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—Creo que sí —comentó pensativa, Sybil—. Creo que sí lo advertí. Hace mucho tiempo que tengo la sensación de que nos odia y quiere echarnos de allí.

—Es muy cruel —aseguró Alicia—. Bueno, desde ahora podrá vivir satisfecha.

Durante algunos días hubo paz en el taller de modistas. Alicia explicó al resto del personal que había renunciado temporalmente al probador, pues eran demasiadas habitaciones para limpiar todos los días.

Eso no evitó que aquella misma tarde una de las obreras dijese a otra compañera:

—Realmente está ida la señorita Coombe. Siempre me pareció algo rara; sobre todo cuando pierde las cosas y las olvida. Ahora se pasa de la raya. ¡Mira que tenerle ojeriza a la muñeca!

—¿No temes que se vuelva loca —preguntó la otra—, y un mal día nos apuñale, o intente algo parecido?

Alicia, que las oyó, sentóse indignada en su silla. «¿Qué yo estoy ida?» —se preguntó—. Luego, furiosa, dijo en voz alta:

—En realidad, si no fuera por Sybil, creería que es verdad. Ella y la señora Groves temen como yo, que hay algo en la muñeca.

Tres semanas más tarde Sybil dijo a Alicia:

—Es necesario que entremos en el probador.

—¿Para qué?

—Debe hallarse muy sucio. Además, las polillas atacarán cuanto hay allí dentro. Sería mejor barrer y quitar el polvo, y luego cerrar de nuevo.

—Prefiero que siga como está antes de entrar otra vez.

—Es usted más supersticiosa que yo —dijo Sybil.

—Eso parece —contestó Alicia—. En cierto modo, al principio me divertía. Sin embargo, bien se ve que soy más crédula que usted. Realmente estoy asustada, y prefiero no entrar en esa habitación.

—En tal caso, entraré sola —afirmó Sybil.

—Muy bien. Pero confiese que lo hace por simple curiosidad.

—Tiene usted razón. Me siento curiosa. Quiero ver qué ha hecho la muñeca.

—Sería mejor no molestarla. Desde que la dejamos sola parece estar satisfecha. ¿Para qué perturbar su tranquilidad? —Alicia suspiró hondamente—. ¡Qué bobadas decimos!

—¿Seguro que son bobadas? En todo caso es ella quien nos obliga a decirlas. Y... ¡déme la llave!

—¡Está bien; está bien!

—¿Teme que salga de la habitación o algo parecido? Si es capaz de eso, también podría atravesar puertas y ventanas.

Sybil abrió el probador.

—¡Qué cosa más extraña! —dijo.

—¿Qué pasa? preguntó Alicia, mirando por encima del hombro de Sybil.

—Apenas hay polvo. Y, lógicamente, después de tan tiempo tendría que haberlo.

—Sí, es raro.

—¡Mírela! —invitó Sybil.

La muñeca se hallaba en el sofá. En vez de fláccida, aparecía erguida con un cojín detrás de ella, mostrando ese aire inconfundible de quien se sabe dueña y señora de su casa. Por su actitud, cualquiera hubiese creído que esperaba visita.

—Ya lo ve —dijo Alicia—. Parece encontrarse en su hogar. Casi siento la necesidad de pedir excusas.

—Vámonos.

Sybil volvió a cerrar la puerta.

Las dos mujeres se miraron, visiblemente temerosas.

—Me gustaría saber por qué nos asusta tanto —dijo Alicia.

—¡Cielos! ¿y quién no se asustaría? —preguntó la otra.

—Bueno, pero después de todo, ¿qué es lo que sucede? ¡Nada; absolutamente nada! Sólo se trata de una especie de marioneta que se mueve a su antojo por la habitación.

—¿Y si no es ella? ¿Y si fuera obra de un prestidigitador?

—¡Quién lo sabe!

—No, seguro que no es eso. Es... la muñeca.

—¿Está segura de que ignora su procedencia, señorita Coombe?

—No tengo ni la menor idea. Y cuanto más lo pienso, más me afianzo en la creencia de que ni la compré ni me la regalaron. Para mí, es que vino sola.

—¿Y se irá algún día del mismo modo que vino?

—¿Por qué ha de irse? Ha logrado cuanto deseaba.

Sin embargo, la muñeca no debía de haber conseguido cuanto deseaba. Pues, al día siguiente, Sybil, al entrar en el salón de exposiciones, se quedó con la boca abierta. Luego gritó por el hueco de las escaleras.

—¡Señorita Coombe! ¡Señorita Coombe; baje en seguida!

—¿Qué ocurre?

Alicia, que se había levantado tarde, descendió cojeando pues sentía dolor reumático en la rodilla derecha.

—¿Qué pasa, Sybil?

—¡Véalo usted misma!

Desde el umbral del salón, Alicia contempló la muñeca, que aparecía sentada en un sillón, tranquilamente apoyada contra el brazo del mismo.

—Ha salido —susurró Sybil—. Se ha salido del probador. Seguro que ahora quiere adueñarse de este salón.

Alicia se sentó junto a la puerta.

—No me extrañaría que piense en quedarse con todas las dependencias.

—Podría ser —dijo Sybil.

—¡Desagradable y perversa muñeca! —gritó Alicia—. ¿Por qué nos fastidias? ¡No te queremos!

Tanto ella como Sybil creyeron percibir que se movía. Fue algo parecido a un relajamiento de sus miembros de trapo. El largo brazo que descansaba en el sofá, medio le ocultaba el rostro, como si las observase astuta y maliciosamente.

—¡Criatura horrible! —volvió a-gritar Alicia—. ¡No puedo soportarte! ¡No puedo soportarte más!

Su acción sorprendió a Sybil. Corrió al interior de la estancia, cogió la muñeca, se fue a la ventana, la abrió y tiró el manojo de trapos a la calle.

Sybil, asustada, no pudo reprimir un grito:

—¡Alicia! ¿Qué ha hecho? Estoy segura de que no debió hacerlo.

Luego se unió a ella en la ventana. Sobre el pavimento, la muñeca yacía boca abajo.

—¡La ha matado! —dijo entrecortadamente Sybil.

—¡No sea absurda! ¿Cómo puedo matar una cosa de terciopelo y seda?

—Es horriblemente real —murmuró Sybil.

—¡Cielos! Aquella niña...

Una niña de corta edad, mal vestida, se paró junto a la muñeca en la acera. Miró arriba y abajo de la calle, que apenas tenía tránsito en aquella hora de la mañana, si bien pasaban algunos coches; luego, como satisfecha de su inspección, recogió la muñeca y echó a correr.

—¡Párate! ¡Párate! —gritó Alicia.

Ésta se volvió a Sybil.

—¡Esa niña no debe llevarse la muñeca! ¡No debe! Esa muñeca es peligrosa... Tenemos que evitarlo.

En aquel momento tres taxis circulaban por una dirección y dos camiones por la otra. La niña tuvo que detenerse en una isla en el centro de la calzada. Sybil bajó presurosa las escaleras, seguida de Alicia. Sortearon un par de vehículos, y, al fin, llegaron a la isla antes de que la niña cruzase al lado opuesto.

—No puedes llevarte esa muñeca —dijo Alicia—. Devuélvemela.

La niña, delgada, de unos ocho años y algo bizca, la miró desafiadora.

—¿Por qué tengo que dársela? Usted la tiró por la ventana, ¿no? Yo vi como lo hacía. Si usted la tiró por la ventana es que no la quiere. ¡Ahora es mía!

—Te compraré otra —ofreció Alicia—. Iremos a la tienda de juguetes que tú digas, y te compraré la mejor muñeca que tengan. Pero devuélveme ésta.

—¡No!

La niña estrechó protectoramente en sus brazos a la muñeca de terciopelo.

—Tienes que devolvérsela —dijo Sybil—. No es tuya.

Quiso arrebatársela, pero la pequeña dio una patada en el suelo, y les gritó:

—¡No! ¡No! ¡No! Es bien mía. La quiero. Ustedes no la quieren. La odian. Si no la odiaran no la hubieran tirado por la ventana. Yo la quiero, y eso es lo que ella necesita; que la amen.

Luego se deslizó como una anguila entre los vehículos y cruzó la calle, siguió por una callejuela, y desapareció antes de que las dos mujeres se atreviesen a cruzar.

—Se ha ido —exclamó Alicia desalentada.

—La muñeca necesita que la amen —repitió Sybil.

—Puede que sea verdad. Quizá sea cuanto quiso la pobre; ser amada.

En el centro de una calle londinense, dos mujeres se miraron asustadas.