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—¿Cuánto tiempo lleva deshabitada? —preguntó secamente la señora Lancaster.

El señor Raddish, algo indeciso, contestó:

—Pues... hace algún tiempo.

—Eso ya se advierte —repuso irónica la señora Lancaster.

El semioscuro recibidor desprendía un hedor siniestro. Una mujer más imaginativa se hubiera estremecido; pero no aquella, eminentemente práctica. Era alta, con abundante pelo castaño oscuro, que tendía a volverse gris, y fríos ojos azules.

Recorrió la casa de sótano a desván, formulando preguntas. Terminada la inspección regresó a una de las habitaciones frontales que daba a la plaza y preguntó al agente:

—¿Qué ocurre con la casa?

El señor Raddish, cogido de sorpresa, contestó débilmente:

—Una casa sin amueblar resulta siempre algo lúgubre.

—Eso no justifica un alquiler tan bajo. Debe de haber algún motivo. ¿Está encantada?

El agente dio un respingo, si bien no contestó.

Ella le observó un momento antes de añadir:

—No creo en fantasmas. Esas tonterías no son obstáculos que me impidan quedarme con la casa. Pero los sirvientes son muy crédulos y se asustan fácilmente. ¿Quiere usted decirme qué cosa se supone encanta este lugar?

—Yo... pues... realmente lo ignoro —tartamudeó el hombre.

—Estoy segura de que lo sabe. No aceptaré la casa si no me lo dice. ¿Qué fue? ¿Un asesinato?

—¡Oh, no! —gritó el señor Raddish, en defensa de la reputación de la finca—. Es... bueno, sólo se trata de un niño.

—¿Un niño?

—Sí.

Luego de una breve pausa, se decidió:

—Desconozco la verdadera historia. Existen muchas versiones. Unos treinta años atrás, un hombre llamado Williams alquiló el número diecinueve. Era un desconocido, sin criados ni amigos, y raras veces lo veían en la calle. Vino acompañado de un hijo un niño de corta edad. Después de permanecer aquí dos meses, se fue a Londres, donde la policía lo identificó, al parecer acusado de algo grave. El hombre no quiso entregarse y se disparó un tiro. El niño continuó solo en la casa bien provisto de alimentos, a la espera de su padre. Desgraciadamente, tenía prohibido que, por ninguna causa, saliera de la casa y hablase con nadie. El pobre no se atrevió a desobedecer. Los vecinos, ignorantes de que el padre se había marchado, a menudo le oían sollozar de noche.

El señor Raddish se detuvo y aspiró fuertemente.

—El niño se murió de hambre —lo dijo con el mismo tono que hubiera empleado para anunciar que empezaba a llover.

—¿Y es el fantasma del niño lo que se supone que vive aquí? —preguntó la señora Lancaster.

—En realidad es algo sin importancia —se apresuró a tranquilizarla—. Nadie ha visto nada. Sólo se trata de un rumor, dicen que oyen llorar al niño.

La señora Lancaster se encaminó a la puerta principal.

—Me gusta mucho la casa. No es fácil que logre nada parecido por este precio. Ya le comunicaré mi decisión.

—Es muy alegre, ¿verdad, papá? La señora Lancaster inspeccionó su nuevo hogar. Alegres alfombras, muebles bien bruñidos e infinidad de chucherías habían transformado el lúgubre aspecto del número diecinueve.

Hablaba a un anciano de hombros caídos y delicado rostro místico. El señor Winburn no se parecía a su hija. El sentido práctico de ella contrastaba fuertemente con la soñadora abstracción de él.

—Sí —contestó con una sonrisa—. Nadie pensaría en que estuvo encantada.

—¡Papá, no digas tonterías! Y menos en nuestro primer día.

El señor Winburn se sonrió.

—Muy bien, querida; estoy de acuerdo en que no existen los fantasmas.

—Por favor —suplicó su hija—. No menciones eso delante de Geoff. ¡Es tan imaginativo!

Geoff era el hijo de la señora Lancaster. La familia estaba formada por el señor Winburn, su hija viuda y Geoffrey.

La lluvia empezó a golpear contra la ventana, insistente.

—Escucha —dijo el señor Winburn—. ¿Oyes pequeños pasos?

—Oigo la lluvia —repuso ella con una sonrisa.

—Son pisadas —afirmó el anciano, inclinándose para escuchar.

La hija se rió divertida.

El señor Winburn se rió también. Tomaban té en el salón y el anciano se hallaba sentado de espaldas a la escalera.

El pequeño Geoffrey bajó lentamente las escaleras de bruñido roble y sin alfombra, con la temerosa precaución de un niño en un lugar extraño. Luego caminó hasta colocarse junto a su madre. El señor Winburn dio un ligero respingo al captar otras pisadas en las escaleras, como de alguien que siguiera a su nieto. Si, era un lento y penoso arrastrar de pies.

Se encogió de hombros. «La lluvia, sin duda», pensó.

—¿Hay bizcochos? —dijo Geoffrey con la naturalidad de quien sólo resalta una circunstancia interesante.

Su madre se apresuró a complacerlo.

—Bien, hijito, ¿te gusta tu nueva casa? —preguntó.

—Muchísimo —respondió el niño con la boca llena—. Mucho, mucho y más mucho.

Después de tan original afirmación, que evidentemente expresaba el más profundo contento, se dio a la tarea de hacer desaparecer los bizcochos en el menor tiempo posible.

Luego de tomar el último bocado, se desató su verborrea.

—Mamaíta, Jane dice que hay desvanes, ¿puedo explorarlos? Quizás encuentre una puerta secreta. Jane dice que no hay ninguna; pero yo creo que sí. Y si no encontraré cañerías de agua —puso cara de éxtasis—. ¿Me dejarás que juegue con ellas? ¿Me permites que vea la caldera?

Pronunció la última palabra con tanto entusiasmo que su abuelo consideró justificada una instalación que sólo mediante un esfuerzo imaginativo facilitaba agua caliente, y también numerosas facturas del lampista.

—Mañana verás los desvanes, cariño. Ahora entretente con tu caja de construcciones en hacer una casa o una locomotora.

—No quiero construir una caza.

—Casa.

—Casa; ni tampoco una locomotora.

—Construye una caldera —sugirió el abuelo.

Geoffrey se animó.

—¿Con tuberías?

—Sí, con muchas tuberías.

El niño corrió feliz en busca de su caja de construcciones.

La lluvia no aminoraba. El señor Winburn escuchó. Sí, debió de ser la lluvia, si bien había sonado como si fueran pasos.

Aquella noche tuvo un extraño sueño. Soñó que caminaba por una gran ciudad, donde sólo vivían niños. Eran muchos niños; multitud de ellos. De pronto se vio rodeado de caritas que gritaban: «¿Lo has traído?» Como si entendiera a qué se referían, entristecido, sacudió la cabeza. Entonces los niños se alejaron de él y empezaron a llorar.

La cuidad y los niños se esfumaron al despertarse, pero los sollozos seguían en sus oídos: recordó que Geoffrey dormía en el piso de abajo, pero el llanto procedía de arriba. Se sentó y encendió un fósforo. Instantáneamente, los sollozos cesaron.

El señor Winburn no contó a su hija nada de aquello, pese a estar seguro de que no era una jugarreta de su imaginación. No tardó mucho en oírlos de día. El aullido del viento al filtrarse por las ventanas tenía un sonido distinto y separado de los inconfundibles y lastimeros sollozos.

Tampoco tardó mucho en saber que no era el único en captarlos. Casualmente escuchó el comentario de la doncella: «La niñera no es amable con Geoffrey. El niño ha llorado desconsoladamente esta mañana.» Pero su nieto había bajado a desayunarse rebosante de salud y de felicidad. No, no era Geoff quien había llorado, sino aquel otro niño cuyos arrastrantes pies le sobresaltaban con demasiada frecuencia.

La señora Lancaster era la única que no había oído nada.