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—Sufrió una pequeña operación con todo éxito. Pero su corazón debía ser débil, pues no resistió la anestesia.

MacFarlane no había supuesto ninguna reacción en Alistair, si bien lo hubiera esperado todo menos aquel gesto de infinito desespero. Al fin la oyó murmurar:

—Otra vez... esperar tanto tiempo... tanto tiempo...

Luego alzó la vista.

—¿Qué iba usted a preguntarme? —indagó.

—Una enfermera lo advirtió contra la operación. Él creyó que era usted.

Alistair sacudió negativamente la cabeza.

—No. Pero tengo una prima que es enfermera. Quizá fue ella. Bien, supongo que eso ya no importa, ¿verdad? —de repente se agrandaron sus ojos, y con manifiesta sorpresa exclamó—: ¡Oh, qué curioso! ¡Usted no me comprende!

MacFarlane, intrigado, la observaba.

—Le creí un iniciado. Su aspecto lo confirma.

—¿Qué confirma mi aspecto?

—El don, la maldición, llámelo como quiera. ¡Usted lo tiene! Mire fijo al fondo de las rocas. No piense en nada. ¡Ah! —Alistair notó su ligero sobresalto—. ¿Vio usted algo?

—Debe de haber sido un espejismo. Durante un segundo vi las piedras llenas de sangre.

Ella asintió.

—Advertí que usted lo tiene. Ahí es donde los antiguos adoradores del Sol sacrificaban a sus víctimas. Lo supe antes de que nadie me lo dijera. A veces cómo lo hacían; es como si yo misma hubiera estado allí. También hay algo en el páramo que me es tan familiar como mi propia casa. Pero es natural que yo posea el don. Soy una Fuerguesson. Todos los miembros de mi familia lo poseen. Mi madre fue una médium hasta casarse. Se llamaba Cristine. Era bastante célebre.

—¿Se refiere usted al «don» de ver las cosas antes de que sucedan?

—Sí; el don de ver lo futuro, lo presente o lo pasado. Por ejemplo, yo vi como usted se preguntaba por qué me casé con Maurice. ¡Oh, sí, no lo niegue! Siempre lo he sabido amenazado de algo terrible y quise salvarlo. Las mujeres somos así. Con mi don podía evitar que sucediese... si es verdad que uno puede. Ya ha comprobado que no me sirvió para ayudar a Dickie. Él no lo entendió. Tuvo miedo. Era muy joven.

—Veintidós.

—Yo treinta. Pero no me refiero a eso. Hay muchos modos de estar separados; si bien la separación del tiempo es la peor.

El sonido de un gong procedente de la casa los hizo volver al mundo de la realidad.

Durante la comida, MacFarlane estudió a Maurice Haworth, que, indudablemente, estaba enamorado de su esposa. En sus ojos se advertía la feliz sumisión del perro. También observó la tierna correspondencia de ella, no exenta de maternidad.

—Estaré en la posada un día o dos más —dijo MacFarlane a Alistair, ya en la puerta de la casa—. ¿Puedo venir mañana?

—Naturalmente, sólo que...

—¿Hay algún impedimento?

Ella se pasó la mano por los ojos.

—No lo sé. Supuse que no volveríamos a vernos... eso es todo. Adiós.

MacFarlane descendió lentamente el camino de regreso. Aunque su ánimo era esforzado, no pudo eludir la sensación de una fría mano oprimiéndole el corazón. Alistair no había dicho nada de particular, y, sin embargo...

Una motocicleta surgió de improviso en un cruce, obligándole a saltar a la cuneta con el tiempo justo. Grisácea palidez cubrió su rostro.

3

—¡Pardiez, mis nervios están podridos! —murmuró MacFarlane al despertarse a la mañana siguiente.

Recordó los sucesos de la tarde anterior. La motocicleta; el atajo y la repentina niebla que le hizo extraviarse cerca de una peligrosa ciénaga; el trozo de chimenea desprendido en la posada; el olor a quemado durante la noche, procedente de su manta sobre el brasero. Pero esto no sería nada, nada en absoluto, de no haber oído las palabras de ella al despedirse, y de su desconocida seguridad en cuanto a que Alistair sabía...

Saltó del lecho con repentina energía, dispuesto a ir en su busca lo antes posible. Eso rompería el hechizo, si llegaba felizmente. ¡Señor, qué locura la suya!

Comió poco al desayunarse. A las diez inició el ascenso de la carretera. A las diez y media su mano tiraba de la campanilla. Entonces se permitió exhalar un largo suspiro de alivio.

—¿Está en casa la señora Haworth?

Era la misma mujer que le abrió la puerta el día anterior. Pero su rostro aparecía bañado de dolor.

—¡Oh, señor! ¿No se ha enterado usted?

—¿Enterado, de qué?

—La señora Haworth, mi linda corderita... Era su tónico. Lo tomaba todas las noches. El pobre capitán está desconsolado, casi loco. Él equivocó el frasco al cogerlo del estante en la oscuridad... Llamaron al médico, pero fue demasiado tarde.

En la mente de MacFarlane repiquetearon las viejas palabras: «Siempre lo he sabido amenazado de algo terrible. Con mi don podía evitar que sucediese... si es verdad que uno puede.» Desgraciadamente, nadie puede torcer el destino. Y, extraña fatalidad, éste había destruido a quien tanto quiso salvar.

La anciana sirvienta continuó:

—¡Mi linda corderita! Tan dulce y cariñosa, y tanto que se preocupaba por cualquiera en apuros. No soportaba que nadie sufriera daño —vaciló un segundo y luego añadió—: ¿Quiere usted subir a verla, señor? Ella me dijo que usted la conoció hace mucho tiempo. Muchísimo tiempo.

MacFarlane siguió a la anciana por las escaleras a una habitación al otro lado del salón donde oyera cantar el día anterior. Las ventanas tenían cristales de colores que lanzaban su roja luz sobre la cabecera del lecho. Una gitana con un pañuelo en la cabeza... Tonterías, sus nervios volvían a jugarle tretas. Miró largamente, y por última vez, a Alistair Haworth.

4

—Hay una señorita que desea verle, señor.

—¿En? —MacFarlane, sorprendido, miró a su patrona—. Oh, perdone, señora Rowse. Veía fantasmas.

—¿No lo dirá en serio, señor? Se ven cosas raras en el páramo a la caída de la noche, como la dama blanca, el herrero del diablo y el marinero y la gitana.

—¿El marinero y la gitana?

—Eso dicen, señor. Es una historieta de mis tiempos. Estaban muy enamorados.

—¿Y no podría ser que ellos ahora...?

—¡Señor! ¿Qué cosas dice usted? La señorita aguarda.

—¿Qué señorita?

—La que espera en el salón. La señorita Lawes.

—¡Oh! —exclamó MacFarlane.

¡Rachel! El recuerdo de ella le hizo descender a realidades inmediatas, a la vez que lo elevaba a un estado de felicidad. Asomado al ventanal de un mundo tenebroso se había olvidado de su prometida.

Abrió la puerta del salón y vio a su Rachel de ojos pardos y sinceros. De repente, como si despertase de un sueño, gozó la cálida y agradable sensación de estar vivo. ¡Vivo! ¡Sólo hay un mundo del cual estamos seguros! ¡Éste!

—¡Rachel! —dijo, y, levantándole la barbilla, la besó.

La lámpara

Sin lugar a dudas, era una casa vieja. Todo el conjunto tenia el sello indeleble de lo antiguo, como sucede en las ciudades de edad remota, construidas alrededor de su catedral. Pero el número diecinueve daba la impresión de ser la más vieja, con el aire solemne de patriarcado y su color gris de insolente arrogancia. Destilaba esa frialdad repulsiva que distingue a todas las casas hace mucho tiempo deshabitadas. Su austera desolación reinaba por encima de las otras moradas.

En cualquier otra ciudad se hubiera dicho que era una casa encantada; pero no en Weyminster, donde los fantasmas carecían de adictos, si bien se respetaban las creencias propias de los «feudos y condados». Por eso, el número diecinueve jamás tuvo el sobrenombre de casa encantada. No obstante, lucía año tras año su rótulo: «Se alquila o vende».

La señora Lancaster miró aprobatoriamente la casa desde el automóvil, sentada junto al verboso agente de fincas, que derrochaba buen humor ante la idea de sacarse de encima el número diecinueve. Éste introdujo la llave en la cerradura sin aminorar sus elogios.