Siguieron paralelos al lado oeste de Lammas Land, un amplio parque salpicado de mesas de picnic y zonas de juego que abarcaba tres cuartas partes de la longitud de Newnham Road. Tomaron la curva donde Newnham se convertía en Barton y dejaron atrás una hilera de deprimentes pisos de pensionistas, una iglesia, una lavandería de cristales entelados y los edificios de ladrillo más recientes de una ciudad que se encontraba en pleno crecimiento económico.
– Un minuto quince segundos -dijo Havers, cuando se desviaron al sur, en dirección a Grantchester.
Lynley miró a St. James por el retrovisor. Su amigo había cogido el material reunido por Pen en el museo Fitzwilliam (fue recibida por sus antiguos colegas con el júbilo que suele reservarse a la realeza) y estaba examinando las radiografías y las fotos infrarrojas con su acostumbrado estilo pausado y pensativo.
– St. James, ¿qué es lo mejor de querer a Deborah? -preguntó.
St. James levantó la cabeza lentamente, sorprendido. Lynley comprendió. Teniendo en cuenta la historia común a los tres, había corrientes procelosas por las que no solían navegar.
– No se suelen hacer estas preguntas a un marido sobre su mujer.
– ¿Lo has pensado alguna vez?
St. James miró por la ventana a dos mujeres de edad avanzada, una de las cuales se ayudaba con un bastón de aluminio, que caminaban hacia una estrecha verdulería. Las frutas y verduras exhibidas fuera estaban cubiertas de humedad. Bolsas de naranjas colgaban de sus brazos.
– No creo -contestó St. James-, pero supongo que es esa sensación de abrumadora vitalidad. Sentirse vivo, no estar vivo simplemente. No puedo comportarme como un autómata con Deborah. No puedo fingir. No me lo permitiría. Exige lo mejor de mí. Es dueña de mi alma.
Lynley captó su mirada por el retrovisor. Sombría, pensativa, como si desmintiera sus palabras.
– Eso me figuraba -dijo.
– ¿Porqué?
– Porque es una artista.
Los últimos edificios, una fila de casas antiguas construidas en un terreno elevado, ya en las afueras de Cambridge, fueron engullidos por la niebla. Dieron paso a setos de espino gris que se preparaban para el invierno. Havers consultó el reloj.
– Dos minutos y medio -anunció.
La carretera era estrecha, sin desviaciones ni señalización. Serpenteaba entre campos, de los cuales parecía surgir un nimbo que creaba un lienzo sólido en dos dimensiones, de color ratón, en el que no había nada pintado. Si existían granjas a lo lejos, en las que trabajaba gente y los animales pastaban, la niebla las ocultaba.
Entraron en Grantchester y dejaron atrás a un hombre vestido de tweed y calzado con botas altas hasta la rodilla que, apoyado en un bastón, contemplaba a su perro pastor mientras exploraba la cuneta.
– El señor Davies y el señor Jeffries -explicó Havers-, haciendo su número habitual.
Cuando Lynley aminoró la velocidad para doblar hacia la calle principal, la sargento volvió a consultar el reloj. Utilizó los dedos para concretar sus cálculos.
– Cinco minutos treinta y siete segundos. ¿Qué hace, señor? -exclamó, cuando Lynley frenó con brusquedad.
Un Citroen azul metálico estaba aparcado en el camino particular de la casa de Sarah Gordon.
– Esperad aquí -dijo Lynley, y saltó del Bentley. Cerró la puerta sin hacer ruido y recorrió a pie la distancia que le separaba del College reconstruido.
Las cortinas de las ventanas delanteras estaban corridas. La casa parecía deshabitada.
«Estaba hablando conmigo y se marchó sin más. Supongo que estará vagando por la niebla, pensando qué va a hacer ahora.»
¿Cómo lo había descrito? Obligación moral frente a polla loca. Un examen superficial proclamaba que era tanto una referencia inconsciente al fracaso de su matrimonio, como una descripción del dilema de su ex marido. Pero había algo más. Porque, si bien la intención de Glyn Weaver fue referirse con sus palabras al deber de Weaver hacia la muerte de su hija frente a su continuo deseo por una esposa bella, Lynley estaba seguro ahora de que contenían otra explicación, que Glyn ignoraba por completo, patente en el coche aparcado en aquel lugar.
«Le conocí. Durante un tiempo fuimos íntimos.»
«Siempre ha tenido problemas cuando se plantea un conflicto.»
Lynley se acercó al coche y comprobó que estaba cerrado con llave. También vacío, salvo una pequeña caja de cartón abierta en parte sobre el asiento contiguo al del conductor. Lynley se quedó petrificado al verla. Sus ojos se desviaron hacia la casa, volvieron a la caja y a los tres cartuchos rojos que asomaban. Corrió hacia el Bentley.
– ¿Qué…?
Antes de que Havers terminara la pregunta, apagó el motor y se volvió hacia St. James.
– Hay una taberna un poco más allá de la casa, a la izquierda -dijo-. Ve allí y llama a la policía de Cambridge. Dile a Sheehan que venga. Ni luces, ni sirenas, pero que venga armado.
– Inspector…
– Anthony Weaver está en esa casa -dijo Lynley a Havers-. Ha traído una escopeta.
Esperaron hasta que St. James desapareció en la niebla, y regresaron hacia la casa, que se encontraba a unos diez metros de distancia.
– ¿Qué opina? -preguntó Havers.
– Que no podemos permitirnos el lujo de esperar a Sheehan.
Miró hacia el camino por el que habían entrado en el pueblo. El viejo y el perro iban a doblar la curva de la carretera.
– En alguna parte hay un sendero peatonal que debió tomar el lunes por la mañana -dijo Lynley-. Pienso que, si salió de casa sin que la vieran, no pudo salir por la puerta principal. De modo que… -Miró de nuevo hacia la casa, y luego a la carretera-. Por aquí.
Desandaron a pie el camino que habían recorrido en coche. Apenas habían avanzado cinco metros cuando el viejo y el perro se les acercaron. El hombre levantó el bastón y lo apuntó al pecho de Lynley.
– El martes -dijo-. Estuvieron aquí el martes. Recuerdo esas cosas. Norman Davies. Tengo buena memoria.
– Joder -murmuró Havers.
El perro se sentó al lado del señor Davies, con las orejas tiesas y una expresión de cordial anticipación en la cara.
– El señor Jeffries y yo -indicó al perro, que pareció inclinar la cabeza cortésmente al oír su nombre- llevamos una hora fuera. El señor Jeffries, dado lo avanzado de su edad, tarda un poco en reaccionar a las llamadas de la naturaleza. Les vimos pasar, ¿verdad, señor Jeffries? Y yo me dije: esta gente ya ha estado aquí antes. Y estoy en lo cierto, ¿verdad? Tengo buena memoria.
– ¿Dónde está el sendero que va a Cambridge? -preguntó Lynley sin más ceremonias.
El hombre se rascó la cabeza. El perro se rascó la oreja.
– ¿Sendero, dice usted? No pretenderá dar un paseo con esta niebla. Sé lo que está pensando: si el señor Jeffries y yo hemos salido, ¿por qué no ustedes dos? Es que solo ha sido una excursión necesaria. De lo contrario, estaríamos bien arropaditos en casa. -Señaló con el bastón una pequeña casa con techo de bálago, al otro lado de la calle-. Cuando no salimos a nuestras excursiones necesarias, solemos sentarnos ante nuestra ventana del frente. No es que espiemos al pueblo, se lo advierto, pero nos gusta mirar la calle principal. ¿Verdad, señor Jeffries?
El perro jadeó en señal de acuerdo.
Lynley sintió deseos de agarrar al viejo por las solapas del abrigo.
– ¿El sendero a Cambridge? -repitió.
El señor Davies se meció atrás y adelante.
– Igual que Sarah, ¿verdad? Solía caminar hasta Cambridge casi todos los días, ¿saben? «Ya he dado mi paseo matutino», decía cuando el señor Jeffries y yo pasábamos a buscarla alguna tarde para que saliera a dar una vuelta con nosotros. Y yo le decía: «Sarah, una persona tan aficionada a Cambridge como tú debería vivir allí, con tal de ahorrarse la caminata». Y ella respondía: «Lo estoy pensando, señor Davies. Déme un poquito de tiempo». -Rió por lo bajo y prosiguió su relato, hundiendo el bastón en el suelo-. Dos o tres veces por semana se iba campo a través y nunca se llevaba el perro, cosa que, con franqueza, jamás logré comprender. En mi opinión, Llama, su perro, no hace suficiente ejercicio, así que el señor Jeffries y yo…