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Sus ojos permanecieron fijos en Arthur, y si alguna vez he visto una mirada de culpabilidad y terror, fue entonces. De pronto se llevó la mano a la garganta.

Arthur avanzó hacia ella con infantil afecto.

—Hola, madre. ¿También te has caído? Lo siento.

Lady Carmichael retrocedió con los ojos dilatados. Luego, súbitamente, chilló como una alma condenada y se desplomó hacia atrás, en la puerta abierta.

Me acerqué a ella y la observé. Luego dije a Settle:

—De prisa; lleve a sir Arthur arriba y regrese de nuevo, ¡lady Carmichael está muerta!

Settle tardó muy poco en regresar.

—¿Qué fue? —preguntó.

—Shock —repuse fúnebremente—. ¡La impresión de ver a Arthur Carmichael, el verdadero Arthur Carmichael, vuelto a la vida! Diga si quiere, como yo prefiero llamarlo, castigo de Dios.

—¿Quiere usted decir...? —vaciló.

Le miré a los ojos y me comprendió.

—Una vida por otra —asentí.

—Pero...

—Un accidente extraño e imprevisto permitió que el espíritu de Arthur Carmichael volviese a su cuerpo —expliqué—. En realidad, había sido asesinado.

Settle me miró receloso.

—¿Con ácido prúsico? —me preguntó en voz baja.

—Sí; con ácido prúsico.

Settle y yo jamás hemos hablado de esto. No es probable que nadie lo creyera. Para todos, sir Arthur Carmichael sufrió de pérdida de memoria; lady Carmichael se laceró la garganta al parecer en un ataque de locura, y la aparición del gato gris fue pura imaginación.

Pero hay dos hechos injustificables. Uno es la silla desgarrada y el otro, aún más significativo, el catálogo de la biblioteca encontrado después de intensa búsqueda. El volumen que faltaba era un antiguo y curioso libro que versaba sobre metamorfosis de los seres humanos en animales.

Arthur nada sabe de lo sucedido. Phyllis ha cerrado con llave el secreto de aquellas semanas en su propio corazón, y jamás, estoy seguro, lo revelará al marido que tanto ama, y que regresó de la tumba al conjuro de su llamada.

La llamada de las alas

1

Silas Hamer se enteró de ello una ventosa noche de febrero. Él y Dick Borrow regresaban de una cena dada por Bernard Seldon, el especialista de nervios. Borrow había estado desacostumbradamente silencioso, y Silas le preguntó, no sin cierta curiosidad, en qué pensaba. La respuesta del otro fue inesperada.

—Pienso que sólo dos entre los reunidos esta noche eran felices. Y esos dos, extrañamente, somos usted y yo.

La palabra «extrañamente» se justificaba a sí misma, pues no había dos hombres más distintos entre sí que Richard Borrow, el dinámico pastor, y Silas Hamer, el complaciente hombre cuyos millones eran asunto de comidilla en todos los hogares.

—Es raro —musitó Borrow—. Pero usted es el único millonario satisfecho que conozco.

Hamer guardó silencio un momento. Cuando habló su tono era alterado.

—Antes he sido un desarrapado jovenzuelo vendedor de periódicos. Entonces soñaba con la posición que tengo ahora: comodidad, lujo y dinero. Eso si, nunca deseé dinero como fuente de poder, sino para gastarlo... en mi. Soy franco, ya lo ve. El dinero no lo puede todo, eso dicen. Quizá sea cierto. Sin embargo, me ayuda a obtener cuanto me gusta, y eso hace que me sienta satisfecho. Soy un materialista, Borrow, un soberbio materialista. ¡Lo sé!

La bien iluminada y amplia calle era testigo de su confesión. Las líneas de su cuerpo se perdían en el grueso abrigo de piel, mientras la blanquecina luz iluminaba los gruesos rollos de carne de su barbilla. En cambio, Dick Borrow era delgado, con rostro ascético y ojos de fanático.

—Es usted —dijo Hamer con énfasis— algo que no entiendo.

Borrow sonrió.

—Yo vivo en el centro de la miseria, de la necesidad y del hambre... Máximas enfermedades de la carne. Pero una visión constante me sostiene. No es fácil que lo entienda, a menos que crea usted en las visiones.

—No creo —dijo Silas—. Tampoco creo en nada que no pueda verse, oírse o tocarse.

—Exacto. Esa es la diferencia entre nosotros dos. Bien, adiós, la tierra me traga ahora.

Habían llegado a la iluminada puerta del metropolitano que debía usar Borrow para ir a su casa.

Hamer continuó solo, satisfecho de haber prescindido de su coche aquella noche y optado por regresar a pie. El aire soplaba cortante y helado, produciéndole una deliciosa y consciente sensación de bienestar el calor de su abrigo de piel.

Se detuvo un momento en el borde de la acera antes de cruzar la calzada. Vio un enorme autobús que se aproximaba, y con la gozosa tranquilidad de quien dispone de tiempo sobrado, esperó a que pasara. De haber querido cruzar antes de que llegase el vehículo, hubiera tenido que apresurarse, y esto lo consideraba de mal gusto.

De pronto, un borracho, escoria de la raza humana, bajó tambaleante de la acera. Hamer percibió un grito, el fuerte chirrido de los frenos del autobús y... con creciente horror, estúpidamente, sus ojos miraron hacia el montón de harapos en medio de la calzada.

Como por arte de magia, una multitud se congregó alrededor de dos policías y del conductor del vehículo. Sin embargo, los ojos de Hamer sólo veían la horrible y fascinadora quietud de aquel fardo sin vida que habla sido un hombre; ¡un hombre como él mismo! Un estremecimiento helado subió por su espina dorsal.

—No se culpe, jefe —dijo alguien de aspecto zafio a su lado—. Usted no hubiera podido evitarlo.

Hamer lo miró. La posibilidad de salvar a aquel desgraciado, ciertamente, no se le había ocurrido. Se sacudió la absurda idea como si fuera propia de un loco. Eso hubiera hecho que él mismo... interrumpió el decurso de sus pensamientos y, sintiéndose enfermo, se apartó de la muchedumbre. Temblaba. Al fin, secreta e íntimamente, se confesó que temía a la muerte; a esa muerte que llega a terrible velocidad y es tan implacable ante el rico como el pobre.

Caminó más de prisa, si bien el nuevo temor no dejó de envolverlo en su frío sudario.

Esto le hizo irreconocible a sí mismo, ya que su naturaleza no era cobarde. Pensó que cinco años atrás no hubiera sido presa de tal miedo. Entonces la vida no era tan dulce. Sí, eso debía de ser; el amor a una vida muelle y de horizontes rosados... cuyo primer nubarrón acababa de aparecer, proyectando sobre él la sombra de la implacable muerte.

Abandonó la iluminada calle para seguir por un estrecho pasaje de altas paredes, que llevaba directamente a la plaza donde se bailaba su mansión, famosa por sus tesoros de arte.

El ruido de la calle se fue debilitando tras él, hasta que sólo captó el suave roce de sus propios pasos.

Súbitamente, de la oscuridad del callejón le llegó otro sonido. Sentado junto a una de las paredes, un hombre tocaba una flauta. Uno de tantos músicos callejeros, naturalmente, pero, ¿por qué había elegido aquel lugar? A semejantes horas de la noche la policía... Sus reflexiones murieron al advertir sobresaltado que el hombre carecía de piernas. Un par de muletas descansaban contra la pared. Hamer vio que no tocaba una flauta, sino un extraño instrumento cuyas notas eran mucho más altas.

El músico no se percató de su llegada. Mantenía la cabeza echada atrás, como si gozase su propia tocata, cuyas notas se sucedían generosas y alegres en interminable crescendo.

En realidad no se trataba de una pieza musical propiamente dicha, sino un extraño compás, semejante al lento giro de los violines de Rienzi, repetido una y otra vez, pasando de clave a clave, de armonía a armonía, pero siempre en crescendo.

Hamer nunca había escuchado una música igual. Tenía una extraña cualidad inspiradora y, al mismo tiempo, parecía elevar a uno. Hamer, sobrecogido, se agarro con ambas manos a la pared en busca de protección.