Lynley asintió con semblante malhumorado.
– Exactamente. En términos generales.
Barbara Havers lanzó un largo suspiro de frustración.
– Estoy despistadísima. Veo el medio. Veo la oportunidad. Pero no veo el móvil. En este caso, pienso que si alguien iba a ser golpeado y estrangulado, y si Sarah Gordon lo hizo, carece de sentido que la víctima fuera Elena, cuando Justine Weaver tenía todos los números. Examine los hechos. Dejando aparte el tiempo considerable que debió costarle a Sarah pintar el cuadro, que probablemente valdría cientos de libras, tal vez más, si bien lo que ignoro sobre arte podría llenar una biblioteca de buen tamaño, Justine lo destruyó. Manchar y rajar un óleo original se me antoja móvil suficiente, si quiere saber mi opinión. Y su marido no debió tomarse a broma que diera rienda suelta a sus sentimientos de aquella manera, destruyendo una obra de arte auténtica, pintada por una artista auténtica, de auténtica reputación. De hecho, no hubiera sido de extrañar que la matara, después de ver lo que había hecho. Entonces, ¿por qué cargarse a Elena? -Su voz adoptó un tono pensativo-. A menos que Justine no destrozara el cuadro. A menos que Elena… ¿Es eso lo que piensa, inspector?
Lynley no contestó, sino que, antes de llegar al puente que cruzaba el río en Fen Causeway, paró el coche en la cuneta.
– Enseguida vuelvo -dijo, sin parar el motor.
Desapareció en la niebla cuando no se había alejado ni diez pasos del Bentley.
No cruzó la calle para mirar la isla por tercera vez. Ya no podía revelarle más secretos. Sabía que desde la calzada vería las formas de los árboles, el contorno brumoso del puente peatonal que cruzaba el río, y tal vez la silueta de las aves que surcaban el agua. Vería Coe Fen como una opaca pantalla grisácea. Y nada más. Si las luces de Peterhouse conseguían perforar la inmensa y tenebrosa extensión de niebla, se verían como meras cabezas de alfiler, menos sustanciales que estrellas. Incluso Whistler lo habría considerado un reto difícil, pensó.
Por segunda vez, caminó hasta el final del puente, hasta la puerta de hierro. Y por segunda vez, reparó en que, cualquiera que corriera a lo largo del río desde Queen's, o desde St. Stephen, tendría tres posibilidades de llegar a Fen Causeway. Un giro a la izquierda y dejaría atrás el departamento de Ingeniería. Un giro a la derecha y se encaminaría hacia Newnham Road. O, como había comprobado personalmente el martes por la tarde, ella pudo seguir recto, cruzar la calle hasta donde él se encontraba ahora, pasar por la puerta y continuar hacia el sur por el río superior.
Lo que no había pensado el martes por la tarde era que, si alguien corría hacia la ciudad desde la dirección opuesta, también contaría con tres posibilidades. Lo que no había pensado el martes por la tarde, para empezar, era que alguien pudiera correr en dirección opuesta, comenzando por el río superior en lugar del inferior, y, por tanto, seguir el sendero superior y no el inferior, por el que Elena Weaver había corrido la mañana de su muerte. Ahora, contempló este sendero superior, y observó que desaparecía en la niebla como una fina línea trazada a lápiz. Al igual que el lunes, había escasa visibilidad, menos de seis metros, tal vez, pero el río y, por consiguiente, el sendero paralelo se dirigían hacia el norte en esta parte, sin que apenas una curva o una hondonada dieran lugar a que un caminante o un corredor (tanto si conocía el terreno como si no) se detuviera, vacilante.
Una bicicleta surgió de la niebla, y el faro fijado a los manillares arrojó un débil rayo de luz, no más ancho que un dedo índice. Cuando el ciclista, un joven barbudo tocado con un elegante sombrero, que no cuadraba con los tejanos descoloridos y la chaqueta negra, desmontó para abrir la puerta, Lynley le habló.
– ¿Adónde conduce este sendero?
El joven se ajustó el sombrero y miró hacia atrás, como si examinar el sendero le ayudara a contestar mejor a la pregunta. Se tiró de la barba, pensativo.
– Sigue el río un trecho.
– ¿Hasta dónde?
– No estoy seguro. Siempre lo cojo por Newnham Driftway. Nunca he ido en la otra dirección.
– ¿Va a Grantchester?
– ¿Este sendero? No, tío. No se va por aquí.
– Maldita sea.
Lynley contempló el río con el ceño fruncido, al darse cuenta de que debería revisar su teoría acerca de cómo se había llevado a cabo el asesinato de Elena Weaver.
– Pero se puede llegar desde aquí si no le importa caminar un poco -dijo el joven, tal vez creyendo que Lynley tenía ganas de pasear envuelto en la niebla. Sacudió un poco de barro adherido a sus tejanos y agitó la mano vagamente de sur a sudeste-. Sí baja por el sendero encontrará un aparcamiento, pasado Lammas Land. Si ataja por allí y baja por la avenida Eitsley, encontrará un sendero peatonal público que atraviesa los campos. Está bien indicado, y le llevará a Grantchester. Claro que… -Echó un vistazo al fino abrigo de Lynley y a sus zapatos Lobbs, fabricados a mano-. No sé si me arriesgaría con esta niebla, sin conocer el camino. Podría acabar chapoteando en el barro.
El entusiasmo de Lynley aumentó a medida que el joven hablaba. A la postre, los hechos iban a darle la razón.
– ¿Está muy lejos? -preguntó.
– Yo calculo que el aparcamiento dista un kilómetro.
– Me refiero a Grantchester, si se atraviesan los campos.
– Tres kilómetros, tres y medio. No más.
Lynley volvió a mirar el sendero, la tranquila superficie del río. El tiempo, pensó. Todo giraba alrededor del tiempo. Regresó al coche.
– ¿Y bien? -preguntó Havers.
– No cogió el coche en el primer viaje -respondió Lynley-. No podía arriesgarse a que algún vecino la viera marchar, como los dos de después, o que alguien la viera aparcado cerca de la isla.
Havers miró en la dirección de la que Lynley acababa de llegar.
– De modo que vino por el sendero, pero debió regresar corriendo como una loca.
Lynley sacó de su chaleco el reloj de bolsillo.
– ¿No fue… la señora Stamford quien dijo que se fue a las siete con mucha prisa? Al menos, ahora sabemos por qué. Tenía que encontrar el cadáver antes de que lo hiciera otra persona. -Abrió el reloj y lo entregó a Havers-. Es hora de ir a Grantchester, sargento -dijo.
Internó el Bentley en el tráfico que, si bien lento, era escaso a esa hora de la tarde. Bajaron la suave pendiente de la calzada elevada y, después de un veloz frenazo, cuando un coche que venía en dirección contraria invadió su carril para esquivar una furgoneta de correos aparcada mitad sobre la acera y mitad sobre la calzada, llegaron a la glorieta de Newnham Road. El tráfico disminuyó notablemente a partir de aquel punto, y aunque la niebla continuó siendo muy espesa (remolineaba alrededor de la taberna Granta King y un pequeño restaurante tailandés como si se tratara de un truco publicitario), Lynley pudo aumentar un poco la velocidad.
– ¿Tiempo? -preguntó.
– De momento, treinta y dos segundos. -Havers se volvió en el asiento para mirarle de frente, sin soltar el reloj-. No es una corredora, señor. No es como esas chicas.
– Por eso tardó casi media hora en volver a casa, cambiarse de ropa, cargar el coche y volver a Cambridge. Hay unos tres kilómetros a Grantchester, si se ataja por los campos. Un corredor de fondo habría cubierto el trayecto en menos de diez minutos. Si Sarah Gordon fuera una corredora, la muerte de Georgina Higgins-Hart habría sido innecesaria.
– ¿Porque habría regresado a casa, cambiado su indumentaria y vuelto con tiempo suficiente para, aunque Rosalyn la describiera con precisión, poder decir que huyó de la isla después de descubrir el cadáver?
– Exacto.
Lynley siguió conduciendo.
Havers consultó el reloj.
– Cincuenta y dos segundos.