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La mirada de Nicole se clavó en su espalda durante varios segundos más. Sí, era muy atractivo. Y las hormonas de cualquiera podían verse agitadas por el alcohol. Pero, a diferencia de sus compañeros, Rafe nunca hablaba de su vida privada. Reconocía abiertamente haber perdido un trabajo anterior por mezclar los negocios con el placer, y se negaba a cometer de nuevo semejante error. Jamás le había contado un chiste salido de tono, ni la había mirado de forma inconveniente. Aunque se sintiera atraído por ella, Nicole no imaginaba que pudiera cortejarla. Era sencillamente imposible. No podía haber ocurrido.

Wilma pasó como un rayo con un montón de folios en las manos, deteniéndose brevemente para posarle a John un beso en la coronilla. Tenía veintiocho años, castaña, con una figura impresionante una naturaleza incurable de coqueta. Se mostraba cariñosa con sus compañeros y les hablaba de su exuberante vida amorosa cada mañana, mientras tomaban café, como si de un ritual se tratara. Ellos absorbían cada delirante detalle. Nicole jamás había intentado pararle los pies. Wilma se encargaba de la oficina y de la contabilidad.

Ya sólo quedaba Mitch… el único miembro del personal al que Nicole no podía ver desde la puerta, aunque sí oía cómo le gritaba a Rafe con su inconfundible voz de barítono. Mitch tenía treinta y dos años, igual que ella. Los muchachos le llamaban «Largo», porque medía casi un metro noventa. Tenía el cabello rubio como la arena y los ojos de un azul más intenso que el del cielo.

Mitch era el fichaje más reciente de la empresa. Nicole lo había contratado hacía tan sólo seis meses. Originalmente, Janice había sido el arquitecto de la casa, y había realizado tan buen trabajo que su marcha a Nueva York dejó un hueco difícil de llenar. El historial de Mitch, sin embargo, era superior incluso al de su antecesora.

Tenía la virtud especial de llevarse bien con todo el mundo. Jamás perdía la paciencia y había sabido resolver más de una situación difícil que había amilanado a los demás. Toda la plantilla lo adoraba. Igual que la propia Nicole. Además, Mitch era prácticamente irreemplazable. Por ese motivo, Nicole jamás se arriesgaría a tocarle un solo pelo de la cabeza. Además, lo había oído hablar de cierta amiga íntima. Muy íntima. Nicole no recordaba su nombre… ¿Susan, quizá? Fuera como fuese, Mitch ya tenía una relación, y a Nicole ni se le ocurriría invadir el terreno de otra mujer… Lo cual significaba que las posibilidades de que se hubiera acostado con Mitch eran nulas.

Bruscamente, se llevó una mano protectora al vientre. Tenía el estómago muy revuelto y el corazón empezaba a latirle con ansiedad. Debía hacer un esfuerzo por calmarse. Dándoles vueltas a aquellos pensamientos no llegaría a ninguna parte.

Cada camino mental desembocaba en el mismo sitio. Los únicos hombres de su vida eran los muchachos de la oficina. Sólo podía haber sucedido la noche de la fiesta. Pero una mujer no olvidaba fácilmente una sesión de amor con un hombre. Además, al día siguiente había amanecido en su cama, sola.

Nicole siguió intentando sumar dos y dos, pero el resultado se negaba a ser cuatro.

No podía estar embarazada.

Pero lo estaba.

– ¿Nicole? ¿Tienes un momento?

Mitch Landers llevaba toda la tarde esperando la oportunidad de hablar con su jefa a solas. El sobre que llevaba en la mano contenía una carta de renuncia. No esperaba que aquélla fuese una conversación fácil, por eso la había pospuesto durante días.

Encontró a Nicole de pie ante la ventana. Ella se giró rápidamente al oír el sonido de su voz. Y Mitch pudo verle la cara.

– Claro, adelante. ¿Cuál es el problema? ¿La cuenta de Llewellyn?

– No, nada de eso. Necesito hablar contigo, pero… Oye, ¿te encuentras bien?

Ella esbozó una sonrisa momentánea, tan falsa como las promesas de un político.

– A decir verdad, he tenido días mejores, pero estoy bien. De veras. Siéntate y dime cuál es el problema.

Mitch tomó asiento en una de las sillas azules del despacho y estiró sus largas piernas. Inquieto, se dio unos golpecitos en la rodilla con el sobre, y luego se lo guardó en el bolsillo.

No sabía si su jefa estaba enferma o asustada. Pero algo iba decididamente mal. Era tan impropio de Nicole Stewart parecer frágil, que tenía que tratarse de algo grave.

Mitch sólo tardó unos segundos en catalogar sus rasgos de pies a cabeza… aunque esta vez tenía motivos altruistas para hacerlo. El pulso se le aceleraba cada vez que Nicole lo miraba. Del uno al diez, sus piernas merecían un diez alto, pero el resto de su cuerpo se quedaba en un tres escaso. En realidad, su figura no era nada del otro mundo. Senos pequeños. Caderas estrechas. Aunque su forma de moverlas solía volverlo loco.

En realidad, su cara era su mayor atractivo. Cabello castaño rojizo que enmarcaba un rostro oval de líneas interesantes. Nariz pequeña y respingona. Mentón con carácter. Pómulos delicados y una boca de labios carnosos que dejaban ver unos preciosos dientes blancos cuando se reía. La forma de aquellos labios harían preguntarse a cualquier hombre cómo besaba su dueña.

Normalmente, cuando Mitch contemplaba su rostro y su forma de moverse, veía majestuosidad.

Carácter. Era dura y reservada, cualidades que siempre había admirado en una mujer. Su lealtad hacia la plantilla era legendaria. Siempre daba la cara por sus empleados cuando surgía alguna situación difícil. Tenía agallas, voluntad, fortaleza.

Que Mitch supiera, su jefa no temía a nada. Algo que siempre lo había preocupado y fascinado al mismo tiempo. No conocía su pasado, pues Nicole jamás hablaba de ello, al menos con la plantilla. No, nada de asuntos personales.

Sin embargo, su entereza parecía haberse esfumado. Parecía trastornada por algo. La única ráfaga de color que se apreciaba en su rostro era el de sus ojos. Eran azules, almendrados, casi demasiado grandes para una cara tan pequeña. Por lo general, los ojos de las mujeres delataban sus sentimientos más íntimos, pero no los de Nicole. Su expresión solía ser igualmente neutra cuando ocultaba algo. Así pues, que aquellos ojos revelaran pánico y vulnerabilidad alarmó a Mitch sobremanera.

– Has dicho que querías hablar conmigo -volvió a instarle Nicole.

– Sí, pero esperaré. Estás muy pálida. ¿Seguro que te encuentras bien? ¿Te ha ocurrido algo esta tarde?

– Sí. No. Yo… Oh, Dios mío -Nicole se hundió en la silla y esbozó otra sonrisa, como si quisiera tranquilizarlo-. Estoy bien. No es problema tuyo, Mitch. Pero probablemente no es un buen momento para hablar de trabajo, siempre y cuando se trate de algo que pueda esperar a mañana.

Mitch oyó voces en el exterior del despacho. La plantilla se disponía a dar por concluida la jornada. También él tendría que marcharse. Obviamente, Nicole le estaba pidiendo que la dejara sola.

– Supongo que lo que te ocurre será algo personal.

– Exacto. No tienes por qué preocuparte.

– Esta tarde te ausentaste un par de horas. ¿Tenías cita con el dentista o con un médico? ¿Alguna mala noticia referente a tu salud?

– Sí, tenía una cita con el médico. Y te repito que estoy bien. O lo estaré mañana.

Mitch captó claramente el mensaje. Pero vio que las manos le temblaban, su voz era trémula y tenía la preciosa piel blanca como la cal.

– ¿Te ha dicho el médico algo que te ha disgustado?

– Mitch. Esta conversación es improcedente. No hay absolutamente nada que deba preocuparte. Ni a ti ni a ningún miembro de la plantilla. Simplemente, estoy embarazada.

Mitch se quedó mudo al oír la palabra. El corazón empezó a latirle desbocadamente. No estaba seguro de poder levantarse de la silla aunque se declarara un incendio en el edificio.

– Maldita sea, Landers. No he debido decírtelo -Nicole jamás lo llamaba por su apellido a menos que estuviera molesta con él. Lo cual, pensándolo bien, sucedía un par de veces a la semana. Pero nunca hasta tal punto. Se mesó el cabello en un gesto de impaciencia-. Dado que ya he abierto mi bocaza, me temo que debo decirte un par de cosas más. Primero, te agradeceré que no les digas nada a los miembros de la plantilla. No se trata de mantenerlo en secreto, pues el embarazo se me notará a la larga. Pero acabo de enterarme, y quiero tener algo de tiempo para decidir lo que quiero hacer y cómo voy a decírselo a los demás.