—Pasaremos la noche allí. El viaje comprende una excursión por Dartmoor, comida en Monkhampton y llegada a Charlock Bay a eso de las cuatro. El coche inicia el regreso a las cinco.
—¡Vaya! —exclamó Poirot—. ¿Y hay gente que hace eso por placer? Supongo que lograremos una reducción de tarifa, puesto que no haremos el viaje de vuelta.
—Me temo que no podrá ser.
—Insista.
—Vamos, Poirot. No sea mezquino.
—Amigo mío, no soy mezquino. El negocio es negocio. Si fuera millonario nunca pagaría más de lo justo.
Como yo había previsto, el deseo de Poirot no pasó de un intento. El empleado que despachaba los billetes en la oficina Speedy resultó ser inconmovible. Según nos dijo, era obligatorio el retorno. Es más, incluso nos insinuó que tendríamos que pagar un recargo por el privilegio de abandonar el coche en Charlock Bay. Derrotado, Poirot abonó el importe del viaje completo y salimos de la oficina.
—Los ingleses carecen del sentido de la economía —gruñó—. ¿Observó al joven que pagó la tarifa y el recargo porque piensa quedarse en Monkhampton?
—Pues no... en realidad...
—Ya —me interrumpió—. Miraba a la guapa señorita que reservó el asiento número cuatro, junto a los nuestros. Sí, amigo mío; le vi. Y estuve a punto de elegir los asientos trece y catorce, situados en el centro, que es el sitio más resguardado. Pero se adelantó en pedir el tres y el cuatro.
—Hombre, verá, yo...
—¡Pelo rojizo! ¡Siempre pelo rojizo!
—Está bien, Poirot; pero no me negará que es de mejor gusto mirar a una señorita que a un joven estrambótico.
—Eso depende del punto de vista. Para mí, el joven estrambótico resulta interesante.
Algo muy significativo en el tono de Poirot hizo que lo mirase perplejo.
—¿Por qué? ¿Qué quiere decir?
—Oh, no se excite. Nuestro mozo se empeña en lucir un poblado bigote que, no obstante, aparece escuálido —Poirot se mesó su magnífico bigote—. Su crecimiento y conservación requieren instinto de artista. En realidad, me apenan quienes lo intentan y no lo consiguen.
Siempre es difícil saber cuando habla en serio o, simplemente, se divierte a costa de uno.
Tuvimos un amanecer brillante y soleado. ¡Un día espléndido! Sin embargo, Poirot no quiso arriesgarse y se puso un chaleco de lana, un grueso abrigo y dos bufandas, pese a llevar su mejor traje de invierno. Tampoco se olvidó del impermeable, ni de ingerir dos tabletas antigripales.
Ya en el vehículo, el conductor se hizo cargo del maletín de la linda pelirroja, el del joven que despertara la simpatía de Poirot con su bigote y los nuestros.
Poirot, no sin cierta malicia, me señaló el asiento exterior, puesto que «me gustaba el aire fresco», y él se acomodó en el inmediato a nuestra vecina. Luego arregló la cosa. El viajero del asiento seis era un tipo bullicioso, amigo de contar chistes, y Poirot preguntó a la joven si prefería cambiar de sitio con él. Ella, agradecida, estuvo conforme, y, muy pronto, la conversación se generalizó entre nosotros tres.
Era evidente su juventud, pues no pasaría de los diecinueve años, y su ingenuidad podía compararse a la de un niño. No tardó en confiarnos el motivo de su desplazamiento; un viaje de negocios por cuenta de su tía, que regentaba una tienda de antigüedades en Ebermouth.
La tía, cuya situación económica era muy precaria a la muerte de su padre, invirtió sus ahorros y las bellas antigüedades que atesoraba en su hogar en establecer un negocio. El éxito le sonrió y, muy pronto, su nombre gozó de merecida reputación comercial.
Mary Durrant se fue a vivir con su tía y aprendió la técnica de esta clase de negocios, que prefirió al empleo de institutriz o dama de compañía.
Poirot asentía interesado.
—Mademoiselle tendrá éxito —dijo galante—. Pero le aconsejo que no se confíe. En todas partes del mundo hay bribones, e, incluso, puede encontrarlos en este mismísimo autocar. ¡Siempre hay que estar en guardia!
La joven le miró boquiabierta, y él asintió con aire de experimentado.
—Sí, como le digo. Incluso yo, que hablo con usted, puedo ser un maleante de la peor ralea.
Nos detuvimos a comer en Monkhampton, y, después de unas cuantas palabras con el camarero, Poirot consiguió una mesita para los tres, junto a una ventana. Fuera, en un amplio patio, había unos veinte autocares aparcados venidos de todo el condado. El comedor del hotel se hallaba rebosante de público y el ruido era considerable,
—Con esto hay suficiente para impregnarse del espíritu de las fiestas —comenté, por decir algo.
Mary estuvo de acuerdo.
—Ebermouth, ahora, cambia su fisonomía durante el verano. Mi tía dice que antes era distinto. Ciertamente, en la actualidad se hace difícil desenvolverse en sus calles, debido a la multitud.
—Eso es bueno para el negocio, mademoiselle.
—No para el nuestro. Sólo vendemos antigüedades muy valiosas, no aptas para excursiones de fin de semana. Tenemos clientes en toda Inglaterra. Si uno desea adquirir determinado tipo de silla o mesa antigua, o una pieza de porcelana, nos escribe, y más pronto o más tarde le complacemos.
Nuestro indudable interés la animó a proseguir. Y así supimos que cierto caballero norteamericano llamado J. Baker Wood, coleccionista de miniaturas, había visto un juego de ellas muy valioso en una revista. La señorita Elizabeth Penn, tía de Mary, logró adquirirlas y escribir al señor Wood, comunicándole el precio. El norteamericano contestó en seguida que estaba dispuesto a comprar si eran las mismas. También rogaba que se las llevasen a Charlock Bay. Por eso la joven pelirroja viajaba en esta ocasión como representante de su tía.
—Son admirables —acabó ella—. Sin embargo, me cuesta imaginar a alguien dispuesto a pagar por ellas quinientas libras. Eso sí, llevan la firma de Cosway. Claro que yo apenas sé quién es ese Cosway.
Poirot se sonrió.
—Eso se llama falta de experiencia, mademoiselle.
—Confieso que no estoy muy ducha en cosas de arte. En realidad, carezco de la formación adecuada. Aún me queda mucho que aprender.
De pronto sus ojos se agrandaron como sorprendidos. Se hallaba de cara a la ventana, y en aquel momento miraba al patio. Dijo algo ininteligible, se levantó de su asiento y se fue precipitadamente. Regresó a los pocos momentos, sin aliento y excusándose.
—Siento haberme ido de esa forma. Vi a un hombre que salía del autobús con un maletín y me pareció el mío. Ha resultado que era el suyo; por cierto, es idéntico al que traigo yo. Bueno, hice el ridículo, y él ha reaccionado como si se le acusara de robo.
Mary se rió. Pero no Poirot.
—¿Cómo es el hombre, mademoiselle? Descríbamelo.
—Viste traje castaño y es un joven que luce un bigote muy ralo.
—¡Ajá! —exclamó Poirot—. Se trata de nuestro conocido de ayer, Hastings. ¿Sabe usted quién es, mademoiselle? ¿No lo ha visto antes?
—No, nunca; ¿por qué?
—Por nada. Sólo que resulta bastante curioso.
Poirot se sumió en uno de sus peculiares silencios y ya no intervino en la conversación hasta que oyó a Mary Durrant algo que captó su atención.
—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho, mademoiselle?
—Que en mi viaje de regreso deberé tener cuidado con los maleantes. Según tengo entendido, el señor Wood acostumbra a pagar al contado, y si llevo encima quinientas libras en billetes, puedo merecer la atención de algún indeseable.
De nuevo su risa no fue coreada por Poirot. En vez de ello le preguntó en qué hotel pensaba hospedarse en Charlock Bay.
—En el Hotel Anchor. Es pequeño y no muy caro; pero aceptable.
—¡Caramba! —exclamó Poirot—. Mi amigo, el señor Hastings, también ha elegido ese hotel. ¡Qué coincidencia!
Entonces se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.
—Sólo esta noche. Hemos de resolver un asunto allí. ¿Adivina usted, mademoiselle, cuál es mi profesión?