Entonces entró Alicia Coombe, como siempre hacia cuando llegaban clientes especiales, y la señora Fellows lo era.
Elspeth, la encargada del taller, bajó con el vestido y Sybil se lo puso a la señora Fellows.
—Bien —dijo Sybil—. Le cae estupendo. Es un color maravilloso, ¿no le parece?
Alicia Coombe se recostó en su silla, estudiando el modelo.
—Sí —exclamó—. Es bonito. Realmente es todo un éxito.
La señora Fellows se volvió de medio lado y se miró al espejo.
—Desde luego, sus vestidos hacen algo en la parte baja de mi espalda.
—Está usted mucho más delgada que tres meses atrás —aseguró Sybil.
—No —dijo ella—, si bien es cierto que lo parezco. En realidad esa sensación la producen sus modelos. Disimulan muy bien mis caderas —suspiró mientras se alisaba las protuberancias de su anatomía—. Siempre ha sido mi pesadilla. Durante años he intentado disimularlo atiesándome. Ahora ya no puedo hacerlo, pues tengo tanto estómago como... Tendrá usted que tener en cuenta ambas cosas, ¿podrá?
—Me gustaría que viese a otras clientes.
La señora Fellows seguía examinándose.
—El estómago es peor —dijo—. Se ve más. Claro que eso puede parecérnoslo porque al hablar con la gente les damos la cara y entonces no ven la espalda. De todos modos he decidido vigilar mi estómago y dejar que lo otro se apañe solo —Estiró un poco más el cuello para contemplarse, y exclamó de repente—: ¡Oh, esa muñeca me ataca los nervios! ¿Desde cuándo la tienen?
Sybil miró insegura a Alicia, que parecía esforzarse en recordar.
—No lo sé exactamente. Hace bastante tiempo... nunca me acuerdo de las cosas. Es terrible lo que me ocurre, sencillamente no puedo recordar! Sybil, ¿desde cuándo la tenemos?
—No lo sé.
—Es lo mismo; no se preocupen —intervino la señora Fellows—. De todos modos seguirá estropeando mis nervios. Parece vigilarnos y reírse de nosotras desde su envoltorio de terciopelo. Yo me desembarazaría de ella si fuese mía.
Dicho esto acusó un ligero estremecimiento. Luego se puso a discutir sobre detalles de costura. ¿Era evidente acortar las mangas una pulgada? ¿Y el largo? Después que fueron solucionados tan importantes puntos, la señora Fellows se vistió sus prendas y se dispuso a marcharse. Al pasar por delante de la muñeca, volvió la cabeza.
—No —dijo—. No me gusta la muñeca. Da la sensación de ser algo vivo; de ser algo que impone su presencia. No; decididamente, no me gusta.
—¿Qué quiso decir? —preguntó Sybil mientras la señora Fellows descendía las escaleras.
Antes de que Alicia pudiera contestar, la señora Fellows asomó la cabeza por la puerta.
—¡Cielos! Me olvidé de Fou-Ling. ¿Dónde estás, príncipe?
Las tres mujeres miraron a su alrededor. El pekinés se hallaba sentado junto a la silla de terciopelo verde. Sus ojos permanecían fijos en la fláccida muñeca, sin que denotase placer o resentimiento. Simplemente miraba.
—Ven aquí, tesoro de mamita.
El tesoro de mamita no hizo caso.
—Cada día se vuelve más desobediente —explicó su dueña como si alabase una virtud—. Vamos, tesorito. Cariñito.
Fou-Ling volvió la cabeza una pulgada y media hacia ella, y con manifiesto desdén continuó observando la muñeca.
—Mi pequeño Fou-Ling está muy impresionado. No recuerdo que le haya sucedido eso antes. Le ocurre lo mismo que a mí. ¿Estaba la muñeca aquí la última vez que vine?
Las dos mujeres se miraron. Sybil mantenía fruncido el ceño, y Alicia, al responder, hizo otro tanto.
—Ya le dije que... no sé, no logro acordarme de nada. ¿Cuánto hace que la tenemos, Sybil?
—¿Cómo llegó aquí? —preguntó la señora Fellows—. ¿La compraron ustedes?
—Oh, no —Alicia pareció sorprenderse ante la idea—. Oh, no. Supongo que alguien me la regalaría —Desalentada, denegó con la cabeza antes de continuar—: Resulta enloquecedor que todo se vaya de la mente cuando una intenta recordar.
—Anda, vamos; no seas estúpido, Fou-Ling. ¡Vamos, camina! Vaya, tendré que cogerte en brazos.
Y en los brazos de su dueña, Fou-Ling emitió un corto ladrido de protesta, antes de salir de la estancia con la cabeza vuelta hacia la silla.
—¡Esa muñeca rompe mis nervios! —exclamó la señora Groves.
La señora Groves era la asistenta. Había acabado de fregar el suelo, moviéndose como los cangrejos. Entonces se hallaba en pie, y con un trapo sacudía el polvo de los muebles.
—¡Qué cosa más extraña! —continuó—. Nadie advirtió su presencia hasta ayer. Y sucedió de repente, como usted misma me dijo.
—¿No le gusta? —preguntó Sybil.
—¡No! Ya lo he dicho: me rompe los nervios. Es... es antinatural, si me entiende lo que quiero decir. Sus largas piernas colgantes, el modo de yacer y la mirada astuta de sus ojos impresionan.
—Nunca se ha quejado de ella —dijo Sybil, sorprendida.
—Créame, hasta hoy me ha pasado inadvertida. Sí, ya sé que lleva tiempo aquí, pero... —enmudeció mientras en su rostro se reflejaba una expresión de miedo—. Parece una de esas criaturas terroríficas que una sueña a veces.
La señora Groves recogió sus utensilios de limpieza y se dio prisa en abandonar la salita de pruebas.
Sybil miró la muñeca y no pudo evitar una oprimente sensación inexplicable. La entrada de Alicia distrajo su atención.
—Señorita Coombe, ¿desde cuándo tiene usted esta muñeca?
—¿La muñeca? Querida, ya sabe que no recuerdo las cosas. Ayer... ¡qué absurdo! Ayer quise asistir a una conferencia y no había recorrido la mitad de la calle cuando advertí que no recordaba donde iba. Después de mucho pensar me dije que sería a casa Fortnums. Había algo que deseaba comprar allí —Se pasó la mano por la frente—. Le será difícil creerme, y, sin embargo, es verdad. Cuando tomaba el té en casa me acordé de la conferencia. Ya sé que la gente se vuelve desmemoriada con los años, pero a mí me ocurre demasiado pronto. Ahora mismo no sé dónde he puesto el bolso... y mis gafas. ¿Dónde puse las gafas? Las tenía hace un momento, ¡leía algo en el Times!
—Las gafas están en la repisa de la chimenea —dijo Sybil dándoselas—. ¿Desde cuándo está aquí la muñeca? ¿Quién se la regaló?
—Son dos respuestas en blanco. Alguien debió de enviármela supongo. Es raro, pero todos parecen extrañar su presencia aquí.
—Desde luego. Sí, resulta curioso; yo misma soy incapaz de acordarme cuando la vi por vez primera.
—No se vuelva como yo —exclamó Alicia—. Usted es joven todavía.
—Esto no remedia mi falta de memoria, señorita Coombe. Ayer, al fijarme en ella, pensé que tenía algo... algo impalpable. Creo que la señora Groves está en lo cierto. La muñeca rompe los nervios de cualquiera. Y él caso es que ayer fui consciente de que esa sensación de captar un no sé qué en la muñeca, la he sentido antes, si bien no recuerdo en qué momento. En realidad es como si nunca la hubiese visto, y de pronto descubriese su presencia, segura de conocerla hace mucho tiempo.
—Quizá un día entró volando por la ventana subida en una escoba —dijo Alicia—. Bien, el caso es que está aquí, y es nuestra. —Miró a su alrededor, antes de añadir—: No sabría imaginarme la habitación sin ella. ¿Y usted?
—Tampoco —repuso Sybil, acusando un ligero estremecimiento—. Pero me gustaría poder...
—Poder, ¿qué? —preguntó Alice.
—Imaginar la habitación sin ella.
—¡Caramba! ¡Todos se ponen tontos con la muñeca! —exclamo Alicia, no de muy buen talante—. ¿Qué hay de malo en la pobre? Bueno, quizá parezca una col marchita. No, no es eso. La veo así porque no llevo puestas las gafas—. Se las colocó sobre la nariz y miró la muñeca—: Sí, desde luego causa cierta sensación nerviosa. Tal vez sea su mirada triste, aunque burlona.