– ¿Dónde está el jodido sendero? -rugió Havers.
El hombre se sobresaltó. Señaló carretera abajo.
– En Broadway.
Se pusieron en camino de inmediato, y oyeron sus airadas protestas.
– Deberían mostrar cierto agradecimiento. La gente nunca piensa…
La niebla ocultó su cuerpo y apagó su voz cuando doblaron la curva donde la calle principal se convertía en Broadway, * un nombre totalmente equivocado para un sendero campestre, estrecho y bordeado de espesos setos. Después de la última casa, a menos de trescientos metros de la antigua escuela, la puerta de madera de un cercado, teñida de verde por el musgo que la cubría, colgaba de sus oxidados goznes en un ángulo asimétrico. Un grueso roble inglés extendía sus ramas sobre ella y ocultaba en parte un letrero metálico clavado en un poste cercano, SENDERO PÚBLICO, rezaba. CAMBRIDGE, TRES KILÓMETROS.
La puerta daba paso a una zona de pastos, de hierba exuberante que se inclinaba bajo el peso de la humedad. Se mojaron los bajos de los pantalones y los zapatos cuando corrieron por la senda paralela a las vallas y muros de los jardines traseros, que señalaban los límites de las casas situadas a lo largo de la calle principal del pueblo.
– ¿De veras cree que se marcó una excursión a Cambridge con una niebla como esta? -preguntó Havers, mientras trotaba al lado de Lynley-. ¿Y después volvió corriendo, sin perderse?
– Conocía el camino. El sendero se ve bien, y es probable que rodee los campos en lugar de atravesarlos. Si conociera la topografía del terreno, podría hacerlo con los ojos vendados.
– O a oscuras -concluyó Havers por él.
El jardín posterior de la antigua escuela estaba limitado por una valla de alambre de púas. Consistía en un huerto, dedicado en gran parte a la siembra, y un jardín cubierto de hierbas. Detrás se veía la puerta trasera de la casa, precedida por tres peldaños. Sobre el último se erguía el perro de Sarah Gordon. Rascaba con la pata la parte inferior de la puerta y emitía tímidos lloriqueos.
– Armará un cirio en cuanto nos vea -comentó Havers.
– Eso depende de su nariz y su memoria -dijo Lynley.
Emitió un silbido suave. El perro irguió las orejas. Lynley volvió a silbar. El perro lanzó dos rápidos ladridos…
– ¡Maldita sea! -dijo Havers.
… y bajó corriendo los peldaños. Trotó por el jardín hasta la valla, con una oreja tiesa y la otra caída sobre la frente.
– Hola, Llama. -Lynley extendió la mano. El perro olfateó, examinó y meneó la cola-. Ya estamos dentro -dijo Lynley, y pasó por encima de la valla. Llama brincó con un solo ladrido, ansioso por dar la bienvenida. Plantó sus patas manchadas de barro sobre el abrigo de Lynley. Este lo cogió, lo levantó y volvió hacia la valla, mientras el perro le lamía la cara y lloriqueaba de placer. Entregó el animal a Havers y se quitó la bufanda.
– Átela al collar -indicó-. Úsela como correa.
– Pero yo…
– Hemos de sacarle de aquí, sargento. Tiene ganas de saludar, pero dudo de que se esté quieto si entramos en la casa.
Havers se debatió con el animal, que parecía estar compuesto exclusivamente de patas y lengua. Lynley ató su bufanda al collar de cuero de Llama y tendió los extremos a Havers, mientras esta depositaba el animal en el suelo.
– Lléveselo a St. James -ordenó.
– ¿Y usted? -Miró hacia la casa y obtuvo una respuesta que no le gustó en absoluto-. No puede entrar solo, inspector. De ninguna manera. Dijo que va armado, y si es así…
– Lárguese, sargento. Ya.
Se volvió antes de que la mujer pudiera contestar y atravesó a toda prisa el jardín, agachado. Las luces estaban encendidas en lo que debía ser el estudio de Sarah Gordon, pero las demás ventanas miraban sin parpadear a la niebla.
La puerta no estaba cerrada con llave. El pomo estaba frío, húmedo y resbaladizo, pero lo giró sin el menor ruido. Entró en un porche de recepción, y al otro lado vio la cocina. Las alacenas y encimeras arrojaban largas sombras sobre el suelo de linóleo blanco.
Un gato maulló en la oscuridad. Al instante siguiente apareció Seda. Salió de la sala de estar con absoluto sigilo, como un revienta pisos profesional. Se detuvo de repente al ver a Lynley y le examinó con mirada impertérrita. Luego, saltó sobre la encimera y se sentó con majestuosa tranquilidad. Enrolló la cola alrededor de sus patas delanteras. Lynley pasó de largo, los ojos clavados en el gato, los ojos del gato clavados en él, y se dirigió hacia la puerta que daba acceso a la sala de estar.
Estaba desierta, como la cocina. Con las cortinas cerradas, estaba llena de sombras e iluminada por la escasa luz del día que se filtraba por aquellas cortinas y por una abertura entre ellas. Un fuego ardía en la chimenea, siseaba a medida que la madera se convertía en cenizas. Un pequeño tronco descansaba sobre el suelo, como si Sarah Gordon hubiera estado a punto de añadirlo a los demás cuando la llegada de Anthony Weaver la interrumpió.
Lynley se quitó el abrigo y atravesó la sala de estar. Entró en el pasillo que conducía a la parte posterior de la casa. La puerta del estudio estaba entornada, pero surgía luz de la estrecha rendija, dibujando un triángulo transparente sobre el suelo de roble.
Oyó el murmullo de sus voces. Sarah Gordon estaba hablando. Su voz apenas era audible. Parecía agotada.
– No, Tony, no fue así.
– Dímelo de una vez, maldita sea.
En contraste, Weaver estaba ronco.
– Lo has olvidado, ¿verdad? Nunca me pediste que te devolviera la llave.
– Oh, Dios mío.
– Sí. Después de que rompieras conmigo, pensé que habías pasado por alto la posibilidad de que aún podía entrar en tus habitaciones. Después, decidí que habías cambiado las cerraduras, porque te habría resultado más fácil que pedirme la llave y arriesgarte a que se produjera otra escena entre nosotros. Más tarde -una breve carcajada, carente de vida, dedicada sobre todo a ella-, empecé a creer que estabas esperando a asegurarte la cátedra Penford para telefonearme y pedirme que volviéramos a vernos. Y para eso necesitaba la llave, ¿no?
– ¿Cómo pudiste pensar que lo ocurrido entre nosotros…, de acuerdo, lo que yo provoqué que ocurriera, tuviera algo que ver con la cátedra Penford?
– Porque a mí no me puedes mentir, Tony, por más que te mientas a ti mismo y a los demás. Todo ha sido por culpa de la cátedra. Siempre lo fue y siempre lo será. Utilizaste a Elena como una excusa más noble en tu mente y más atractiva que la codicia académica. Mejor romper tu relación conmigo por tu hija que perder un ascenso, si todo el mundo se enteraba de que abandonabas a tu segunda esposa por otra mujer.
– Fue por Elena. Por Elena. Lo sabes muy bien. Todo lo hice por Elena.
– Oh, Tony. Basta, por favor.
– Nunca intentaste comprender lo nuestro. Al final, empezó a perdonarme, Sarah. Al final, empezó a aceptar a Justine. Estábamos construyendo algo juntos. Los tres formábamos una familia. Ella lo necesitaba.
– Tú lo necesitabas. Deseabas la apariencia que proporcionaba a tu público.
– Me arriesgaba a perderla si abandonaba a Justine. Empezaba a nacer una relación entre ellas, y si abandonaba a Justine, como había abandonado a Glyn, me arriesgaba a perder a Elena para siempre. Y Elena era lo primero. -Habló en voz más alta mientras se movía por el estudio-. Vino a nuestra casa, Sarah. Vio lo feliz que podía ser un matrimonio. Yo no podía destruir eso. No podía traicionar lo que ella creía de nosotros, abandonando a mi mujer.