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—Madame Simone me prometió una última sesión para hoy.

—Así es —intervino Simone, quedamente—, y estoy dispuesta a cumplir mi promesa.

—Y yo lo celebro, madame.

—Nunca falto a mi palabra —añadió Simone—. No temas, Raoul, es la última vez a Dios gracias.

Raoul corrió las pesadas cortinas delante de la alcoba, y también las de la ventana, de modo que la estancia quedó en penumbra. Señaló una silla a madame Exe, y se dispuso a sentarse en la otra.

—Perdón, monsieur; yo creo en su integridad y en la de madame Simone. De todos modos, con el fin de que mi testimonio sea más valioso, me tomé la libertad de traer esto conmigo.

De su bolso extrajo un trozo de cuerda fina.

—¡Madame! —gritó Raoul—. ¡Esto es un insulto!

—Una precaución, diría yo.

—¡Repito que es un insulto!

—No comprendo su objeción, monsieur. Si no hay truco, no tiene nada que temer.

—Puedo asegurarle que no temo a nada, madame. Está bien, áteme las manos y los pies, si quiere.

Sus palabras no produjeron el efecto esperado, pues madame Exe se limitó a decir sin emoción alguna.

—Gracias, monsieur —y avanzó con la cuerda en la mano.

Simone, situada detrás de la cortina, gritó:

—¡No, Raoul! ¡No dejes que lo haga!

Madame Exe se rió despreciativa.

—Madame tiene miedo.

—Recuerda lo que ha dicho, Simone —intervino Raoul—. Madame Exe tiene la impresión de que somos unos charlatanes.

—Quiero asegurarme, eso es todo —repuso la aludida.

Luego procedió metódicamente a ligar a Raoul a su silla.

—La felicito por sus nudos, madame —dijo irónico, tan pronto quedó atado—. ¿Está satisfecha ahora?

Ella no contestó. Pero sí inspeccionó minuciosamente la sala. Después cerró la puerta, se guardó la llave y regresó a su puesto.

—Bien —exclamó decidida—. Ahora estoy dispuesta.

Pasaron varios minutos antes de que se oyera detrás de la cortina la respiración de Simone, más pesada y estentórea. Seguidamente se percibieron una serie de gemidos, seguidos de un corto silencio, roto por el repentino tamborileo de la pandereta. El cuerpo fue tirado de la mesa al suelo, al mismo tiempo que se producía una risa irónica. Las cortinas de la alcoba se entreabrieron un poco, y la figura de la médium se hizo visible, con la cabeza caída sobre el pecho.

De repente, madame Exe contuvo el aliento. Un arroyo de niebla, semejante a una cinta, salía de la boca de la médium. La niebla se condensó, y empezó gradualmente a tomar la forma de una niña de corta edad.

—¡Amelia! ¡Mi pequeña Amelia!

El susurro procedía de madame Exe. La nebulosa figura se materializó aún más. Raoul miraba casi incrédulo. Jamás había presenciado un éxito tan grande.

Allí, frente a él, una niña de carne y hueso se había hecho realidad.

De pronto, se oyó la suave voz infantil.

Maman!

Madame Exe medio se levantó de su asiento, al mismo tiempo que gritaba:

—¡Hijita mía! ¡Hijita mía!

Raoul intranquilo y temeroso, exclamó:

—¡Cuidado, madame!

La criatura se movió vacilante hacia las cortinas, y se quedó allí con los brazos extendidos.

Maman! —repitió.

Madame Exe volvió a medio levantarse de su silla exclamando sordamente:

—¡Oh!

Raoul, asustado, gritó:

—¡Madame! ¡La médium!

Pero madame Exe pareció no enterarse.

—Quiero tocarla —dijo.

Tan pronto avanzó un paso, el joven suplicó:

—¡Por lo que más quiera, madame, contrólese!

Ella no le oía.

—¡Siéntese! —gritó aterrado.

—¡Mi querida! ¡Quiero tocarla!

—Madame, le ordeno que se siente. ¡Siéntese! —volvió a gritar, desesperado.

Raoul luchó denodadamente contra sus ligaduras. Fue inútil, ya que madame Exe había realizado bien su labor. La terrible sensación de inminente desastre, casi lo enloqueció.

—¡Madame! ¡Siéntese! —-vociferó, perdido el control de sus nervios—¡Tenga piedad de la médium!

Ella, indiferente a la angustia del hombre, y sumida en gozoso éxtasis, alargó un brazo y tocó la pequeña figura en pie junto a la cortina. La médium exhaló un sobrecogedor grito.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —imploró Raoul—. ¡Compadézcase de la médium!

Madame Exe se volvió hacia él.

—¿Qué me importa a mí la médium? ¡Quiero a mi hija!

—¿Está usted loca?

—¡Mi hija! ¡Es mía! ¡Mía! Mi propia carne y sangre. Es mi pequeña que vuelve a mí del mundo de los muertos.

Raoul abrió sus labios, pero no logró decir palabra. ¡Aquella mujer estaba loca! Era inútil suplicar piedad a un ser dominado por su propia pasión.

Los labios de la niña volvieron a entreabrirse, y, por tercera vez, se oyó su voz:

Maman!

—¡Ven, pequeñita mía! —gritó la madre.

Luego, sin más preámbulos, cogió a su hija en sus brazos. Detrás de las cortinas se produjo un prolongado gritó de extrema agonía.

—¡Simone! —llamó Raoul—. ¡Simone!

Madame Exe pasó precipitadamente por delante de él, abrió la puerta, y sus pasos se perdieron en las escaleras.

Detrás de la cortina aún sonaba el terrible y prolongado grito; un grito como Raoul jamás había oído. Luego se desvaneció en una especie de gorgoteo, roto por el golpe de un cuerpo al desplomarse.

El joven luchó como un loco, y sus ligaduras se partieron al fin. Mientras se ponía en pie, Elise apareció gritando:

—¡Madame!

—¡Simone! —dijo Raoul.

Juntos se precipitaron a la cortina, y la separaron.

Raoul retrocedió.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Roja... toda rojal

Elisa, temblorosa, exclamó:

—¡Madame está muerta! Monsieur, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué madame ha quedado disminuida a la mitad de su tamaño? ¿Qué ha sucedido?

—Lo ignoro.

Durante breves segundos permanecieron callados, sobrecogidos de espanto. Al fin, Raoul gritó:

—¡No lo sé! ¡No lo sé! Creo que me vuelvo loco. ¡Simone! ¡Simone!

La muñeca de la modista

La muñeca descansaba en la gran silla tapizada de terciopelo. No había mucha luz en la estancia, pues el cielo de Londres aparecía oscuro. En la suave y gris penumbra se mezclaban los verdes de las cortinas, tapices, tapetes y alfombras. La muñeca, cuya cara semejaba una mascarilla pintada, yacía sobre sus ropas y gorrito de terciopelo verde. No era la clásica que acunan en sus bracitos las niñas. Era un antojo de mujer rica, destinada a lucir junto al teléfono, o entre los almohadones de un diván. Y así permanecía nuestra muñeca, eternamente fláccida, a la vez que extrañamente viva.

Sybil Fox se apresuraba en terminar el corte y preparación de un modelo. De modo casual sus ojos se detuvieron un momento en la muñeca, y algo extraño en ella captó su interés. No obstante, fue incapaz de saber qué era, y en su mente se abrió una preocupación más positiva.

«¿Dónde habré puesto el modelo de terciopelo azul? —se preguntó—. Estoy segura de que lo tenía aquí mismo.»

Salió al rellano y gritó:

—¡Elspeth! ¿Tienes ahí el modelo azul? La señora Fellows está al llegar.

Volvió a entrar y encendió las lámparas. De nuevo miró la muñeca.

—Vaya, ¿dónde diablos estará...? ¡Ah aquí!

Recogía el modelo cuando oyó el ruido peculiar del ascensor que se detenía en el rellano, y, al momento, la señora Fellows entró acompañada de su pekinés, que bufaba alborotador, como un tren de cercanías al aproximarse a una estación pueblerina.

—Vamos a tener aguacero —dijo la dama—. Y será un señor «aguacero».

Se quitó de un tirón los guantes y el abrigo de piel.