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»Bien, te contaré lo ocurrido aquella primera noche en casa de los Lawes. Acababa de regresar de la costa oeste, y sentíame feliz al pisar de nuevo las calles de Londres. Los Lawes eran viejos amigos. Llevaba sin ver a las niñas desde la edad de siete años. Arthur me escribía con frecuencia y, después de su muerte, fue Esther quien lo hizo, además de mandarme periódicos. Sus cartas eran muy alegres, y tenían la virtud de animarme en grado sumo. Muy pronto nació en mí un deseo incontenible de verla. No satisface por completo el conocer a una chica a través de sus cartas. Por eso lo primero que hice fue visitar a los Lawes. Esther se hallaba ausente, pero la esperaban aquella noche. A la hora de comer me senté junto a Rachel, y mientras observaba la larga mesa, me invadió una extraña sensación. Sentía sobre mí los ojos de alguien, y esto me puso nervioso. Entonces la vi.

—¿A quién?

—A la señora Haworth, lo que te digo.

MacFarlane estuvo a punto de decir: «Pensé que sería Esther». Pero guardó silencio. Dickie continuó:

—Algo en ella me era vagamente familiar. Permanecía sentada al lado del viejo Lawes, escuchando gravemente con la cabeza inclinada. Tenía alrededor de su cuello un pañuelo rojo, quizá no muy nuevo, si bien sus tersas puntas simulaban pequeñas lenguas de llama.

«Pregunté a Racheclass="underline" «¿Quién es aquella mujer morena que luce un pañuelo rojo?»

»—¿Te refieres a Alistair Haworth? Sí que lleva el pañuelo rojo, pero es rubia.

»Y lo era, ¿sabes? Su pelo tenía un maravilloso amarillo pálido que resplandecía. No obstante, hubiera jurado que era morena. Pensé que mis ojos me gastaban una broma. Después de comer, Rachel nos presentó y paseamos por el jardín. Hablamos sobre la reencarnación.

—¡Eso no va contigo, Dickie!

—Desde luego. Le dije que a veces entre dos personas se establece una corriente de sensibilidad que los hace sentirse unidos... como si fueran viejos conocidos. Ella me contestó:

»—¿ Se refiere al amor?

»—Percibí una leve ansiedad en su voz, que trajo a mi mente el roce de un recuerdo inconcreto. Momentos después nos llamaba el viejo Lawes desde la terraza. Esther había llegado y quería verme. La señora Haworth puso la mano en mi brazo:

»—¿Regresa usted a la casa? —me preguntó.

»—Sí —repuse—. Debo hacerlo.

Dickie guardó silencio y MacFarlane apremió:

—¿Qué sucedió?

—Parece una pesadilla. La señora Haworth me dijo: «Yo no iría de ser usted.»

Dickie volvió a enmudecer, como si se concentrase en sus pensamientos; al fin continuó:

—Me asustó. Me asustó terriblemente... porque lo dijo como si supiera algo que yo ignorase. No se trataba de una mujer hermosa empeñada en retenerme en el jardín. Pese al tono amable de su voz, capté su angustia, síntoma inequívoco de su temor a lo que iba a pasar.

»Sé que reaccioné groseramente, pues di media vuelta y casi corrí a la casa, que me pareció un puerto seguro. Entonces comprendí cuánto temor le tuve desde el principio. La visión del viejo Lawes me resultó un gran alivio. Esther se hallaba detrás de él...

Dickie vaciló un momento y luego añadió casi en un susurro:

—Tan pronto la vi me supe perdido.

La mente de MacFarlane voló a Esther Lawes. En cierta ocasión oyó decir de ella que «era seis pies y una pulgada de perfección judía». Una expresiva definición, se dijo, mientras recordaba su altura, la frágil blancura de mármol de su rostro, su delicada nariz y el negro esplendor de su pelo y ojos. No le sorprendió que la infantil simplicidad de Dickie capitulase. Sin embargo, Esther jamás hubiera acelerado los latidos de él, MacFarlane, si bien admitía el poder sugestivo de su extraordinaria belleza.

—Después —continuó Dickie—, nos comprometimos.

—¿En seguida?

—Bueno, al cabo de una semana. Pero quince días más tarde ella averiguó que yo no le importaba mucho —Dickie se rió amargamente—. La última noche, antes de volver a mi barco, regresaba del pueblo a través del bosque cuando la vi... me refiero a la señora Haworth. Lucía una roja boina de punto, y esto casi me hizo saltar. Luego caminamos juntos un rato. Nada de cuanto dijimos afectaba a Esther, pero...

—¿Seguro?

MacFarlane, inquisitivo, observó a su amigo. Resulta curioso oír a la gente su versión sobre las cosas en que han sido actores sin proponérselo.

—Seguro —repuso Dickie, y luego añadió—: La señora Haworth me retuvo un momento cuando me disponía a irme y me dijo: «Se va demasiado pronto a casa». Y tuve la seguridad de que algo desagradable me aguardaba. En cuanto llegué, Esther salió a mi encuentro y me dijo que no estaba enamorada de mí.

MacFarlane le miró apenado.

—¿Y la señora Haworth? —preguntó.

—No he vuelto a verla hasta esta noche.

—¿Esta noche?

—Sí. En la clínica del doctor Johnny. Me examinaban la pierna herida en la guerra. Hace algún tiempo que me produce molestias. El doctor me aconsejó una operación... sin importancia. Abandonaba la clínica cuando me crucé con una enfermera que vestía una blusa roja sobre su uniforme. Ésta me dijo:« Yo no me sometería a esa operación si fuese usted...» Entonces advertí que era la señora Haworth. Pasó tan rápidamente que no supe detenerla. No obstante, pregunté a otra enfermera, y ésta me aseguró que ninguna de ellas respondía a ese nombre.

—¿Estás seguro de que era la señora Haworth?

—Desde luego. Es muy guapa e inconfundible —cambió de tema—. Pienso operarme, aunque... si mi número está arriba...

—¡Bobadas!

—Claro que es una bobada. Sin embargo, me satisface haberte hablado de la gitana. Pero hay algo relacionado con ella, algo... ¡Si pudiera recordarlo!

2

MacFarlane ascendió por la empinada carretera hasta llegar a la verja abierta de una casa en la cima de la colina. Apretó sus mandíbulas y tiró de la campanilla.

—¿Está en casa la señora Haworth?

—Sí, señor. La avisaré.

La sirvienta lo dejó en una habitación rectangular con ventanas a la agreste tierra pantanosa. MacFarlane frunció el ceño al pensar en la causa que lo había traído allí. De pronto le sobresaltó una voz que entonaba:

La joven gitana vive en el páramo...

Al interrumpirse la tonada, su corazón latió más aprisa. Luego se abrió la puerta.

Una aturdente rubicundez escandinava entró en la habitación, casi produciéndole un colapso. Pese a la descripción de Dickie, la había supuesto morena. Entonces recordó las palabras de su amigo, y su tono peculiar al decirlas: «Comprende, es muy bella... Una belleza de rara perfección.» Y una belleza de rara perfección era Alistair Haworth.

MacFarlane se puso en pie y avanzó hasta ella.

—Temo que no me conozca por mi nombre, Adam. Los Lawes me dieron las señas. Soy amigo de Dickie Carpenter.

Alistair lo miró atentamente. Luego dijo:

—Me disponía a dar un paseo por el páramo. ¿Quiere acompañarme?

Ella abrió de par en par una de las ventanas y salió al exterior. Él hizo otro tanto, y entonces vio a un hombre de aspecto bobalicón que fumaba sentado en un sillón de mimbre.

—Es mi marido —dijo a MacFarlane, y volviéndose—: Vamos al páramo, Maurice. El señor MacFarlane comerá con nosotros —y de nuevo al joven—: ¿Nos acompañará?

—Muchas gracias —repuso él.

Mientras seguía los ágiles pasos de ella hacia la cima, se preguntó: «¿Por qué, por qué diablos se casó con eso

Alistair se encaminó a unas rocas.

—Nos sentaremos aquí. Y dígame... lo que vino a decirme.

—¿Lo sabe ya?

—Sólo intuyo la vecindad de las cosas malas. Y es malo, ¿verdad? ¿Se trata de Dickie?