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No obstante, también sufrió un sobresalto.

—Mamaíta —le dijo su pequeño—. Me gustaría jugar con aquel niño.

Sonriente, alzó la cabeza del escritorio y con tono amable preguntó:

—¿Qué niño?

—No sé su nombre. Lloraba en el desván, sentado en el suelo; pero se fue corriendo al verme —y, despectivo, añadió—: Quizá se avergonzó. Luego, estando yo en mi cuarto de juegos entretenido con mis construcciones, lo vi de pie en el umbral. Miraba lo que yo hacía, y su aspecto era triste, como si quisiera jugar conmigo. Le dije: «Ven y construye una locomotora»; pero no me contestó. Sólo me miraba como si viera un montón de chocolatines y su mamaíta le hubiera prohibido tocarlos —Geoff suspiró en respuesta desalentada a sus propios sentimientos—. Jane dice que no hay ningún niño en la casa y me ha prohibido hablarle de cosas tontas. No quiero a Jane.

La señora Lancaster se levantó.

—Jane tiene razón. No hay niños en ningún lugar de la casa.

—Pero yo lo vi. ¡Oh, mamaíta, déjame jugar con él; parece solo y triste!

Cuando la señora Lancaster se disponía a contestar a su hijo, el anciano denegó con la cabeza y habló suavemente:

—Geoff, ese pobrecito niño está solo, y quizá puedas hacer algo para consolarlo; si bien debes intentarlo sin la ayuda de nadie, como si fuese un acertijo, ¿comprendes?

—¿Es que me hago mayor y por eso tengo que intentarlo yo solo?

—Sí; te haces mayor.

Mientras el muchacho se alejaba de la habitación, la señora Lancaster se volvió un tanto impaciente a su padre.

—Papá, es absurdo animar al niño a creer en los gratuitos cuentos de los sirvientes.

—Ningún sirviente ha dicho nada al niño —replicó el anciano—. Él ha visto... lo que yo oigo, lo que, posiblemente, vería si tuviera su edad.

—¡Bobadas! ¿Por qué no lo veo o lo oigo yo?

El señor Winburn se sonrió cansadamente sin decir nada.

—¿Por qué? —repitió su hija—. ¿Y por qué le dijiste que podía ayudar a... esa cosa? Tú sabes que es imposible.

El anciano, pensativo, la miró.

—¿Por qué no? Recuerda estas palabras:

¿Qué luz tiene el destino para guiar

a los infantes en la oscuridad?

«¡Una comprensión ciega!», replicó el cielo.

—Geoffrey tiene esa comprensión ciega. Todos los niños la poseen. Sólo cuando nos hacemos mayores la perdemos, o la arrojamos de nosotros. Muchos, al volvernos viejos, sentimos de nuevo débiles destellos de esa comprensión. Sin embargo, la luz arde más brillante en la infancia. Por ello pienso que Geoffrey puede ayudar de algún modo a ese niño.

—No lo comprendo —murmuró la señora Lancaster.

—No más que yo. Ese niño está en apuros y quiere ser liberado. ¿Cómo? Lo ignoro. Es terrible pensar en la triste situación de un niño que llora sin consuelo.

Pasado un mes de esta conversación, Geoffrey cayó muy enfermo. El viento del este había sido implacable, y él no era un niño fuerte. El doctor dijo que el caso era grave. Con el señor Winburn fue más claro, y le confesó que no había esperanza.

—El niño no hubiera llegado a edad adulta. Hace mucho tiempo que tiene un pulmón afectado.

La señora Lancaster cuidaba de su hijo cuando por vez primera advirtió la presencia del otro niño. Al principio los sollozos eran casi indistinguibles entre los demás ruidos que provocaba el viento, pero gradualmente se hicieron más claros, más inconfundibles. Al fin los oyó sin lugar a dudas en los momentos de absoluto silencio: sollozos desgarradores, sin esperanza, que partían el corazón.

Geoff, cada vez en peor estado, en su delirio hablaba del niño.

—¡Quiero ayudarle a que huya, quiero! —repetía a gritos.

Luego un largo letargo de muerte lo sumía en una quietud sin casi respiración e inconsciencia. Nada podía hacerse, salvo esperar y vigilar. Días después sobrevino una noche tranquila, sin un soplo de aire.

De repente, Geoff se agitó y sus ojos desmesuradamente abiertos miraron por encima de su madre a la puerta abierta. Ella se inclinó para captar sus palabras medio suspiradas.

—Bueno, ya me voy —dijo, y cayó hacia atrás.

Aterrada, la señora Lancaster salió de la habitación en busca de su padre. En alguna parte cerca de ellos, el otro niño, alegre, satisfecho, triunfante, desgranaba su risa de plata que hacía eco en la estancia.

—¡Estoy asustada! ¡Estoy asustada! —repitió entre gemidos.

El anciano puso su brazo protector alrededor de los hombros de su hija. Una ráfaga de viento hizo que los dos se sobresaltaran, si bien pasó veloz, dejando tras sí la misma quietud de antes.

La risa había cesado, pero un nuevo y tenue sonido, que apenas podía oírse, fue creciendo hasta hacerse identificable. Eran pasos, pasos ligeros que se alejaban presurosos.

Corrían acompasados aquellos alarmantes y familiares piececillos, seguidos de otros que se movían más rápida y ágilmente. Al fin, juntas, las pisadas traspasaron la puerta.

La señora Lancaster, aterrada, exclamó:

—¡Son dos niños... dos!

Su tez se cubrió con el gris del terror, y quiso aproximarse al lecho del hijo, pero el anciano la contuvo y señaló hacia el exterior.

—Allí.

Los pasitos decrecieron hasta diluirse en la distancia. Luego... todo fue silencio.

El extraño caso de sir Arthur Carmichael

(Tomado de las notas del difunto doctor Edward Carstairs, eminente psicólogo)

Sé que hay dos modos distintos de considerar los trágicos sucesos que narro. Pero también una cosa es cierta: jamás he titubeado en cuanto a su veracidad. Quizá por eso me decidí a escribir la historia completa de tan raros e inexplicables hechos, con el fin de que no se perdieran en el olvido.

Un telegrama de mi amigo el doctor Settle, me puso ni contacto con este asunto. Salvo el nombre de Carmichael, el resto del telegrama me fue indiferente. Sin embargo, a las 12.20 subí al tren de Paddington a Wolden, en Hertfordshire.

Había conocido superficialmente al difunto sir William Carmichael, de Wolden, y si bien no tuve noticias de él en los últimos once años, le sabía padre del actual baronet, joven de unos veintitrés años. Vagamente recordé rumores oídos acerca del segundo matrimonio de sir William. Éstos no lograron atravesar la cortina del olvido, aunque sí emitieron sensaciones desfavorables para la segunda lady Carmichael.

Settle me recibió en la estación.

—Celebro que haya venido —fueron sus palabras mientras estrechaba mi mano.

—Gracias. Supongo que se trata de algo relacionado con mi especialidad.

—No del todo.

—¿Un caso mental, entonces, con síntomas especiales?

Habíamos recogido mi equipaje, y sentados en una calesa nos alejábamos de la estación hacia Wolden, a unas tres millas de distancia. Settle tardó algunos minutos en contestarme:

—¡Es algo incomprensible! Se trata de un joven de veintitrés años, normal en todos los aspectos. Un muchacho agradable y simpático sin más peros que su vanidad. Quizá no sea un brillante intelectual, pero sí un tipo excelente. Una noche se acuesta pletórico de salud, y a la mañana siguiente lo encuentran que vaga idiotizado por el pueblo, incapaz de reconocer a sus familiares más queridos.

—¡Ah! —exclamé, animado ante un caso que prometía ser interesante—. ¿Pérdida de memoria? ¿Cuándo sucedió?

—Ayer por la mañana, nueve de agosto.

—¿Y no ha sufrido ningún percance que explique su trastorno?

—No.

Tuve una repentina sospecha.

—¿Se retiene usted algo?

—No... no.

Su vacilación confirmó mi sospecha.

—Debo saberlo todo.

—No guarda relación con Arthur. En realidad se trata de la casa.