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De repente advirtió que la música había cesado. El hombre sin piernas cogía sus muletas. Y él, Silas Hamer, permanecía agarrado como un loco a un saliente de piedra, temeroso de ser arrebatado del suelo por una música que le empujaba hacia arriba.

Se rió de su propio miedo. ¡Qué absurda imaginación la suya! Sus pies no habían dejado de tocar el suelo. Sin embargo, ¡qué extraño y vivido realismo el de su sensación! El rápido «toc toc» de las muletas sobre el pavimento le recordó que el músico se alejaba. Siguió con la mirada al hombre hasta donde fue tragado por la oscuridad. ¡Vaya tipo!», se dijo.

Entonces caminó despacio, incapaz de borrar de su mente la sensación de la tierra al fallar debajo de sus pies.

Un repentino impulso lo precipitó hacia delante, en busca del desconocido. No podía estar muy lejos; lo alcanzaría. Tan pronto divisó la vacilante figura gritó:

—¡Eh! ¡Un momento!

El inválido se quedó inmóvil hasta que Hamer llegó a su altura. Una lámpara que ardía sobre su cabeza hizo visibles sus rasgos. Silas Hamer contuvo el aliento con involuntaria sorpresa. El hombre poseía la testa de belleza más singular que jamás viera! No era un mozalbete, y si bien tenía esa edad indefinible del hombre maduro, la juventud y el vigor destellaban en todo su ser.

Hamer no supo cómo iniciar la conversación. Luego de breves segundos, aunque trabajosamente, se decidió:

—Quisiera... quisiera saber qué... qué tocaba hace un momento.

La sonrisa del inválido pareció impregnar de alegría el mundo entero.

—Una tonada muy vieja —dijo—. Una tonada de muchos años atrás, de muchos siglos atrás.

Hablaba con extraña pureza y claridad. Evidentemente, no era inglés, y Hamer sintió el deseo de conocer su nacionalidad.

—Usted no es inglés. ¿De dónde procede?

Nuevamente la amplia y contagiosa alegría de su sonrisa bañó a Silas.

—De más allá del mar, señor. Llegué hace mucho tiempo, muchísimo tiempo.

—Veo que ha sufrido un grave accidente.. ¿Hace mucho de eso?

—Algún tiempo, señor.

—Ya es mala suerte perder ambas piernas.

—No lo crea —repuso el desconocido—. Eran malas.

Hamer le dio un chelín y se alejó vagamente intranquilo. «Eran malas». ¡Qué raras sonaban esas dos palabras en boca de un inválido! Quizá le operaron a consecuencia de una enfermedad.

Hamer se fue a su casa. Ya en el lecho intentó sacudirse el recuerdo de lo pasado. Al fin el plomo adormecente cayó sobre sus párpados, mientras un reloj vecino tocaba la una. Fue un golpe claro, y luego el silencio. Pero al silencio sucedió un amortiguado sonido familiar. Hamer también escuchó el galope de su corazón.

El hombre del pasaje volvía a tocar no lejos de allí. Sus notas llegaban alegres, invitativas. Cada vez se hacían más claras, como si fuesen ondas que se persiguen a través del espacio. Pero esas ondas empujaban a él, Silas Hamer, hacia el infinito.

No obstante, algo tiraba de su cuerpo hacia abajo. Y al mismo tiempo que ascendía impulsado por las notas, aquel algo lo arrastraba implacablemente a una sima.

Desde la cama observó la ventana frente a él. La respiración se le hizo difícil y dolorosa. Extendió un brazo fuera del lecho y el movimiento le pareció insufrible. La blandura de la cama se le antojó opresiva, como opresivos también eran los pesados cortinajes de la ventana que bloqueaban a la luz y el aire. El techo parecía presionar sobre él. Se movió un poco debajo de los cobertores, y la pesadez de su cuerpo fue la más opresiva de todas las sensaciones.

2

—Necesito su consejo, Seldon.

Seldon apartó un poco la silla de la mesa. Desde que se produjo la invitación, no había cesado de preguntarse cuáles serían los motivos que justificaban una cena para dos. Apenas había visto a Hamer desde el invierno, y aquella noche percibía un cambio indefinible en su amigo.

—Es algo tonto, lo sé —dijo el millonario—. Pero estoy preocupado conmigo mismo.

Seldon se sonrió mientras lo miraba por encima de la mesa.

—Su aspecto es saludable.

—No es eso —Hamer se detuvo un momento, y luego añadió quedamente—: Temo que me estoy volviendo loco.

El neurólogo alzó la cabeza, visiblemente interesado. Sin la menor prisa, se sirvió un vaso de oporto y preguntó suavemente:

—¿Qué se lo hace suponer?

—Algo que me ha sucedido. Algo inexplicable, increíble. No puede ser cierto; por eso me vuelvo loco,

—Cálmese —invitó Seldon—, y cuéntemelo.

—No creo en lo sobrenatural —empezó Hamer—. Jamás he creído. Pero esto... Bueno, es mejor que le cuente toda la historia desde el principio. Empezó el pasado invierno, una noche después de haber cenado con usted.

Entonces, breve y concisamente, le narró todos los sucesos que viviera camino de su casa.

—Aquello fue el principio. No sé explicar bien la sensación que experimento. Sólo sé que es maravilloso, distinto a todo lo sentido o soñado. Desde entonces se repite con mucha frecuencia. Oigo la música y empiezo a flotar y elevarme hasta que se produce la pugna de las dos fuerzas, una que me tira hacia arriba y otra hacia la tierra. Luego viene el dolor físico del despertar. Es como bajar de una alta montaña. ¿Conoce el dolor de oídos que produce? Pues bien, lo mío es esto, sólo que intensificado. A ello se une la terrible sensación de ser aplastado.

Después de una pausa continuó:

—Los criados ya me creen loco. No puedo soportar el tejado ni las paredes, y duermo en un lugar dispuesto en lo alto de la casa, a cielo abierto, sin muebles, cortinas ni alfombras. Aun así, las casas cercanas me oprimen del mismo modo. Prefiero el campo abierto, donde pueda respirar —miró a Seldon—. ¿Le encuentra explicación?

—Desde luego. Hay sobradas explicaciones. Usted ha sido hipnotizado o se ha autohipnotizado. Sus nervios están alterados. También puede que sea un simple sueño que se va repitiendo.

Hamer sacudió la cabeza.

—Ninguna de esas explicaciones sirve.

—Hay otras —repuso Seldon—; pero no gozan de mucho crédito.

—¿Las admite usted?

—En líneas generales, sí. Muchas cosas escapan a la comprensión humana y carecen de explicación. Entiendo que es mucho lo que ignoramos y no cierro mi mente a ellas.

—¿Qué me aconseja? —preguntó Hamer después de un breve silencio.

Seldon se inclinó hacia delante.

—Aléjese de Londres en busca de su «campo abierto». Los sueños pueden cesar.

—No lo deseo —contestó Hamer rápidamente—. He llegado al extremo de que no sé pasarme sin ellos, ni quiero.

—Lo comprendo. Hay otra alternativa: busque a ese sujeto, el inválido. Usted le atribuye toda clase de dones sobrenaturales. Háblele y quizá rompa su maleficio.

Hamer volvió a sacudir la cabeza,

—¿Por qué no? —preguntó Seldon.

—Tengo miedo.

El neurólogo hizo un gesto de impaciencia.

—No crea tan ciegamente en esas cosas. Pero dígame, la tonada, ¿qué le recuerda?

Hamer la tarareó y Seldon escuchó con el ceño fruncido.

—Recuerda la obertura de Rienzi. Es cierto que da la sensación de cosa que se remonta; si bien no advierto causa suficiente para sentirse alzado de la tierra. No obstante, esas suspensiones suyas, ¿son todas exactamente iguales?

—No, no —Hamer se inclinó hacia delante—. Parecen sometidas a una escala de progreso, pues cada vez soy consciente de algo nuevo. Es difícil explicarlo. Primero es como si llegase a un lugar desconocido, a impulsos de la música; aunque no directamente. Tengo la impresión de que las ondas se suceden y cada una me eleva un poco más, hasta que la última me sitúa en el punto más alto, de donde ya no puede pasarse. Permanezco allí algún tiempo, y luego otra fuerza me arrastra hacia abajo.