indiscutiblemente, nos parecería un hecho sobrenatural... cuando en realidad no lo es.

Le miré perplejo.

Él se rió.

—Simple especulación, no se asuste —dijo suavemente—. ¿Notó usted el gesto que ella hizo al mencionar la casa de cristal?

—Se llevó la mano a la frente.

—Exacto. Y trazó un círculo con movimientos parecidos a los que emplea un católico al hacer la señal de la cruz. Ahora le contaré algo interesante, señor Anstruther. En vista de que mi paciente pronuncia con mucha frecuencia la palabra cristal en sus delirios decidí someterla a una prueba. Conseguí una bola de cristal de roca y se la mostré sin previo aviso.

—¿Y qué sucedió?

—El resultado fue muy curioso y sugestivo. Todo su cuerpo se tensó y sus ojos miraron la bola como si no diera crédito a lo que veía. Luego se puso de rodillas, murmuró unas palabras y se desmayó.

—¿Qué dijo?

—«¡El cristal! ¡La fe aún vive!»

—¡Extraordinario!

—Sugestivo, ¿verdad? Pero eso no fue todo. Al reponerse de su desmayo no se acordaba de nada. Le mostré la bola de cristal y le pregunté si sabía lo que era. Me repuso que se parecía a una de esas bolas de cristal que usan los adivinadores del porvenir, según la descripción que de ellas tenía. A mi pregunta de si había visto otra con anterioridad, dijo: «Jamás, monsieur le docteur.» Entonces capté la mirada perpleja de sus ojos. «¿Qué le preocupa, hermana?», indagué. «¡Es todo tan raro! —repuso—. Jamás he visto una bola de cristal y, sin embargo, siento la sensación de que me es muy familiar. Hay algo; si pudiera recordarlo...» Su esfuerzo mental era evidentemente penoso, y le prohibí que pensase más. De eso hace dos semanas. He querido que descanse ese tiempo para fortalecerla. Mañana reanudaré mi experimento.

—¿Con la bola de cristal?

—Sí. Espero obtener resultados interesantes.

—¿Qué es ello?

Hice la pregunta con simulada indiferencia y atento a su reacción. Rose se irguió. Durante breves segundos pareció vacilar; pero al fin me contestó con voz más grave, más profesionaclass="underline"

—Luz sobre ciertos desórdenes mentales no muy definidos. La hermana Marie Angelique es un caso rarísimo.

¿El interés del doctor Rose era meramente profesional? Me pareció dudoso.

—¿Le molestaría si yo viniese también? —pregunté.

Quizá sólo fue pura imaginación, pero lo cierto es que me pareció advertir que vacilaba antes de contestar. Pensé que no deseaba mi presencia.

—Sí, claro. No tengo inconveniente alguno —después de breve silencio añadió—: ¿Supongo que no estará usted aquí mucho tiempo?

—Hasta pasado mañana.

Evidentemente la respuesta le gustó. Desaparecieron las arrugas de su frente y empezó a contarme unos experimentos que había realizado con conejillos de Indias.

3

Me encontré con él a la hora convenida de la tarde siguiente para visitar a la hermana Marie Angelique. El doctor Rose fue todo ingenio, como si tratase de borrar en mí la mala impresión que hubiera podido causarme el día anterior.

—No se tome muy en serio cuanto le dije ayer —me aconsejó riéndose—. Me desagradaría que me creyese un aficionado a las ciencias ocultas. En realidad, sucede que me apasiono cuando intento esclarecer algún caso intrincado como éste.

—¿De veras?

—Sí, y cuanto más difícil es, más me gusta.

Se rió como el hombre a quien hacen gracia sus propias debilidades.

Cuando llegamos a la casita, la enfermera quiso consultar algo con el doctor Rose, y esto me obligó a permanecer solo con la hermana Marie Angelique.

La monja me observó un momento antes de decirme:

—La enfermera me ha dicho que usted es hermano de la amable señora que me dio cobijo cuando vine a Bélgica.

—Así es.

—Fue muy amable conmigo. Es buena.

Se quedó silenciosa, como sumida en algún pensamiento. Luego me preguntó:

Monsieur le docteur, ¿es bueno?

Me sentí embarazado.

—Sí, claro. Supongo que sí lo es.

Después de una pausa comentó:

—Sí; él ha sido muy bueno conmigo.

—Estoy seguro de ello —repuse.

Ella me miró fijamente.

—Monsieur... usted... usted que habla conmigo ahora, ¿cree que estoy loca?

—¡Vamos, hermana, semejante idea es un...!

Sacudió la cabeza lentamente, interrumpiendo mi

protesta.

—¿Estoy loca? No lo sé; pero, ¿por qué recuerdo cosas tan extrañas mientras me olvido de otras?

El doctor Rose penetró en la estancia, al mismo tiempo que la hermana Marie Angelique suspiraba.

La saludó alegremente y le explicó lo que deseaba que ella hiciese.

—Algunas personas tienen el don de ver las cosas en una bola de cristal. Sospecho que usted posee este don, hermana.

Ella reaccionó asustada.

—¡No, no; no puedo hacer eso! Leer el futuro, es un pecado.

El doctor Rose experimentó una sorpresa, pues no esperaba de la monja semejante reacción. Cuando se hubo repuesto cambió inteligentemente el enfoque del asunto.

—Tiene usted razón. No se debe bucear en lo futuro. Sin embargo, en lo pasado es cosa diferente.