—Sorprende —dijo Sybil—, que la señora Fellows se sintiera molesta con ella, precisamente hoy.
—Es una mujer que nunca oculta lo que piensa —repuso Alicia.
—Conforme —insistió la otra—; pero lo extraño es que fuese hoy, como si antes no la hubiese visto.
—La gente suele profesar antipatías repentinas.
—Sí, es un aserto irrefutable. ¡Quién sabe! Posiblemente no estaba aquí ayer, y sea cierto que entró por la ventana como usted dijo.
—¡Oh, no, querida! —repuso Alicia—. Eso fue una broma. Yo sé que está en su silla desde hace mucho tiempo. Sólo que hasta ayer no se hizo visible.
—Sí, es una seguridad dormida en nuestro subconsciente. Desde luego hace tiempo que nos hace compañía, si bien hasta ahora no nos hemos percatado de su presencia.
—¡Oh, Sybil! ¡Olvidémoslo! Me da escalofríos. ¿Supongo que no intenta construir una historia sobrenatural, ¿verdad?
Cogió la muñeca, la sacudió, arreglo sus hombros y volvió a sentarla en otra silla. La muñeca se movió ligeramente, hasta quedar en una postura de relajamiento.
—¡Qué cosa más sorprendente! —exclamó Alicia, mirándola—. Es una cosa sin vida, y, no obstante, parece que la tiene.
—¡Me ha descompuesto! —dijo la señora Groves, mientras quitaba el polvo de la habitación destinada a exposición—. Me temo que no me quedan ganas de volver al probador.
—¿Quién la ha descompuesto? —preguntó Alice, que se hallaba sentada en un escritorio situado en un ángulo repasando varias cuentas—. Esta mujer —ahora hablaba para ella misma y no para la señora Groves—, piensa que tendrá dos vestidos de noche, tres de cocktail y otro de calle para todos los años sin pagar un solo penique.
—¿Quién ha de ser? ¡Esa muñeca! —gritó la asistenta.
—¡Vaya! ¿Otra vez la muñeca?
—¿No la ha visto sentada al pupitre que hay en el probador, como si fuera un ser humano? ¡Me descompuso!
—¿De qué habla usted, señora Groves? —preguntó Alicia.
Ésta se puso en pie, cruzó la estancia y el recibidor y penetró en el salón de pruebas. La muñeca, como si fuera de carne y hueso, permanecía sentada en una silla, arrimada al pupitre, sobre el cual descansaban sus largos y fláccidos brazos.
—Alguien ha querido gastarme una broma —dijo Alicia—. Pero hay, tanta naturalidad en ella que parece estar viva.
En aquel momento Sybil bajaba las escaleras del taller, con un vestido que debía de ser probado aquella mañana.
—Venga Sybil, y verá la muñeca sentada a mi pupitre, escribiendo cartas.
Las dos mujeres se miraron.
—Me gustaría saber quién la ha colocado ahí, ¿Fue usted?
—No —contestó Sybil—. Quizá haya sido una de las chicas.
—Una broma estúpida, de veras —se quejó Alicia.
Cogió la muñeca del pupitre y la echó encima del sofá.
Sybil colocó el vestido sobre una silla, y, luego, se fue al taller.
—¿Conocéis la muñeca de terciopelo que hay en el salón de pruebas? —preguntó.
La encargada y tres chicas alzaron la vista.
—¿Quién gastó la broma de sentarla al pupitre, esta mañana?
Las tres chicas se miraron unas a otras, y Elspeth, la encargada, exclamó sorprendida:
—¿Sentarla al pupitre? ¡Yo no!
—Ni yo —dijo una de las chicas—. ¿Fuiste tú, Marlene?
La aludida sacudió la cabeza.
—¿No será una broma suya, Elspeth?
El aspecto sombrío de la encargada no inducía a suponerla amiga de bromas, y mucho menos cuando tenía la boca llena de alfileres.
—No, desde luego que no. Me sobra trabajo para entretenerme en jugar con muñecas.
—Bueno —intervino Sybil, a quién sorprendió el temblor de su propia voz—. Después de todo es una broma bastante simpática. Me gustaría saber quién lo hizo.
Las tres muchachas se defendieron.
—Se lo hemos dicho, señorita. Ninguna de nosotras lo hizo, ¿verdad Marlene?
—Yo no —afirmó ésta—. Y si Nillie y Margaret dicen que tampoco, pues ninguna de nosotras ha sido.
—Ya ha escuchado antes mi respuesta —dijo Elspeth—. ¿A santo de que viene todo esto? ¿No habrá sido la señora Groves?
Sybil denegó con un gesto de cabeza.
—No; ella no se hubiese atrevido; está asustada.
—Bajaré a ver la muñeca —dijo Elspeth.
—Ya no está en el mismo sitio —informó Sybil—. La señorita Coombe la quitó del pupitre y la puso en el sofá. Pero alguien tuvo que ponerla en la silla. En realidad, su aspecto es gracioso, y no comprendo por qué se oculta quien lo hizo.
—Señorita Fox; lo hemos negado dos veces —habló Margaret—. ¿Por qué se empeña en que mentimos? Ninguna de nosotras hubiera hecho una cosa tan tonta.
—Lo siento —se excusó Sybil—. No quise ofenderlas. ¿Quién pudo ser?
—Quizá fue ella sola —aventuró Marlene, que se puso a reír.
Sybil no agradeció la sugerencia.
—Está bien. Olvidemos lo sucedido —dijo antes de bajar de nuevo las escaleras.
Alicia tarareaba una cancioncilla mientras buscaba algo a su alrededor.
—He vuelto a perder mis gafas —explicó a Sybil—. No importa, en realidad no quiero ver nada en este momento. Lo malo para una persona tan ciega como yo, es que si pierde las gafas y carece de otro par de reserva, nunca logrará hallar las primeras.
—Las buscaré yo —se ofreció Sybil—. Las tenía hace un momento.
—Fui a la otra habitación cuando usted fue arriba. Quizá me las olvidé allí. Es una lata eso de las gafas. Quiero seguir con esas cuentas, ¿cómo lo haré si no las encuentro?
—Iré a su dormitorio a buscarle el otro par.
—Sólo tengo el par que uso.
—¿Qué ha hecho de las otras?
—No lo sé. Creía haberlas olvidado ayer en el restaurante. Pero me informaron por teléfono que no están allí. También llamé a dos tiendas, donde estuve de compras.
—Oh, querida; necesita tres pares.
—Sí, y entonces me pasaré la vida buscándolos. Es mejor tener un solo par.
—Bueno, en alguna parte han de estar —dijo Sybil—. No ha salido usted de estas dos habitaciones. Si no aparecen aquí, han de estar en el probador.
Sybil se encaminó a la otra sala, y tras detenida búsqueda infructuosa, se le ocurrió levantar la muñeca del sofá.
—¡Ya las tengo! —gritó.
—¿Dónde estaban Sybil?
—Debajo de nuestra preciosa muñeca. Supongo que las dejaría en el sofá al ponerla allí.
—No; estoy segura de no haberlo hecho.
—Entonces se las quitaría ella.
—¡Quién sabe! —dijo Alicia, mirando la muñeca—. Parece muy inteligente.
—No me gusta su cara —afirmó Sybil—. Da la impresión de saber algo que nosotros ignoramos.
—Su aspecto es triste y a la vez dulce —comentó Alicia.
—¡Oh! Yo no advierto la más mínima dulzura en ella.
—¿No? Quizá tenga razón. Bueno, sigamos con el trabajo. Lady Lee vendrá antes de diez minutos y quiero acabar estas facturas y mandarlas al correo.
—¡Señorita Fox! ¡Señorita Fox!
—¿Qué pasa, Margaret? ¿Qué ocurre?
Sybil cortaba una pieza de género de satén sobre la mesa de trabajo.
—¡Oh, señorita Fox! Se trata de la muñeca. Bajé el vestido castaño y vi la muñeca sentada delante del pupitre. ¡Yo no he sido, ni las otras chicas! Por favor, créame, nosotros no haríamos una cosa así.
Las tijeras de Sybil se desviaron un poco.
—¡Vaya! —exclamó enojada—. Mire lo que me ha hecho hacer. Espero que podrá arreglarse. Bueno, ¿qué pasa con la muñeca?
—Vuelve a estar sentada ante el pupitre.
Sybil bajó al probador. La muñeca se hallaba sentada al pupitre, exactamente como antes.
—Eres muy decidida, ¿eh? —dijo a la muñeca.
La cogió sin contemplaciones y la echó encima del sofá.