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– Sí -bajó la cabeza y le mordisqueó el cuello-. Sabes muy bien.

Empezó a quitarle la ropa mojada, impaciente por tocar la piel caliente y húmeda.

– Nick -soltó un gemido cuando él le agarró las nalgas, acercándola al bulto inconfundible de sus pantalones. Un sonido que sugería que ya se sentía menos gruñona-. No podemos.

Nick bajó la boca por su cuello y su hombro desnudo, que mordió con gentileza, haciendo que se aferrara a él. Le gustaba cómo lo abrazaba, como si no quisiera soltarlo nunca.

– No podemos hacer esto delante de Sadie.

– ¿Te refieres a la perra que hacía lo mismo hace un rato? -señaló el suelo, donde roncaba Sadie con los ojos cerrados y la boca abierta-. No creo que le importe mucho en este momento. Está agotada -bajó las manos por el cuerpo de ella y le tomó los pechos, pasando los pulgares por sus pezones-. Vamos a cansarnos nosotros también.

Los ojos grises de ella se llenaron de deseo, y se apoyó en él, provocando que a Nick le diera un vuelco el corazón. Quería que en el rostro de ella se quedara permanentemente esa expresión… la que indicaba que él era el centro de su universo. Para lograrlo, se apoyó en el deseo que lo inundaba, dejándose llevar por la pasión, el anhelo, el deseo desesperado, hasta que ambos estuvieron jadeantes. Solo cuando ella había perdido ya el control una vez, la penetró llevándola consigo al paraíso.

Mucho rato después, Nick llamó al servicio de habitaciones. Mientras esperaban, Danielle abrió su ordenador portátil.

Nick no se había molestado en vestirse y, mientras ella esperaba conectar con internet, se maravilló de lo desinhibido y cómodo consigo mismo que parecía, estudiando la carta del servicio de habitaciones, apartando con aire ausente una bolsa de galletas para perro que había en la mesa.

La bolsa crujió y Sadie, que dormía en el suelo, se despertó en el acto.

Nick miró a la perra. Esta lo miró a él… las dos criaturas de la vida de Danielle que todavía no se habían hecho amigos.

Nick movió la bolsa.

Sadie se puso en pie. Inclinó la cabeza. Miró la bolsa.

Nick sacó una galleta y la miró con atención.

Sadie gimió y se acercó más.

– Bueno -Nick enarcó una ceja-. ¿Ahora te gusto más?

Sadie se lamió el hocico, con los ojos clavados en la galleta.

Nick levantó los ojos al techo y se la lanzó.

– Eres una perra muy fácil.

El animal se tragó la galleta, se lamió el hocico y volvió a gemir.

Y Nick metió la mano en la bolsa y le lanzó otra.

Danielle sintió que se derretía por dentro. Ted solía mostrarse encantador con todos los perros. Con la gente también. Pero ella acabó por darse cuenta de que era una simpatía falsa, de la que no llegaba hasta los ojos. Además de eso, estaba el hecho desconcertante de lo mucho que le importaba lo que pensaban los demás, sobre todo de él.

En Nick no había nada de falso. Era seguro de sí, atractivo, y posiblemente el hombre más relajado que había conocido en su vida. No le importaba lo que pensaban los demás, ni de sí mismo ni de ningún otro.

¿Y por qué le gustaba tanto aquello?

Estaba tan atareada pensando en eso, pensando y mirando el cuerpo magnífico de Nick, que casi se le pasó por alto.

Su página web tenía instalado un tablón de anuncios para poder organizar citas de trabajo en la red. También respondía a preguntas y ofrecía consejos, y anunciaba las exhibiciones caninas a las que acudiría.

Entre sus mensajes había uno anónimo que la dejó sin aliento.

Puedes huir pero no puedes esconderte.

Capítulo Once

Nick satisfecho y relajado tras el sexo, contemplaba la carta del servicio de habitaciones y pensaba en la buena vida que tenía en ese momento.

– Podría comerme todo lo que hay aquí.

Al ver que Danielle no respondía, miró por encima del hombro.

Estaba pálida como un fantasma y miraba fijamente la pantalla del ordenador.

– ¿Danielle?-se acercó a ella-. ¿Qué sucede?

Al ver que ella solo movía la cabeza, se sentó a su lado y giró el ordenador hacia sí. Lo que leyó le enfrió las entrañas.

– ¿Ted?

– Cree que estoy huyendo -cerró los ojos-. Y es cierto, maldita sea -se cubrió el rostro con las manos-. Odio esto. Odio huir, tener miedo. Tengo que darle la vuelta a esto, Nick. No sé cómo, pero lo haré.

– Lo harás. Lo haremos juntos. Es demasiado para hacerlo sola.

– Quizá pueda pagarle lo que él crea que vale la perra.

Nick sabía ya lo suficiente sobre Ted para estar seguro de que el problema no se resolvería tan fácilmente.

– No creo que sea dinero lo que quiere.

– Lo dices porque sabes que no tengo -la joven hizo una mueca. Le tocó el brazo-. Te pagaré por todo lo que has hecho, Nick.

– Ahora vas a conseguir que me enfade -dijo él-. Mira, esperemos a ver qué dice Donald. Si todo sale como tú esperas…

– Saldrá.

– Si sale bien -repitió él-, ya veremos qué viene después.

– Ya estás hablando en plural otra vez -comentó ella, con un recelo del que él empezaba a cansarse.

Deseaba contestarle que sería mejor que se acostumbrara, pero como tampoco entendía muy bien su uso del plural, optó por guardar silencio.

Fueron con el coche hasta la oficina nueva de Donald y se quedaron sentados en el coche, mirándola.

– Bien -dijo Danielle con falsa alegría. Buscó la manija de la puerta, porque no quería que Nick viera lo nerviosa que estaba, aunque resultaba evidente en su cara-. Vamos allá.

Nick le puso una mano en el brazo.

– ¿Cómo conociste a Donald?

– Ah… -cansada de haber cometido un error tras otro, vacilaba en decírselo-. A través de Emma. Me lo presentó en una competición. Pero no creo que ella…

– ¿No lo crees?

– No -dijo Danielle con firmeza. Lo miró a los ojos-. Ella pensaba que estaba haciendo lo correcto. Lo creía de verdad. No volverá a entrometerse.

¿O quizá sí?

Lo cierto era que aquel era un mundillo pequeño, incestuoso casi, donde todos se conocían. El tema podía salir en una conversación cualquiera.

– Ten cuidado -dijo él con voz sombría.

Entraron juntos en el edificio. Danielle miró al hombre alto, callado, casi insoportablemente sexy que tenía al lado y se maravilló de que estuviera con ella.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó él. Le puso una mano en la parte baja de la espalda, como si tocarla fuera lo más natural del mundo.

¿En qué estaba pensando? En que le gustaría que la tocara así siempre.

– En nada.

– Ajá.

Danielle levantó la vista, y la sonrisa de él la hizo tambalearse.

Nick la sujetó con fuerza hasta que recuperó el equilibrio.

– Gracias -susurró ella, apretándole la mano-. Pero algún día quiero ser yo la que esté a tu lado cuando me necesites.

Nick la miró sorprendido, como si nadie le hubiera ofrecido eso nunca.

– Puede que te tome la palabra -musitó.

Donald estaba de pie en el mostrador de recepción cuando entraron. El director artístico miró a Sadie, sin mostrar ninguna sorpresa al verla, y levantó la vista hasta Danielle.

Era un hombre pequeño, fuerte y bronceado, con una expresión no demasiado feliz.

– Danielle… ¡qué sorpresa!

La joven le estrechó la mano y pensó que no parecía nada sorprendido.

– Tengo una cita.

– Sí, justamente estaba mirando mi agenda -miró a la recepcionista-. Al ver a Sadie, he sabido que eras tú.

No se alegraba de verla. Danielle, incómoda ya, miró a Nick, que observaba atentamente a Donald. A pesar de ser una mujer que se enorgullecía de su recién adquirida independencia, no pudo reprimir un gesto de alivio por tenerlo a su lado.

– La última vez que te vi, me dijiste que podías conseguirle anuncios a Sadie.