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A la derecha de la casa, una cerca de madera de haya, que brillaba con los colores del otoño, aislaba el jardín trasero. Un perro perdiguero surgió por una abertura entre los arbustos y corrió alegremente hacia el coche. Cuando vio al animal, Glyn habló por primera vez, en voz baja, sin expresar la menor emoción.

– ¿Ese es su perro?

– Sí.

– No podíamos tener uno en Londres. El piso era demasiado pequeño. Siempre quiso un perro. Hablaba de un perro de aguas. Ella…

Glyn se interrumpió y bajó del coche. El perro avanzó dos pasos, vacilante, y sacó de repente la lengua, en una especie de sonrisa canina. Glyn contempló al animal, pero no hizo el menor intento de acariciarlo. El perdiguero avanzó otros dos pasos y olfateó sus pies. Glyn parpadeó y miró de nuevo hacia la casa.

– Justine te ha construido un bonito lugar donde vivir, Anthony.

La puerta principal se abrió entre pilastras de ladrillo, y sus paneles de roble pulido capturaron la escasa luz del atardecer que lograba abrirse paso entre la niebla. La mujer de Anthony, Justine, aguardaba con una mano sobre el pomo de la puerta.

– Entra, Glyn, por favor -dijo-. He preparado té.

Retrocedió de nuevo hacia el interior de la casa, sin ofrecer condolencias que tal vez no serían bien recibidas.

Anthony siguió a Glyn, subió su maleta al cuarto de invitados y volvió a la sala de estar. Glyn contemplaba por una ventana el jardín delantero, con sus muebles blancos de hierro forjado, primorosamente dispuestos, que brillaban en la niebla; Justine estaba junto al sofá, con las puntas de los dedos apretadas frente a ella.

Su primera y segunda esposas no podían ser más diferentes. Glyn, de cuarenta y seis años, no hacía nada para disimular los embates de la edad. Su rostro empezaba a desmoronarse: patas de gallo en los ojos, profundas líneas como surcos desde la nariz a la barbilla, menudas hendiduras que nacían en sus labios; la carne que empezaba a perder tirantez restaba definición a su mentón. El pelo veteado de gris, largo y recogido con un severo moño. Su cuerpo se estaba ensanchando en la cintura y las caderas, y lo cubría con tweed, lana, medias de color carne y zapatos sin tacón.

En contraste, Justine aún lograba, a sus treinta y cinco años, sugerir la lozanía de la juventud. Agraciada con la estructura facial que mejora su aspecto con la edad, era atractiva sin ser bella, de piel suave, ojos azules, pómulos afilados y mentón firme. Era alta, delgada, con una cascada de cabello rubio que caía suelto sobre sus hombros, como el de una adolescente. Esbelta y elegante, llevaba la misma indumentaria con que había ido a trabajar por la mañana, traje gris a medida con un cinturón negro, medias grises, zapatos negros, un broche plateado en la solapa. Estaba perfecta, como siempre.

Anthony desvió la vista hacia el comedor, donde Justine había dispuesto la mesa para el té de la tarde. Demostraba en qué había empleado las horas desde que él la había telefoneado desde la imprenta de la universidad para comunicarle la muerte de su hija. Mientras iba al depósito de cadáveres, a la comisaría de la policía, al colegio, a su despacho, a la estación de tren, mientras identificaba el cadáver, contestaba preguntas, aceptaba incrédulas condolencias y se ponía en contacto con su ex mujer, Justine se había encargado de los preparativos para los siguientes días de duelo. El resultado de sus esfuerzos descansaba sobre la mesa del comedor.

Todo el servicio de té procedente de su vajilla de bodas, cuyo dibujo reproducía rosas de borde dorado y hojas rizadas, estaba dispuesto sobre un mantel de hilo. Entre los platillos, tazas, cubiertos, servilletas blancas y jarrones de flores, había un pastel de semilla de amapola, una bandeja con delicados bocadillos, otra de finas tostadas con mantequilla, panecillos recién hechos, mermelada de fresas y crema cuajada.

Anthony miró a su mujer. Justine le dedicó una sonrisa fugaz y señaló la mesa con un elegante ademán.

– He preparado té -repitió.

– Gracias, querida.

Sus palabras le sonaron forzadas, como mal ensayadas.

– Glyn. -Justine esperó a que la otra mujer se volviera-. ¿Puedo ofrecerte algo?

Los ojos de Glyn vagaron hacia la mesa, y de ella a Anthony.

– No, gracias. Me resulta imposible comer.

Justine se volvió hacia su marido.

– ¿Anthony?

Este comprendió la trampa. Tuvo la momentánea sensación de que colgaba en el aire, como una cuerda de la que tiraran incesantemente dos bandos opuestos. Después, se encaminó a la mesa. Eligió un bocadillo, un panecillo y un trozo de pastel. Todo sabía a arena.

Justine se acercó a su lado y sirvió té. El humo se elevó en el aire, con el perfume afrutado de la mezcla moderna que ella prefería. Los dos se quedaron frente a la comida desplegada ante ellos, los cubiertos relucientes, el ramo de flores. Glyn continuó de pie junto a la ventana de la otra habitación. Ninguno hizo ademán de sentarse.

– ¿Qué te ha dicho la policía? -preguntó Glyn-. A mí no me han telefoneado.

– Les dije que no lo hicieran.

– ¿Por qué?

– Pensé que debía ser yo quien…

– ¿Tú?

Anthony vio que Justine dejaba su taza sobre la mesa. Vio que tenía los ojos clavados en el borde.

– ¿Qué le ocurrió, Anthony?

– Glyn, siéntate. Por favor.

– Quiero saber lo que ha pasado.

Anthony dejó el platillo junto a la taza de té, que no había probado. Volvió a la sala de estar. Justine le siguió. Anthony se sentó en el sofá, indicó a su mujer que se sentara a su lado, esperó a que Glyn se apartara de la ventana. No lo hizo. Justine empezó a dar vueltas a su anillo de bodas.

Anthony recitó los hechos. Elena había salido a correr, alguien la asesinó. La habían golpeado y asesinado.

– Quiero ver el cuerpo.

– No, Glyn. No lo hagas.

La voz de Glyn se quebró por primera vez.

– Es mi hija. Quiero ver el cuerpo.

– En su estado actual, no. Más tarde. Cuando los de la funeraria…

– La veré, Anthony.

Notó la tensa elevación del tono de su voz y supo por experiencia cómo terminaría la discusión. Intentó disuadirla.

– Tiene un lado de la cara hundido. Se ven los huesos. No tiene nariz. ¿Es eso lo que quieres ver?

Glyn rebuscó en su bolso y sacó un pañuelo de papel.

– Maldito seas -susurró-. ¿Cómo ocurrió? Me dijiste, me prometiste, que no la dejarías correr sola.

– Anoche telefoneó a Justine. Dijo que esta mañana no iba a correr.

– Que telefoneó… -La mirada de Glyn se desplazó de Anthony a su mujer-¿Tú corrías con Elena?

Justine dejó de dar vueltas al anillo, pero no apartó los dedos de él, como si fuera un talismán.

– Anthony me lo pidió. No le gustaba que corriera cerca del río cuando estaba oscuro, de modo que yo también corría. Anoche telefoneó y dijo que hoy no correría, pero, por algún motivo, cambió de parecer.

– ¿Desde cuándo duraba esto? -preguntó Glyn, devolviendo la atención a su ex marido-. Me dijiste que Elena no correría sola, pero te callaste que Justine… -De pronto, enfocó la cuestión desde otro ángulo-. ¿Cómo pudiste hacer eso, Anthony? ¿Cómo pudiste confiar el bienestar de tu hija a…?

– Glyn -la interrumpió Anthony.

– No se preocupó. No la vigiló. Le daba igual su seguridad.