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—¿De la casa? —repetí estupefacto.

—Usted ha tratado mucho esa clase de cosas, ¿verdad. Carstairs? Usted conoce bien el asunto de las casas encantadas. ¿Qué opinión le merece?

—De cada diez casos, nueve son supercherías. El décimo... suele ser un fenómeno inexplicable. Yo creo en las ciencias ocultas.

Settle asintió con la cabeza. En aquel momento rodeábamos las verjas del parque. Entonces me señaló con un látigo una blanca mansión al pie de la colina.

—Ahí tiene la casa. En ella existe algo pavoroso... horrible. Todos lo «sentimos». Créame, no soy hombre supersticioso.

—¿Qué forma adopta?

Me miró de frente.

—Prefiero que no sepa nada. Usted ignora su naturaleza; esperemos a comprobar si lo advierte también.

—Conforme. Bien, hábleme de la familia.

—Sir William se casó dos veces. Arthur es el hijo de su primera esposa. La actual lady Carmichael es algo misteriosa. Sólo es medio inglesa y sospecho que su otra mitad es asiática.

—Settle, a usted no le gusta lady Carmichael.

Lo admitió.

—No, no me gusta. Siempre me ha parecido rodeada de una atmósfera siniestra. De este segundo matrimonio nació otro hijo, que cuenta ahora ocho años. Sir William falleció hace tres años y Arthur heredó el título y la casa. Su madrastra y hermano continuaron con él en Wolden. Debo decirle que la heredad está muy empobrecida. Casi toda la renta de sir Arthur se va en mantenerla. Lady Carmichael percibe un vitalicio de unos cientos de libras al año como única herencia. Por fortuna para ella, siempre se ha llevado muy bien con Arthur, y éste se alegró de que siguiera en la casa. Ahora bien...

—Continúe.

—Hace dos meses Arthur se puso en relaciones con una encantadora muchacha, la señorita Phyllis Patterson —su voz emitió vibraciones de emoción—. Iban a casarse el próximo mes. Ella está aquí ahora. Imagínese su dolor.

Incliné la cabeza en silenciosa comprensión. Ya cerca de la casa, contemplé a nuestra derecha el verde prado en declive. De repente, vi un cuadro maravilloso. Una joven cruzaba lentamente el prado hacia la casa. No lucía sombrero y la luz del sol arrancaba destellos de su pelo dorado. Miré a Settle.

—Es la señorita Patterson —explicó.

—Pobrecilla —dije—. ¡Qué cuadro más bello forma con las rosas y su gato gris!

Al oír un amortiguado sonido, miré rápidamente a mi amigo. Las riendas se habían deslizado de sus dedos y su rostro aparecía blanco como el papel.

—¿Qué ocurre? —exclamé.

Le vi esforzarse en recuperar la normalidad, pero no me contestó.

Instantes después le seguía al interior de un salón verde, donde estaba servido el té.

Una mujer de mediana edad, aún bella, se levantó al vernos con las manos extendidas.

—Le presento a mi amigo el doctor Carstairs, lady Carmichael.

No sé explicar la instintiva repulsión que sentí cuando tomé la mano que me ofrecía aquella encantadora y robusta mujer, cuyos movimientos tenían la suave gracia oriental, y esto me hizo recordar las palabras de Settle sobre su medio origen.

—Ha sido muy amable al venir, doctor Carstairs —dijo con voz baja y musical—. Espero que nos ayude a resolver nuestro gran problema.

Formulé una respuesta trivial y ella me sirvió el té.

Al poco rato la joven que había visto en el prado penetró en la estancia. El gato ya no la seguía, pero sí llevaba el cesto lleno de rosas en la mano. Settle nos presentó.

—El doctor Settle nos ha hablado mucho de usted —dijo la joven—. Tengo la seguridad de que hará algo por el pobre Arthur.

Ciertamente, la señorita Patterson era una joven encantadora, pese a la palidez de sus mejillas y a los círculos oscuros que enmascaraban sus límpidos ojos.

—Mi querida señorita, no desespere. La pérdida de memoria, o la aparición de una segunda personalidad, a menudo, es de corta duración. En cualquier momento el paciente puede recuperar la totalidad de sus facultades.

Ella denegó con la cabeza.

—No creo en una segunda personalidad. Arthur ha dejado de ser él y carece ahora de personalidad. Yo...

—Phyllis, querida —interrumpió lady Carmichael—. Te sirvo el té.

Algo en la expresión de sus ojos me gritó que no sentía ningún amor hacia su futura nuera.

La señorita Patterson rechazó el té y yo traté de reanimar la conversación.

—¿No tomará el gatito un tazón de leche?

Ella me miró de un modo raro.

—¿El... gatito?

—Sí, su compañero de hace unos momentos en el jardín.

Fue interrumpido por un chasquido, lady Carmichael había volcado la tetera y el agua caliente se derramaba por el suelo. Phyllis Patterson miró interrogativamente a Settle. Éste se puso en pie.

—¿Quiere visitar a su paciente ahora, Carstairs?

Lo seguí. La señorita Patterson vino con nosotros. Settle se sacó una llave del bolsillo.

—A veces le acomete el deseo irrefrenable de vagar por ahí —explicó—. Por eso cierro con llave la puerta cuando me ausento de la casa.

Al fin entramos en la habitación. Un joven permanecía junto a la ventana, donde los últimos rayos solares esparcían su amarilla tonalidad de los atardeceres. Se hallaba curiosamente inmóvil, encogido, y con todos sus músculos relajados. Supuse que no había advertido nuestra presencia, hasta que, de repente, vi sus ojos al acecho. Al cruzarse nuestras miradas, desvió sus pupilas y parpadeó, si bien continuó inmóvil.

—Arthur —dijo Settle—. La señorita Patterson es amiga mía y ha venido a verle.

La respuesta fue un nuevo parpadeo. No obstante, segundos después nos miraba otra vez con la misma furtiva insistencia.

—¿Quiere su té? —preguntó Settle, con voz alta y ansiosa, como si hablase a un niño.

Entonces puso en la mesa una taza llena de leche. Yo le miré sorprendido y él me sonrió.

—La única cosa que acepta es la leche.

Sin prisas, sir Arthur descompuso su posición acurrucada, y caminó lentamente hacia la mesa. Advertí que sus movimientos eran silenciosos: sus pies no hacían ruido alguno al pisar. Cuando llegó a la mesa se desperezó extendiendo cuanto pudo una pierna hacia delante y la otra hacia atrás. Luego bostezó. Jamás he contemplado un bostezo semejante. Su cara pareció convertirse toda ella en boca abierta.

Luego observó la leche, y se inclinó hasta que sus labios tocaron el líquido.

Settle contestó a mi mudo interrogante:

—No utiliza las manos en absoluto. Es como si hubiera vuelto al estado primitivo. Raro, ¿verdad?

Phyllis Patterson se estremecía a mi lado, y yo coloqué mi mano en su brazo para animarla.

Cuando se hubo acabado la leche, Arthur Carmichael volvió a desperezarse y, luego, con los mismos silenciosos pasos, regresó a su asiento de la ventana, donde se acomodó tan encogido como antes, mientras parpadeaba al mirarnos.

La señorita Patterson temblaba cuando salimos al pasillo.

—Doctor Carstairs —casi sollozó—. No es él... esa cosa. ¡Dentro de ella no está Arthur!

Denegué con la cabeza.

—El cerebro puede jugar malas pasadas, señorita Patterson.

Confieso que me sentí intrigado con el caso. Presentaba aspectos poco corrientes. Si bien era la primera vez que veía al joven Carmichael, algo en su peculiar modo de andar y en cómo parpadeaba, me recordó a alguien o a alguna cosa que no supe identificar.

Aquella noche la cena transcurrió en silencio, salvo los intentos de conversación hechos por lady Carmichael y yo. Cuando las señoras se hubieron retirado, Settle me preguntó qué pensaba de mi anfitriona.

—Ignoro por qué causa o razón me disgusta intensamente —dije—. Usted está en lo cierto, tiene sangre oriental y yo diría que domina algunos poderes ocultos. Es una mujer de extraordinaria fuerza magnética.

Settle pareció a punto de decir algo, pero se contuvo, y, al cabo, me informó:

—Está absolutamente dedicada a su hijito.