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—No sea cándido, Hastings. ¿Acaso ignora lo que es una coartada?

—¿Usted cree que la tendrá?

Poirot replicó muy serio:

—¡Lo espero!

—¡Me fastidia esa manía suya de hacer las cosas aún más difíciles! —exclamé enfadado.

—Está bien, mon ami. Le diré que no me gusta..., ¿cómo se dice eso? ¡Ah, sí! El pájaro que se sienta.

Poirot tuvo razón. Nuestro compañero de viaje, el hombre del traje castaño, resultó ser el señor Norton Kane, que se había alojado en el hotel George. La única evidencia contra él estaba en que la señorita Durrant lo había visto sacar su equipaje del coche.

—Y eso no es un acto sospechoso —dijo Poirot, meditativo.

Después guardó silencio y rehusó discutir el asunto. Pese a ello, supe que había pedido a Joseph Aarons, con quien pasara la velada, que le diera detalles relativos al señor Baker Wood. Ambos hombres se hospedaban en el mismo hotel, y era factible que Aarons supiese algo del coleccionista. Pero si Poirot obtuvo esa información, se la guardó para sí.

Mary Durrant, luego de varias entrevistas con la policía, regresó a Ebermouth en tren a la mañana siguiente. Aquel mediodía comimos con Joseph Aarons, y después Poirot me dijo que había resuelto el problema del agente teatral, y que ya podíamos regresar a Ebermouth.

—Pero no por carretera, mon ami; usaremos el ferrocarril —le dijo.

—¿Teme que le roben la cartera, o no le seduce la idea de encontrarse con otra damisela en apuros?

—Ambas cosas, Hastings, pueden ocurrirme en el tren. Simplemente, no tengo prisa en llegar a Ebermouth. Antes quiero resolver nuestro caso.

—¿Nuestro caso?

—¡Sí, hombre! Mademoiselle me suplicó que la ayudase. Que el asunto esté en manos de la policía no supone que yo me lave las manos. Vine a complacer a un viejo amigo, pero jamás dirá nadie que Hércules Poirot ha desatendido a un desconocido en apuros.

Su gesto daba a entender que no hablaría más.

—Me parece que ya estaba interesado antes del robo —aventuré—. Su interés nació en la agencia de viajes cuando vio por primera vez al joven, si bien ignoro por qué se fijó en él.

—Sí, Hastings. Tiene razón. Pero eso forma parte de mi pequeño secreto.

Poirot sostuvo una corta conversación con el inspector de policía encargado del caso, que había entrevistado a Norton Kane. Según dijo confidencialmente a mi amigo, el joven no le causó una impresión favorable, pues se había exaltado y contradicho.

—Cómo se las arregló es un misterio para mí —confesó—. Quizá dio el maletín a un cómplice que lo trasladaría rápidamente en coche hasta aquí. Claro que eso no deja de ser una simple teoría. Tendremos que hallar el coche y el cómplice y recomponer los hechos.

Poirot asintió.

—¿Cree usted que fue realizado así? —le pregunté, ya sentados en el tren.

—No, amigo mío, no estoy conforme. Su planteamiento fue mucho más inteligente.

—¿No quiere decírmelo?

—Aún no. Ya sabe cuál es mi debilidad: conservar mis pequeños secretos hasta el fin.

—¿Se vislumbra ese fin?

—Está próximo.

Llegamos a Ebermouth poco después de las seis y nos encaminamos en seguida a la tienda de Elizabeth Penn, que estaba cerrada, pero mi amigo pulsó el timbre y la misma Mary abrió la puerta, mostrándose agradablemente sorprendida al vernos.

—Por favor, pasen y conozcan a mi tía.

Nos hizo pasar a una habitación trasera, donde una mujer de avanzada edad nos saludó. Tenía el pelo blanco y parecía una miniatura de piel rosada y ojos azules. Alrededor de sus hombros inclinados lucía una toca de encaje antiguo de gran valor.

—¿Es usted el gran Hércules Poirot? —preguntó suave y encantadoramente—. Mary me ha dicho que usted nos ayudaría.

Poirot la miró un momento y luego dijo:

—Mademoiselle Penn, su aspecto es encantador; si bien debería dejarse crecer un poco el bigote.

La señorita Penn dio un respingo y retrocedió.

—¿Estuvo usted en la tienda ayer? —siguió Poirot.

—Por la mañana. Luego tuve jaqueca y me fui a casa.

—No, mademoiselle. A su dolor de cabeza le iba mejor un cambio de aires. Charlock Bay es ideal para eso, ¿verdad?

Me cogió por un brazo y me llevó hacia la puerta. Se detuvo allí, y habló por encima de su hombro:

—Me ha comprendido, ¿verdad? Esta pequeña frase debe bastar.

Había amenaza en su tono. La señorita Penn, con el rostro espantosamente blanco, asintió. Poirot se volvió a la joven.

—Mademoiselle —dijo suavemente—, es usted joven y encantadora. No obstante, permítame advertirle que estos pequeños asuntos harán que su juventud y encanto se marchiten detrás de las rejas de una prisión. Y yo. Hércules Poirot, pienso que sería una lástima.

Salimos a la calle, sintiéndome aturdido.

—Desde el principio, mon ami, me interesó este caso —dijo Poirot—. Cuando aquel joven pidió billete para Monkhampton, la atención de la muchacha se centró de repente en él. ¿Por qué? No era un tipo capaz de atraer el interés de una mujer. Luego, ya en el autocar, tuve la sensación de que algo iba a suceder. ¿Quién vio al joven retirar su equipaje? Sólo mademoiselle. Antes había elegido un asiento de cara a la ventana, cosa muy poco femenina.

»Ya le dije que la caja forzada no era convincente. ¿El resultado de todo esto? Que el señor Baker Wood pagase buen dinero por un género robado. La ley le obligaría a devolverlo a la señorita Penn, que venderla luego las miniaturas, obteniendo así mil libras en vez de quinientas.

»Realicé algunas pesquisas y supe que su negocio va mal. Entonces comprendí que tía y sobrina estaban de acuerdo.

—¿Supone eso que nunca sospechó de Norton Kane?

Mon ami! ¿Con semejante bigote? Un criminal se rasura y luce un bigote postizo. Pero él sería la gran oportunidad de la inteligente señorita Penn, la anciana de tez tostada que hemos visto. Ésta, muy bien erguida, se calza grandes botas, se altera el físico con unas cuantas pecas y añade algunos pelos en guerrilla a su labio superior y, ¿qué sucede? Simplemente que el señor Wood la toma por una mujer hombruna y nosotros por un hombre disfrazado de fémina.

—¿Estuvo ella en Charlock?

—Seguro. El tren, como usted mismo me dijo, sale de aquí a las once y llega a Charlock Bay a las dos. De regreso, incluso es más rápido. Sale de Charlock a las cuatro y cinco y llega aquí a las seis quince.

»Las miniaturas jamás estuvieron en la caja. Ésta fue violentada antes de ser puesta en el maletín. Así, el cometido de mademoiselle Mary consistía en hallar un par de bobos sensibles a sus encantos y campeones de la belleza en apuros. Por desgracia para ella, uno de los bobos era Hércules Poirot.

—Cuando habló de ayudar a un desconocido me engañaba.

—Jamás le engañé, Hastings. Sólo permití que usted mismo se engañase. Yo me refería al señor Baker Wood, un desconocido en estas playas —su cara denotó mal humor—. ¡Ah! ¡Cómo me irrita el recuerdo de la sobretasa! No hay derecho a cobrar la misma tarifa hasta Charlock Bay que por un viaje de ida y vuelta. Esos abusos me inducen a proteger a los turistas. Cierto que el señor Wood no es hombre agradable, pero ¡es un turista! Y nosotros, los extranjeros, tenemos el deber ineludible de ayudarnos mutuamente contra toda clase de desafueros.

Nido de avispas

John Harrison salió de la casa y se quedó un momento en la terraza de cara al jardín. Era un hombre alto de rostro delgado y cadavérico. No obstante, su aspecto lúgubre se suavizaba al sonreir, mostrando entonces algo muy atractivo.

Harrison amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto, soleado y lánguido. Las rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces perfumaban el aire.