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Hamer se sonrió.

—Hasta el último penique que poseo.

¿Qué?

Hamer explicó los detalles con viveza comercial. La cabeza de Borrow daba vueltas.

—¿Piensa... piensa renunciar a toda su fortuna y... dedicarla a los pobres del barrio Este, nombrándome administrador?

—Exacto.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué?

—No puedo explicárselo —repuso Hamer lentamente—. ¿Recuerda nuestra charla sobre visiones el pasado febrero? Pues bien, una de esas visiones se ha posesionado de mí.

—¡Espléndido! —Borrow se inclinó hacia delante. Sus ojos brillaban de excitación.

—No hay nada particularmente espléndido en ello —dijo Hamer de no muy buen talante—. No me importa un pepino la miseria del barrio Este. Sus feligreses sólo necesitan decisión. Yo era pobre y logré zafarme a las dentelladas del hambre. Pero he de desembarazarme del dinero y no quiero darlo a esas tontas sociedades protectoras. Usted es un hombre de mi confianza. Alimente cuerpos o almas con él, me da lo mismo. Sin embargo, yo he pasado hambre y veo con mejores ojos lo primero.

—Es algo sin precedentes —tartamudeó Borrow.

—Bien, ya está todo dispuesto —continuó Hamer—. Los leguleyos acabaron al fin, y he firmado. Eso me ha tenido muy ocupado la última quincena. Es casi tan difícil desembarazarse de una fortuna como hacerla.

—¿Supongo que se habrá reservado algo?

—Ni un penique. Bueno, no es totalmente cierto. Tengo dos peniques en mi bolsillo —se rió.

Después de despedirse de su aturdido amigo, se adentró en las estrechas y malolientes calles. Las palabras que había pronunciado volvieron a él con una dolorosa sensación de pérdida. «¡Ni un penique!» ¡Toda su inmensa fortuna! Ahora temía la miseria, el hambre y el frío.

Sin embargo, era consciente de que la opresión había menguado al sentirse libre de las cosas terrenas. Los eslabones de su cadena le habían llegado, si bien ahora la libertad lo fortalecía.

Había un toque de otoño en el aire, y el viento soplaba helado. Hamer sintió el frío estremecedor y también síntomas de hambre. Las dos cosas parecieron escarbar el próximo futuro. Resultaba increíble que hubiese renunciado a la facilidad, la comodidad y el calor.

Su cuerpo gritaba impotente; pero entonces le llegó la agradable sensación de libertad.

Hamer vaciló ante la boca de una estación de metro. Tenía dos peniques en su bolsillo. ¿Por qué no ir en metro hasta el parque donde viera a los ociosos que dormitaban al sol? Creía sinceramente que estaba loco, pues la gente cuerda no hace lo que él había hecho. Ahora bien, su locura resultaba ser una cosa sorprendente y maravillosa.

Sí, iría al espacio abierto del parque. Además, hacerlo en el metro tenía una significación para él. Ese medio de locomoción representaba todos los horrores de la vida enterrada y oprimida. Como un hombre libre, saldría de su encierro para posesionarse de los amplios espacios verdes, donde los árboles anulaban la amenaza opresiva de las casas.

El ascensor le llevó velozmente abajo, y sintió el aire enrarecido. Se quedó en un extremo del andén, apartado de la masa humana. A su izquierda se abría la abertura del túnel por donde aparecería el tren, semejante a una serpiente. No había nadie cerca de él, excepto un muchacho acurrucado en un asiento.

Muy distante, oyó el amortiguado ruido del tren. El muchacho se levantó de su asiento y caminó hacia Hamer, quedándose cerca del borde del andén.

Sucedió tan rápidamente que casi le pareció increíble. El jovencito perdió el equilibrio y cayó.

Multitud de pensamientos se agolparon en el cerebro de Hamer. Entre ellos se materializó el informe revoltijo de harapos atropellado por el autobús, y oyó una voz que decía: «No se culpe, jefe. Usted no hubiera podido evitarlo.» Y esto le persuadió de que la vida del muchacho sólo podía ser salvada por él, Silas Hamer.

¡El tren se acercaba! De repente, una curiosa y tranquila lucidez mental vino a posesionarse de su espíritu.

No obstante, en aquel corto segundo, supo que su temor a la muerte persistía. Sí, tenía miedo; un miedo espantoso.

Para los aterrados espectadores del otro extremo del andén no hubo apenas separación de tiempo entre la caída del muchacho y el salto del hombre. Entonces vieron el tren en la curva anterior al andén, sin posibilidad de frenar.

Hamer cogió al muchacho en sus brazos. No le impulsaba ningún sentimiento heroico, pues su carne temblorosa obedecía la orden de un espíritu llamado al sacrificio. Con un último esfuerzo, empujó el cuerpo del joven por encima del andén, y luego se cayó sobre la vía.

De repente, murió todo su temor. El mundo ya no lo retenía. Estaba libre de sus cadenas. Por un momento creyó oír la tocata de Pan. Luego, más cerca y más alto a la vez, le llegó el alegre revoloteo de innumerables alas...

La última sesión

Raoul Daubreuil cruzó el Sena tarareando una cancioncilla. Era un apuesto ingeniero francés de unos treinta y dos años, con rostro saludable y pequeño bigote negro. Cuando estuvo en la vía Cardonet, penetró en la casa número diecisiete. La portera levantó la vista y le saludó.

—Buenos días.

Él contestó alegremente, y subió las escaleras hasta un apartamento del tercer piso. Mientras aguardaba después de tocar el timbre, tarareó de nuevo su tonadilla. Raoul Daubreuil sentíase especialmente alegre aquella mañana. Una anciana abrió la puerta y su arrugado rostro se iluminó al conjuro de una sonrisa, tan pronto reconoció a su visitante.

—Buenos días, monsieur.

—Buenos días, Elise.

Ya en el recibidor, se quitó los guantes.

—Madame me espera, ¿verdad? —preguntó por encima del hombro.

—Si monsieur quiere pasar al saloncillo, madame saldrá en seguida. En este momento descansa.

Raoul levantó la vista.

—¿No se encuentra bien?

—¡Bien!

Elise dio un resoplido, pasó por delante de Raoul y abrió la puerta del saloncillo. El joven entró allí seguido de la anciana.

¡Bien! —replicó ella—. ¿Cómo va a encontrarse bien? ¡Pobrecilla! ¡Sesiones, sesiones y más sesiones! Eso no es bueno, no es natural, ni el buen Dios lo quiere para nosotros. Opino, y lo digo sin rodeos, que eso es traficar con el demonio.

Raoul le dio unos golpecitos en el hombro, tranquilizador.

—Vamos, vamos, Elise. No se altere ni vea el demonio en todo cuanto no entienda.

Elise, dubitativa, sacudió la cabeza y refunfuñó:

—Muy bien. Pero diga lo que diga usted, a mí no me gusta. Madame cada día se vuelve más blanca y delgada, y le aumentan los dolores de cabeza —y alzando las manos prosiguió—: ¡Ah, no; no es bueno todo este asunto de espíritus! Estoy conforme con los espíritus, si los buenos están en el paraíso y los otros en el purgatorio.

—Su visión de la vida después de la muerte es maravillosamente simple, Elise —dijo Raoul, y se dejó caer en una silla.

—Soy una buena católica, monsieur —luego de santiguarse se encaminó a la puerta y se detuvo con la mano en el pomo—: ¿Cuando se hayan casado, monsieur —su voz era suplicante—, todo eso se habrá acabado?

Raoul le sonrió afectuoso.

—Es usted una criatura fiel, Elise, y amante de su dueña. No tema; cuando sea mi esposa, todo ese «asunto de espíritus», como usted lo llama, cesará. Madame Daubreuil no celebrará más sesiones.

Elise le sonrió agradecida.

—¿Es cierto lo que dice?

Él asintió gravemente.

—Sí —su respuesta fue más bien para sí mismo—. Sí, todo esto debe terminar. Simone está dotada de un don maravilloso y lo ha prodigado. Ya ha hecho su parte. Es cierto lo que usted ha dicho: día a día se vuelve más blanca y delgada. La vida de una médium está siempre sometida a una ardua prueba, que exige un terrible esfuerzo nervioso. De todos modos, Elise, su ama es la mejor médium de París; aun más, de Francia. Gentes de todas partes del mundo vienen a verla porque saben que no es un engaño.