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—Tenga fe en papá Poirot. Hallaré el modo.

Semejante seguridad estaba muy bien, pensé mientras Poirot acompañaba galantemente a la dama hasta la escalera. Sin embargo, comprendí que nos había tocado en suerte un hueso duro de roer. Así se lo dije cuando regresó y él asintió con gesto preocupado.

—Sí, no veo una solución plausible. El tal Lavington tiene la sartén por el mango. De momento, no se me ocurre cómo vamos a entramparlo.

Mr. Lavington nos visitó aquella noche. Lady Millicent no había exagerado al describirlo como un hombre odioso. Sentí un cosquilleo en los dedos de los pies, de tantas ganas como tuve de darle una patada en su parte más carnosa y echarlo escaleras abajo. Sus fanfarronerías y modales eran insoportables, como también sus risas burlonas ante las sugerencias de Poirot. En todo momento se mostró dueño de la situación, mientras Poirot parecía desarrollar la más desafortunada de sus actuaciones.

—Bien, caballeros —dijo Lavington mientras cogía su sombrero—. No puede decirse que hayamos llegado a un acuerdo. Ahora bien, tratándose de lady Millicent, una señorita encantadora, dejaremos la cosa en dieciocho mil libras. Hoy mismo me traslado a París... cuestión de pequeños negocios. Regresaré el martes. Si el dinero no me es entregado el martes por la noche, la carta llegará a manos del duque. No me digan que lady Millicent no puede conseguir esa suma. Cualquiera de sus amistades masculinas estaría más que dispuesta a favorecer a semejante belleza con un préstamo... silo enfoca del modo adecuado.

Indignado, avancé un paso, pero Lavington se había precipitado fuera de la habitación al mismo tiempo que terminaba la frase.

—Tiene que hacer algo, Poirot. Parece que lo toma con poco nervio —grité.

—Posee un excelente corazón, amigo mío, si bien sus células grises se hallan en un deplorable estado. No experimento ningún deseo de impre-sionar a Mr. Lavington con mi ingenio. Cuanto más pusilánime me crea, mejor.

—¿Por qué?

—Resulta curioso —dijo Poirot haciendo memoria— que expresara deseos de trabajar contra la ley, precisamente momentos antes de que lady Millicent viniera.

—¿Piensa registrar la casa de Lavington mientras se halla ausente? —pregunté con el aliento contenido.

—A veces, Hastings, su proceso mental es sorprendentemente rápido.

—¿Y si se lleva la carta?

Poirot sacudió la cabeza.

—Es muy improbable. Todo hace pensar que posee un escondrijo en su hogar considerado por él como inexpugnable.

—¿Cuándo...? Bueno... ¿cuándo consumaremos el allanamiento de morada?

—Mañana por la noche. Saldremos de aquí hacia las once.

Y a esa hora yo estaba dispuesto a partir, vestido con un traje y un sombrero oscuros.

Poirot me observó un instante y se sonrió.

—Su atuendo es el apropiado para este caso

—me dijo—. En marcha, tomaremos el metro hasta Wimbledon.

—¿No nos llevamos las herramientas adecuadas para forzar la puerta?

—~Mi querido Hastings! Hercule Poirot no emplea semejantes métodos.

Era medianoche cuando penetramos en un reducido jardín suburbano de Buona Vista. La casa se hallaba oscura y silenciosa.

Poirot se encaminó directamente hacia una ventana de la parte trasera de la casa. La levantó sin hacer ruido y me invitó a entrar por ella.

—¿Cómo sabía que esta ventana se abriría?

—susurré, pues realmente parecía cosa de magia.

—Me cuidé de su cerrojo esta mañana.

—¿Qué?

—Sí, hombre. Fue cosa fácil. Me presenté como agente del inspector Japp y dije que me enviaba Scotland Yard para colocar unos cierres a prueba de robo solicitados por Mr. Lavington. El ama de llaves me dio toda clase de facilidades, pues han sufrido dos intentos de robo últimamente. Eso demuestra que nuestra idea la han tenido ya antes otros clientes de Mr. Lavington, si bien no lograron llevarse nada de valor. Después de examinar todas las ventanas y de hacer mis pequeños arreglos, prohibí a los criados que las tocasen hasta mañana por haberlas conectado a la corriente eléctrica.

—Realmente, Poirot, es usted fantástico.

Mon ami, fue de lo más sencillo que pueda imaginarse. Y ahora, manos a la obra. Los criados duermen en la parte alta de la casa, así que corremos poco peligro de molestarlos.

—Imagino que la caja estará empotrada en alguna parte.

—¿Caja? ¡Pamplinas! Mr. Lavington es inteligente. Ya comprobará que tiene un escondite mas idóneo que una caja. Eso es lo primero que todos registran.

Iniciamos una investigación sistemática. Pero, tras varias horas de registrar la casa, nuestra búsqueda seguía siendo infructuosa. Vi síntomas de furia en el rostro de Poirot.

—Ah, sapristi! ¿Acaso Hercule Poirot puede ser vencido? ¡Jamás! —exclamó—. Tranquilicémonos. Reflexionemos. Razonemos. En fin, empleemos nuestras pequeñas células grises.

Guardó silencio y sus cejas se contrajeron en un evidente signo de concentración mental. De repente, la luz verde que yo conozco tan bien se reflejó en sus ojos.

—¡Soy un imbécil! ¡La cocina!

—¿La cocina? —interrogué—. ¡Imposible! Los criados descubrirían más pronto o más tarde el escondite.

—¡Exacto! Lo que el noventa y nueve por ciento de las personas dirían. Por eso la cocina es el lugar más idóneo. Está llena de diversos objetos caseros. ¡Vamos a la cocina!

Totalmente escéptico, lo seguí y observé cómo buscaba en el arcón del pan, tanteaba ollas y metía su cabeza en el horno de la cocina. Al fin, cansado de mirarlo, me fui a la biblioteca, convencido de que allí, y solo allí, hallaríamos la caja. Después de realizar un nuevo y minucioso registro, comprobé que eran las cuatro y cuarto, por lo que el amanecer estaba próximo. Esto guió mis pasos a las regiones de la cocina.

Para mi sorpresa, Poirot se hallaba dentro de la carbonera. Su pulcro traje claro estaba hecho una calamidad. Me sonrió al decirme:

—Sí, amigo mío, estropear mi aspecto no me causa placer alguno, pero... ¿qué hubiera hecho usted?

—Seguro que Lavington no ha enterrado la caja en el carbón.

—Si usara sus ojos vería que no es el carbón lo que examino.

Entonces descubrí una oquedad en el fondo de la carbonera, repleta de leños bien apilados. Poirot procedía a quitarlos uno a uno. De pronto, exclamó en voz baja:

—¡Su cuchillo, Hastings!

Se lo entregué y me pareció que lo insertaba en un tronco, que se abrió en dos. Entonces observé que había sido pulcramente aserrado por la mitad y que, en su centro, había sido tallada una cavidad. De aquella cavidad, Poirot sacó una pequeña caja de madera, de fabricación china.

—¡Estupendo! —grité.

—Calma, Hastings. No levante demasiado la voz. Vamos, salgamos antes de que la luz del día caiga sobre nosotros.

Deslizó la caja en uno de sus bolsillos y, de un ágil salto, salió de la carbonera. Luego se sacudió la suciedad y abandonamos la casa por el mismo lugar por el que habíamos entrado. Finalmente, reemprendimos el regreso a Londres.

—¡Vaya escondite más extraordinario! —exclamé—. Sin embargo, cualquiera hubiera podido utilizar aquel leño.

—¿En julio, Hastings? Además, se olvida de que era el último de la pila y un escondite muy ingenioso. ¡Ahí viene un taxi! Ahora a casa, donde me espera un baño y un sueño reparador.

Después de la excitación de la noche, dormí hasta muy tarde. Cuando al fin entré en nuestro despacho, poco antes de las doce, me sorprendió ver a Poirot apoyado en el respaldo del sillón con la caja china abierta a su lado, leyendo tranquilamente la carta que había sacado de ella.