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Mary pareció sopesar algunas posibilidades. Al fin se aventuró a decir que, posiblemente, era prestidigitador. Esto divirtió mucho a Poirot.

—Es una excelente ocurrencia —dijo mi amigo—. ¿Así, usted me cree capaz de sacar conejos de un sombrero? No, mademoiselle. Soy todo lo contrario. Un prestidigitador hace que desaparezcan las cosas. Yo en cambio, hago que aparezcan —con aire de melodrama se inclinó hacia adelante para dar más efectividad a sus palabras—. ¡Es un secreto, mademoiselle! ¡Soy detective!

Luego se recostó sobre el respaldo de su silla complacido del efecto logrado. Mary lo miró, perpleja y sorprendida. Y allí murió la conversación, pues empezaron a oírse las bocinas de los monstruos de la carretera, dispuestos a reanudar la marcha.

Mientras Poirot y yo salíamos juntos, aludí al encanto de la señorita Durrant, y él estuvo de acuerdo.

—Sí, es encantadora. Pero, ¿no le parece algo tonta?

—¿Tonta?

—No se disguste. Una muchacha puede ser bella, tener el pelo rojizo y, no obstante, ser tonta. Es el colmo de la tontería confiarse a dos desconocidos.

—Quizá le parecemos respetables caballeros.

—No sea ingenuo, Hastings. Cualquiera que conozca su trabajo... Bien, de todos modos su aspecto es conforme. Claro que es infantil hablar de precauciones al regreso, porque llevará encima quinientas libras, cuando ahora también las lleva.

—¿Se refiere a las miniaturas?

—Exacto. Y le supongo de acuerdo conmigo en que no hay diferencia apreciable entre quinientas libras en moneda o en miniaturas, mon ami.

—Pero nadie lo sabe, excepto nosotros.

—Y el camarero, y la gente de las mesas vecinas, y, sin duda alguna, otras personas de Ebermouth. Desde luego es encantadora mademoiselle Durrant, pero si yo fuera la señorita Elizabeth Penn, le daría lecciones de sentido común —luego, tras leve cambio en el tono de su voz, dijo—: Amigo mío, es la cosa más fácil del mundo llevarse un maletín guardado en un autocar mientras sus ocupantes comen en un hotel.

—Poirot, no sea desconfiado. Seguro que alguien vigila los vehículos aparcados.

—¿Y qué vería ese alguien? Que un pasajero recoge su equipaje. La cosa se haría del modo más natural, sin levantar sospechas.

—¿Qué insinúa, Poirot? ¿Acaso el sujeto del traje castaño no cogió su propio maletín?

Poirot frunció el ceño.

—Eso parece. Aun así, no deja de ser curioso, Hastings. ¿Por qué no se llevó su maletín antes, a la llegada? Si se ha fijado, tampoco ha comido aquí.

—Desde luego, si la señorita Durrant no hubiera estado frente a la ventana, no se entera.

—Y puesto que era su propio maletín, eso carece de importancia—dijo Poirot—. Bien, mon ami, desterremos ese asunto de nuestros pensamientos.

Cuando estuvimos nuevamente acomodados en nuestros asientos y el coche en marcha, dimos a Mary otra conferencia sobre los peligros de la indiscreción. Ella nos escuchó con evidente humildad, si bien su aspecto, jocoso, era de quien oye un chiste.

Llegamos a Charlock Bay a las cuatro, y, por fortuna, logramos habitaciones en el hotel Anchor, un vetusto edificio en una calle de segundo orden.

Poirot acababa de sacar de su equipaje unas cuantas cosas necesarias y se aplicaba un cosmético a su bigote, cuando oímos unos golpes en la puerta.

—Adelante —invité.

Sorprendido, vi que era Mary Durrant, con el rostro blanco y gruesas lágrimas en los ojos.

—¿Qué sucede, mademoiselle? —preguntó Poirot.

—Las miniaturas se hallaban en una caja de piel de cocodrilo, cerrada con llave, dentro de mi maletín —explicó—. ¡Miren!

Nos mostró un estuche recubierto de piel de cocodrilo, cuya tapa colgaba a un lado. Poirot se la cogió de las manos. La caja había sido forzada. Las señales eran evidentes.

Mi amigo Poirot la examinó y luego asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Y las miniaturas? —preguntó, si bien ambos sabíamos la respuesta.

—¡Me las han robado!

—No se preocupe—la tranquilicé—. Mi amigo es Hércules Poirot. ¿No ha oído hablar de él? Seguro que sí. Bien, pues él las recuperará.

—¡Monsieur Poirot! ¡El gran monsieur Poirot!

Mi amigo era lo suficiente vanidoso para sentirse halagado ante esa exclamación.

—Sí, hijita. Yo soy el gran Poirot. Confíe su pequeño problema a mis facultades. Haré cuanto pueda. No obstante, le diré que, posiblemente, sea un poco tarde. Dígame, ¿forzaron también la cerradura del maletín?

Mary sacudió negativamente la cabeza.

—Veámoslo, por favor.

Nos trasladamos a la habitación de la joven y mi amigo examinó el maletín. Obviamente, había sido abierto con una llave.

—Un trabajo sencillísimo —dijo Poirot—. Estos maletines están hechos en serie y sus cerraduras apenas difieren. Bueno, telefoneemos a la policía. Veré también al señor Baker Wood; me cuidaré de este asunto.

Cuando le pregunté por qué temía que fuese un poco tarde, me contestó:

Mon cher, dije que soy lo contrario de un prestidigitador, y que hago aparecer las cosas... perdidas. Pues bien, imagino que alguien me ha tomado la delantera. ¿Me entiende?

Desapareció en el interior de una cabina telefónica, para salir cinco minutos después con semblante grave.

—Lo que temí —dijo—. Una señora ha visitado al señor Wood con las miniaturas hace media hora. Se presentó como enviada por la señorita Elizabeth Penn. ¡Y él ha pagado en el acto!

—¿Hace media hora? Así fue antes de que llegáramos aquí —comenté.

Poirot se sonrió, enigmático.

—Los coches Speedy son muy veloces, pero un vehículo con motor más potente llegaría a Monkhampton con una hora de ventaja por lo menos.

—¿Y qué hacemos?

—Mi buen Hastings es un hombre práctico. Informaremos a la policía. Trataremos de ayudar a la señorita Durrant y, decididamente, celebraremos una interesantísima entrevista con el señor J. Baker Wood.

La pobre Mary, terriblemente anonadada, temía que su tía la culpase.

—Cosa muy probable —me dijo Poirot mientras nos encaminábamos al hotel Seaside, donde se hospedaba el señor Wood—. Y con toda justicia. ¡A quién se le ocurre abandonar un maletín con efectos valorados en quinientas libras! De todos modos, mon ami, hay uno o dos puntos raros en este asunto. La caja, por ejemplo, ¿por qué la forzaron?

—iHombre! —exclamé—. ¡Para sacar las miniaturas!

—¿Y no le parece una torpeza? Supongamos que el ladrón, con el pretexto de retirar el Suyo, remueve el equipaje del autocar a la hora de comer. ¿No cree más sencillo abrir el maletín, pasar la caja sin abrir al suyo y marcharse sin pérdida de tiempo?

—Tal vez quiso asegurarse de que las miniaturas estaban dentro.

Mi argumento no convenció a Poirot. Poco después nos introducían en la salita del señor Wood.

No sé por qué, me fue desagradable el señor Baker Wood; un hombre recio y vulgar, pese a ir bien vestido y lucir una sortija con un enorme solitario.

Resultó que no había sospechado nada anormal. ¿Por qué iba a sospechar? La mujer le traía las miniaturas, unos ejemplares bellísimos. ¿La numeración de los billetes? Pues no, no lo sabía. Además, ¿quién era el señor Poirot para formularle tantas preguntas?

Mi amigo se limitó a decirle:

—No le preguntaré nada más, señor. Sin embargo, le agradeceré me haga una descripción de la mujer. ¿Era joven y bonita?

—No, desde luego que no. Era alta, de mediana edad, pelo gris, tez pecosa e incipiente bigotillo —nos explicó—. Como pueden imaginar, no se trata de una sirena.

—Poirot —dije mientras salíamos—. Un bigote, ¿lo oyó?

—Gracias, Hastings; no estoy sordo.

—El señor Wood es bastante desagradable —añadí.

—Desde luego, no pertenece al grupo de los simpáticos —repuso él.

—Bien; será fácil coger al ladrón —aseguré—. Podemos identificarlo.