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Allí no había nada.

Regresó secándose la frente. Phyllis estaba pálida y temblorosa y lady Carmichael intensamente pálida. Sólo Arthur, acuclillado y satisfecho como un chiquillo, mantenía la cabeza sobre las rodillas de su madrastra, tranquilo.

La señorita Patterson colocó su mano sobre mi brazo y nos fuimos arriba.

—¡Doctor! —exclamó—. ¿Qué es ello? ¿Qué significa?

—No podemos saberlo aún, mi querida señorita. No obstante, quiero averiguarlo. No tema, estoy convencido de que no existe peligro alguno para usted.

Ella me miró dubitativa.

—¿Está seguro?

—Sí —repuse con firmeza.

Y esta seguridad me la dio el recuerdo del modo amoroso con que el gato se había frotado en sus pies. Sin duda, la amenaza no era para ella.

Después de interminables intentos, logré conciliar un intranquilo sueño del que me desperté sobresaltado. Oí un ruido como si algo fuera violentamente rasgado o roto. Salté del lecho y me precipité al pasillo. Settle apareció en la puerta de su habitación. El sonido procedía de nuestra izquierda.

—¿Lo oye, Carstairs? ¿Lo oye?

Corrimos a la puerta de lady Carmichael. Nada se cruzó con nosotros y, sin embargo, el ruido había cesado. Nuestras velas se reflejaron blanquecinas en los brillantes paneles de la puerta de lady Carmichael. Nos miramos.

—¿Sabe lo que era? —me susurró.

Asentí.

—Las zarpas de un gato que rompía o arañaba algo —me estremecí a su solo recuerdo.

Con repentina exclamación, bajé la candela que aguantaba.

—¡Mire aquí, Settle!

Una silla junto a la pared mostraba su asiento rasgado y roto a largas tiras.

La examinamos detenidamente. Settle me miró preocupado.

—¡Zarpas de gato! —exclamó con el aliento contenido—. Son inconfundibles —sus ojos se trasladaron de la silla a la puerta cerrada—. Ahí está la persona amenazada. ¡lady Carmichael!

Ya no pude conciliar el sueño. Las cosas se hallaban en un estado que exigía acción inmediata. En cuanto me era dable intuir, sólo una persona tenía la clave de la situación. Sospeché que lady Carmichael sabía mucho más de cuanto había dicho.

Observé su mortal palidez a la mañana siguiente, mientras jugueteaba con la comida en su plato. Después del desayuno le rogué un aparte. No me anduve por las ramas.

—Lady Carmichael, tengo motivos para creer que se halla en grave peligro

—¿De veras? —contestó con maravillosa indiferencia.

—Aquí existe una «cosa», una «presencia»... evidentemente hostil a usted.

—¡Qué tontería! —murmuró—. No creo en esa clase de idioteces.

—La silla junto a su puerta fue rasgada en tiras anoche.

—¿Y bien?

Levanté las cejas con fingida sorpresa, pues comprendí que no le había dicho nada que ignorase.

Ella continuó:

—Alguna broma estúpida, imagino.

—No fue una broma —repliqué—. Será mejor que me diga por su propio bien... —me detuve.

—¿Que le diga qué? —inquirió.

—Todo cuanto pueda echar luz sobre este asunto —repuse gravemente.

Se rió antes de decirme:

—No sé nada. Absolutamente nada.

Ninguna de mis advertencias logró inducirla a que me revelase algo. No obstante, seguí convencido de que sabía mucho más que cualquiera de nosotros, y que poseía la clave del asunto, cosa que los demás ignorábamos.

Pese a su tozudez adopté cuantas precauciones pude, convencido de que ella se encontraba en un grave e inminente peligro. Antes de que lady Carmichael se retirarse a su dormitorio aquella noche, Settle y yo lo registramos minuciosamente. Después decidimos hacer guardia en el pasillo.

Me tocó el primer turno, que pasó sin incidente alguno. A las tres, Settle me relevó. Me sentía cansado tras de una noche en vela y me dormí en seguida. Tuve un sueño muy curioso.

Soñé que un gato gris se hallaba sentado a los pies de mi cama y que sus ojos permanecían fijos en los míos, en triste súplica. Luego, con la facilidad de los sueños, supe su deseo de que lo siguiera. Y así lo hice. Me condujo por una gran escalera al otro lado de la casa y pronto nos hallábamos en lo que, evidentemente, era la biblioteca. Se detuvo y levantó sus patas delanteras hasta descansarlas en el primer estante de libros. Luego repitió aquella mirada de súplica.

El gato y la librería se esfumaron y me desperté para hallarme en una soleada mañana.

La vigilancia de Settle transcurrió también sin incidente alguno. Entonces le rogué que me llevase a la biblioteca. Esta coincidió en todos los detalles con mi visión, incluso señalé el sitio exacto donde el gato me había mirado tristemente por última vez.

Los dos permanecimos allí, silenciosos y perplejos. De repente se me ocurrió una idea y me agaché para leer los títulos de los libros. Así fue como observé que faltaba uno en la hilera.

—Han sacado un libro de aquí —dije a Settle.

El se agachó a mi lado.

—Mire —exclamó—. Hay un clavo en la parte de atrás que ha desprendido un fragmento del volumen que falta.

Separó cuidadosamente el trocito de papel. No tenía más que una pulgada cuadrada; pero en él había impresas dos palabras significativas: «El gato...»

—Esto me causa escalofríos —aseguró Settle—. Es algo horrible.

—Daría cualquier cosa por saber qué libro es el que falta —dije—. ¿Sabe usted si hay algún medio de averiguarlo?

—Quizá haya un catálogo. Puede ser que lady Carmichael...

Denegué con la cabeza.

—Lady Carmichael no dirá nada.

—¿Usted cree?

—Estoy seguro de ello. Mientras nosotros navegamos por un mar de tinieblas, lady Carmichael sabe. Y por motivos que ella se sabrá, no quiere decir nada. Prefiere afrontar un riesgo cierto antes que romper su silencio.

El día pasó con esa tranquilidad que tanto se asemeja a la calma que antecede a la tormenta. No obstante, tuve la sensación de que el problema galopaba hacia su solución. Hasta entonces mi esfuerzo había resultado inútil, pero ya vislumbraba el rayo de luz que soldaría los hechos para ofrecernos el triunfo de aquella batalla entre tinieblas.

iSucedió del modo más inesperado!

Vino a nuestro encuentro cuando nos hallábamos reunidos en el saloncito verde, después de la cena. Era tal el silencio guardado allí que, incluso, un ratoncillo se atrevió a cruzar el salón, desencadenando la hecatombe.

Arthur Carmichael saltó de su silla y con el cuerpo tembloroso corrió velozmente detrás del roedor. Este halló refugio entre las tablas del friso y el joven se acuclilló, vigilante, con el cuerpo aún tembloroso por el ansia.

¡Algo horrible! Jamás he vivido un momento semejante. Allí se desvanecieron todas mis dudas en cuanto a lo que me recordaba Arthur Carmichael. Me lo revelaron sus pasos suaves y ojos al acecho. Como un rayo, la explicación ilógica, increíble, se abrió paso en mi mente. Quise rechazarla por imposible... por absurda y, no obstante, cada vez se afianzaba más y más en mi cerebro.

Apenas recuerdo lo que sucedió después. Todo parece borroso e irreal. Sé que subimos al piso superior nos deseamos buenas noches, casi temerosos de mirarnos a los ojos, seguros de hallar confirmación a nuestros pensamientos.

Settle se colocó fuera de la habitación de lady Carmichael para hacer la primera guardia, quedando en que me llamaría a las tres de la madrugada.

En realidad cualquier temor sustentado por lo que pudiera suceder a lady Carmichael se había borrado en mí debido a la sugestión de mi fantástica, inaudita teoría. Traté de convencerme de que era imposible y, pese a ello, la seguridad de haber descubierto la verdad, tomó carta de naturaleza en todos mis razonamientos.

De repente, la quietud de la noche fue alterada por Settle que gritó, llamándome. Al precipitarme al pasillo, lo vi golpear con todas sus fuerzas la puerta de lady Carmichael.

—¡El demonio se la lleve! —gritó—. ¡Se ha encerrado con llave!