-A las nueve. Pero le repito que está equivocado. Langton jamás...
-¡Estos ingleses! -volvió a interrumpirle Poirot.
Recogió su sombrero y su bastón y se encaminó al sendero, deteniéndose para decir por encima del hombro.
-No me quedo para no discutir con usted; sólo me enfurecería. Pero entérese bien: regresaré a las nueve.
Harrison abrió la boca y Poirot gritó antes de que dijese una sola palabra:
-Sé lo que va a decirme: "Langton jamás...", etcétera. ¡Me aburre su "Langton jamás"! No lo olvide, regresaré a las nueve. Estoy seguro de que me divertirá ver cómo destruye el nido de avispas. ¡Otro de los deportes ingleses!
No esperó la reacción de Harrison y se fue presuroso por el sendero hasta la verja. Ya en el exterior, caminó pausadamente, y su rostro se volvió grave y preocupado. Sacó el reloj del bolsillo y los consultó. Las manecillas marcaban las ocho y diez.
-Unos tres cuartos de hora -murmuró-. Quizá hubiera sido mejor aguardar en la casa.
Sus pasos se hicieron más lentos, como si una fuerza irresistible lo invitase a regresar. Era un extraño presentimiento, que, decidido, se sacudió antes de seguir hacia el pueblo. No obstante, la preocupación se reflejaba en su rostro y una o dos veces movió la cabeza, signo inequívoco de la escasa satisfacción que le producía su acto.
Minutos antes de las nueve, se encontraba de nuevo frente a la verja del jardín. Era una noche clara y la brisa apenas movía las ramas de los árboles. La quietud imperante rezumaba un algo siniestro, parecido a la calma que antecede a la tempestad.
Repentinamente alarmado, Poirot apresuró el paso, como si un sexto sentido le pusiese sobre aviso. De pronto, se abrió la puerta de la verja y Claude Langton, presuroso, salió a la carretera. Su sobresalto fue grande al ver a Poirot.
-¡Ah...! ¡Oh...! Buenas noches.
-Buenas noches, monsieur Langton. ¿Ha terminado usted?
El joven lo miró inquisitivo.
-Ignoro a qué se refiere -dijo.
-¿Ha destruido ya el nido de avispas?
- No.
-¡Oh! -exclamó Poirot como si sufriera un desencanto-. ¿No lo ha destruido? ¿Qué hizo usted, pues?
-He charlado con mi amigo Harrison. Tengo prisa, monsieur Poirot. Ignoraba que vendría a este solitario rincón del mundo.
-Me traen asuntos profesionales.
-Hallará a Harrison en la terraza. Lamento no detenerme.
Langton se fue y Poirot lo siguió con la mirada. Era un joven nervioso, de labios finos y bien parecido.
-Dice que encontraré a Harrison en la terraza -murmuró Poirot-. ¡Veamos!
Penetró en el jardín y siguió por el sendero. Harrison se hallaba sentado en una silla junto a la mesa. Permanecía inmóvil, y no volvió la cabeza al oír a Poirot.
-¡Ah, mon ami! -exclamó éste-. ¿Cómo se encuentra?
Después de una larga pausa, Harrison, con voz extrañamente fría, inquirió:
-¿Qué ha dicho?
-Le he preguntado cómo se encuentra.
-Bien. Sí; estoy bien. ¿Por qué no?
-¿No siente ningún malestar? Eso es bueno.
-¿Malestar? ¿Por qué?
-Por el carbonato sódico.
Harrison alzó la cabeza.
-¿Carbonato sódico? ¿Qué significa eso?
Poirot se excusó.
-Siento mucho haber obrado sin su consentimiento, pero me vi obligado a ponerle un poco en uno de sus bolsillos.
-¿Que puso usted un poco en uno de mis bolsillos? ¿Por qué diablos hizo eso?
Poirot se expresó con esa cadencia impersonal de los conferenciantes que hablan a los niños.
-Una de las ventajas, o desventajas del detective, radica en su conocimiento de los bajos fondos de la sociedad. Allí se aprenden cosas muy interesantes y curiosas. Cierta vez me interesé por un simple ratero que no había cometido el hurto que se le imputaba, y logré demostrar su inocencia. El hombre, agradecido, me pagó enseñándome los viejos trucos de su profesión. Eso me permite ahora hurgar en el bolsillo de cualquiera con solo escoger el momento oportuno. Para ello basta poner una mano sobre su hombro y simular un estado de excitación. Así logré sacar el contenido de su bolsillo derecho y dejar a cambio un poco de carbonato sódico. Compréndalo. Si un hombre desea poner rápidamente un veneno en su propio vaso, sin ser visto, es natural que lo lleve en el bolsillo derecho de la americana.
Poirot se sacó de uno de sus bolsillos algunos cristales blancos y aterronados.
-Es muy peligroso -murmuró- llevarlos sueltos.
Curiosamente y sin precipitarse, extrajo de otro bolsillo un frasco de boca ancha. Deslizó en su interior los cristales, se acercó a la mesa y vertió agua en el frasco. Una vez tapado lo agitó hasta disolver los cristales. Harrison los miraba fascinado.
Poirot se encaminó al avispero, destapó el frasco y roció con la solución el nido. Retrocedió un par de pasos y se quedó allí a la expectativa. Algunas avispas se estremecieron un poco antes de quedarse quietas. Otras treparon por el tronco del árbol hasta caer muertas. Poirot sacudió la cabeza y regresó al pórtico.
-Una muerte muy rápida -dijo.
Harrison pareció encontrar su voz.
-¿Qué sabe usted?
-Como le dije, vi el nombre de Claude Langton en el registro. Pero no le conté lo que siguió inmediatamente después. Lo encontré al salir a la calle y me explicó que habia comprado cianuro de potasio a petición de usted para destruir el nido de avispas. Eso me pareció algo raro, amigo mío, pues recuerdo que en aquella cena a que hice referencia antes, usted expuso su punto de vista sobre el mayor mérito de la gasolina para estas cosas, y denunció el empleo de cianuro como peligroso e innecesario.
-Siga.
-Sé algo más. Vi a Claude Langton y a Molly Deane cuando ellos se creían libres de ojos indiscretos. Ignoro la causa de la ruptura de enamorados que llegó a separarlos, poniendo a Molly en los brazos de usted, pero comprendí que los malos entendidos habían acabado entre la pareja y que la señorita Deane volvía a su antiguo amor.
-Siga.
-Nada más. Salvo que me encontraba en Harley el otro día y vi salir a usted del consultorio de cierto doctor, amigo mío. La expresión de usted me dijo la clase de enfermedad que padece y su gravedad. Es una expresión muy peculiar, que sólo he observado un par de veces en mi vida, pero inconfundible. Ella refleja el conocimiento de la propia sentencia de muerte. ¿Tengo razón o no?
-Sí. Sólo dos meses de vida. Eso me dijo.
-Usted no me vió, amigo mío, pues tenía otras cosas en qué pensar. Pero advertí algo más en su rostro; advertí esa cosa que los hombres tratan de ocultar, y de la cual le hablé antes. Odio amigo mío. No se moleste en negarlo.
-Siga -apremió Harrison.
-No hay mucho más que decir. Por pura casualidad vi el nombre de Langton en el libro de registro de venenos. Lo demás ya lo sabe. Usted me negó que Langton fuera a emplear el cianuro, e incluso se mostró sorprendido de que lo hubiera adquirido. Mi visita no le fue particularmente grata al principio, si bien muy pronto la halló conveniente y alentó mis sospechas. Langton me dijo que vendría a las ocho y media. Usted que a las nueve. Sin duda pensó que a esa hora me encontraría con el hecho consumado.
-¿Por qué vino? -gritó Harrison-. ¡Ojalá no hubiera venido!
-Se lo dije. El asesinato es asunto de mi incumbencia.
-¿Asesinato? ¡Suicidio querrá decir!
-No -la voz de Poirot sonó claramente aguda-. Quiero decir asesinato. Su muerte seria rápida y fácil, pero la que planeaba para Langton era la peor muerte que un hombre puede sufrir. El compra el veneno, viene a verlo y los dos permanecen solos. Usted muere de repente y se encuentra cianuro en su vaso. ¡A Claude Langton lo cuelgan! Ese era su plan.
Harrison gimió al repetir:
-¿Por qué vino? ¡Ojalá no hubiera venido!
-Ya se lo he dicho. No obstante, hay otro motivo. Le aprecio monsieur Harrison. Escuche, mon ami; usted es un moribundo y ha perdido la joven que amaba; pero no es un asesino. Digame la verdad: ¿Se alegra o lamenta ahora de que yo viniese?