—Pero...
—¡Esta ahí dentro, hombre! ¡Con ella! ¿No lo oye?
Al otro lado de la puerta se oyó un largo maullido de furor. Y, luego, a continuación, un horrible grito seguido de otro. Reconocí la voz de lady Carmichael.
—¡Derribemos la puerta! —grité—. ¡Otro minuto y será demasiado tarde!
Colocamos nuestros hombros contra ella y apretamos con toda nuestra fuerza. De pronto cedió con un gran crujido y casi nos caímos en el interior de la habitación.
Lady Carmichael se hallaba en el lecho bañada en sangre. Raras veces he visto un espectáculo más horrible. Su corazón aún latía, pero sus heridas eran terribles, puesto que la piel de su garganta aparecía destrozada.
Lleno de temor, susurré:
—¡Son zarpas!
Un escalofrío supersticioso recorrió todo mi ser.
Curé y vendé la herida y sugerí a Settle que mantuviésemos en secreto la naturaleza de las heridas, especialmente a la señorita Patterson. Luego puse un telegrama en solicitud de que enviasen una enfermera.
El amanecer clareaba por la ventana.
—Vístase y acompáñeme —pedí a Settle—. Lady Carmichael no corre peligro ahora.
Poco después sallamos juntos al jardín.
—¿Qué piensa hacer?
—Desenterrar el cuerpo del gato —contesté—. Quiero asegurarme.
Encontré un azadón en el cobertizo de las herramientas y nos pusimos a trabajar debajo del gran abedul. No resultó ser una tarea agradable. Hacía una semana que el animal estaba muerto. Pero vi lo que deseaba.
—Aquí lo tiene —dije—. Un gato idéntico al que vi el primer día.
Settle olió aquella peste de almendras amargas aún perceptible.
—Ácido prúsico —resumió.
Asentí.
—¿Qué le sugiere? —preguntó.
—Lo que a usted.
Sabía que mis conjeturas eran compartidas por él, pues evidentemente, habían pasado también por su cerebro.
—¡Imposible! —murmuró—. ¡Imposible! —su voz pareció morir estrangulada—. El ratón de anoche... pero... ¡no, no puede ser!
—Lady Carmichael es una mujer extraña —afirmé—. Tiene poderes ocultos, hipnóticos. Sus antepasados son asiáticos. ¿Qué uso ha hecho de esos poderes en la naturaleza débil y obediente de Arthur Carmichael? Recuérdelo, Settle, si Arthur Carmichael se convierte en un imbécil permanente, aficionado a su madrastra, todo su patrimonio será de ella y... de su hijo, a quien adora según me dijo usted. ¡Y Arthur iba a casarse!
—¿Qué podemos hacer, Carstairs?
—Nada concreto —repuse—, salvo interponernos entre lady Carmichael y la venganza.
Lady Carmichael mejoraba lentamente. Sus heridas cicatrizarían, si bien las señales de aquel terrible asalto perdurarían de por vida.
Jamás me he sentido tan impotente. El poder que nos había derrotado seguía incólume. Esto me indujo a pensar en la conveniencia de que lady Carmichael, una vez suficientemente restablecida, fuese enviada lejos de Wolden. Quizás así su poder maligno perdiese efectividad.
Pasados algunos días, decidimos que el dieciocho de septiembre lady Carmichael se trasladase a otro lugar, pero la mañana del catorce sobrevino el inesperado desenlace.
Me hallaba en la biblioteca discutiendo detalles sobre el viaje de lady Carmichael con Settle, cuando una alterada sirvienta se precipitó dentro de la estancia.
—¡Oh, señor! —gritó—. ¡Venga! El señor Arthur se ha caído en el estanque. Pisó el bote y salió despedido con él, perdiendo el equilibrio. Lo vi desde la ventana.
Sin pérdida de tiempo, corrí seguido de Settle. Phyllis, que oyó las explicaciones de la criada, hizo otro tanto.
—No teman —nos gritó—. Arthur es un nadador excelente.
Sin embargo, un secreto temor aceleró mi marcha. La superficie del estanque aparecía quieta, con el bote que se deslizaba perezosamente sobre ella. De Arthur no había rastro alguno.
Settle se quitó la americana y las botas.
—Buscaré desde aquel bote —gritó—. Hágalo usted desde éste y use el remo. El estanque no es muy profundo.
Sentimos la angustia de la eternidad en una búsqueda infructuosa. Los minutos se sucedían interminables. Al fin, cuando ya desesperábamos, lo encontramos. Entonces llevamos a la orilla el cuerpo, aparentemente sin vida, de Arthur Carmichael.
Mientras viva no podré olvidar la desesperada agonía del rostro de Phyllis.
—No... no... estará... —sus labios rechazaban la temida palabra.
—No, querida —dije—. Lo reanimaremos; no tema.
Sin embargo, yo sabía cuan débil era la esperanza. Había permanecido en el fondo del estanque demasiado tiempo. Settle se fue a la casa en busca de mantas y otras cosas necesarias, y yo empecé a aplicarle la respiración artificial.
Trabajé vigorosamente durante una hora sin percibir señales de vida. Pedí a Settle que me relevase y me reuní con Phyllis.
—Temo que sea inútil —le dije suavemente-—. Arthur está más allá de toda ayuda.
La joven se quedó inmóvil un momento y, luego, de repente, se abalanzó contra el cuerpo sin vida.
—¡Arthur! —gritó desesperada—. ¡Arthur! ¡Vuelve a mí! ¡Arthur... vuelve... vuelve...!
En el silencio del jardín, su voz resonó con ecos de angustia. Algo inaudito me hizo tocar el brazo de Settle.
—¡Mire! —exclamé.
Un leve tinte de color volvía al rostro del ahogado. Entonces puse una mano sobre su corazón y capté débiles latidos.
—¡Siga con la respiración! —grité—. ¡Se recupera!
Los minutos parecieron volar. Poco después, sus ojos se abrían.
Asombrado advertí que en sus ojos había inteligencia; que eran humanos.
Luego se posaron en Phyllis.
—Hola, Phil —dijo débilmente—. ¿Eres tú? Supuse que no vendrías hasta mañana.
Ella, incapaz de articular una sola palabra, le sonrió. Sir Arthur observó los alrededores con creciente aturdimiento.
—¿Dónde estoy? ¡Qué mal me siento! ¿Qué me ocurre? Hola, doctor Settle.
—Ha estado a punto de ahogarse, eso es todo —le informó Settle.
El joven hizo una mueca.
—¿Como sucedió? ¿Es que andaba durmiendo?
Settle denegó con la cabeza.
—Debemos llevarlo a la casa —intervine, adelantando un paso.
Él me miró sorprendido, y Phyllis me presentó
—El doctor Carstairs, que pasa una temporada aquí.
Lo alzamos entre los dos y nos dirigimos a la casa. Sir Arthur, como asaltado por una idea inquietante, miró a Settle.
—Doctor, ¿eso no me fastidiará para el doce, verdad?
—¿El doce? —intervine sorprendido—. ¿Se refiere usted al doce de agosto?
—Sí; el próximo viernes.
Pero fue Settle quien repuso.
—Estamos a catorce de septiembre.
El aturdimiento de sir Arthur era evidente.
—Pero... creí que nos hallábamos a ocho de agosto. ¿He estado enfermo?
Phyllis se adelantó a responderle suavemente:
—Sí, has estado enfermo.
Él frunció el ceño.
—No lo entiendo. Me sentía perfectamente cuando me acosté anoche... si bien parece que no fue anoche. He soñado. Recuerdo que he soñado mucho —su ceño se contrajo sin esforzarse—. ¿Qué he soñado? ¡Ah...sí! Fue algo espantoso. Alguien me dijo que era un gato. ¡Sí, un gato! ¡Qué raro! En realidad no se trataba de un sueño de tantos. ¡Era algo más... horrible! No puedo precisar bien. Todo se esfuma cuando pienso.
Puse mi mano sobre su hombro.
—No piense, sir Arthur. Conténtese con... olvidar.
Me miró intrigado y asintió. Capté un suspiro de alivio en Phyllis. Habíamos llegado a la casa.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó de repente el enfermo.
—No se encuentra muy bien, querido —repuso la joven tras una pausa momentánea.
—¡Pobre! —en su voz había auténtica pena—. ¿Dónde está? ¿En su cuarto?
—Sí. Pero es mejor que no la moleste ahora —intervine yo.
Sentí cómo mis palabras morían heladas en mis labios. La puerta del saloncito verde se abrió para dar paso a lady Carmichael, envuelta en una bata.