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– Y, en cambio, destruiste mi mejor faceta. Al fin y al cabo, era lo más conveniente.

– Tenía que conservar a Justine. Debía aceptar sus condiciones.

– Por la cátedra Penford.

– ¡No, maldita sea! ¡Lo hice por Elena! Por mi hija. Por Elena. Tú nunca lo comprendiste. No quisiste comprenderlo. No quisiste pensar en lo que yo podía sentir, además de…

– ¿Narcisismo? ¿Interés?

En respuesta, se oyó el ruido de metal al chocar contra metal. Era el sonido inconfundible de una bala al ser introducida en una escopeta. Lynley se acercó a unos centímetros de la puerta del estudio, pero tanto Weaver como Sarah Gordon estaban fuera de su campo de visión. Intentó localizar sus posiciones por el sonido de la voz. Apoyó una mano sobré la madera.

– No creo que vayas a disparar, Tony -dijo Sarah Gordon-, ni tampoco que quieras entregarme a la policía. En ambos casos, el escándalo acabaría contigo, y no creo que desees eso. Sobre todo después de lo que ya ha pasado entre nosotros.

– Mataste a mi hija. Telefoneaste a Justine desde mis habitaciones el domingo por la noche, la engañaste para que Elena fuera a correr sola, y luego la mataste. Elena. Asesinaste a Elena.

– Tu creación. Sí, Tony. Yo maté a Elena.

– Nunca te hizo daño. Ni siquiera sabía…

– ¿Que tú y yo éramos amantes? No, nunca lo supo. Cumplí mi promesa. Nunca se lo dije. Murió pensando que eras fiel a Justine. Eso era lo que querías que pensara, ¿no? ¿No querías que lo pensara todo el mundo?

Aunque enormemente cansada, su voz era más firme que la de él. Ella estaría de cara a la puerta, pensó Lynley. La empujó poco a poco. Se movió unos centímetros. Vio el borde del abrigo de tweed de Weaver. Vio la culata de la escopeta, apoyada en su cadera.

– ¿Cómo pudiste hacerlo? Tú la conocías, Sarah. Se sentaba en esta habitación, dejaba que la dibujaras, posaba para ti, hablaba y…

Un sollozo quebró su voz.

– ¿Y? ¿Y, Tony? ¿Y? -Lanzó una breve y amarga carcajada cuando él no respondió-. Y yo la pintaba. Así era, pero no terminó ahí. Justine se encargó de ello.

– No.

– Sí. Mi creación, Tony. El único ejemplar. Como Elena.

– Intenté explicarte cuánto lamentaba…

– ¿Lamentabas? ¿Lamentabas?

Por primera vez, su voz se quebró.

– Tuve que aceptar sus condiciones cuando se enteró de lo nuestro. No tuve otra elección.

– Ni yo.

– Y mataste a mi hija, a un ser humano, de carne y hueso, no a una tela carente de vida… para vengarte.

– No quería venganza. Quería justicia, pero no iba a lograrla en los tribunales, porque la pintura era tuya, mi regalo. No importaba hasta qué punto me había volcado en ella, porque ya no me pertenecía. El caso estaba perdido. Tuve que equilibrar la balanza.

– Como yo ahora.

Se produjo un movimiento en la habitación. Sarah Gordon se colocó en línea con la puerta. Iba envuelta en una manta, el cabello enmarañado y descalza. Tenía la cara pálida, incluso los labios.

– Tu coche está en el camino particular. Alguien te habrá visto llegar. ¿Cómo piensas matarme y salir impune?

– Me da igual.

– ¿El escándalo? No habrá ninguno, ¿verdad? El apesadumbrado padre impulsado a la violencia por la muerte de su hija. -Enderezó los hombros y le miró a la cara-. ¿Sabes?, creo que deberías darme las gracias por matarla. Con la opinión pública volcada en tu favor, tienes la cátedra garantizada.

– Maldita seas…

– ¿Cómo demonios conseguirás apretar el gatillo sin que Justine te ayude a sostener el arma?

– Lo conseguiré, créeme. Con mucho placer.

Avanzó un paso hacia ella.

– ¡Weaver! -gritó Lynley, y abrió la puerta al mismo tiempo.

Weaver se volvió hacia él. Lynley se arrojó al suelo. La escopeta disparó. Una ensordecedora explosión resonó en el estudio. El olor a pólvora impregnó el aire. Dio la impresión de que una nube de polvo negro azulado surgía como por arte de magia. A través de ella, vio que Sarah Gordon se derrumbaba sobre el suelo, a menos de un metro y medio de él.

Antes de que pudiera moverse, oyó de nuevo el familiar ruido metálico, cuando Weaver volvió a cargar el arma. Se puso en pie antes de que el profesor de historia volviera la escopeta contra él. Lynley saltó y apartó el arma de un manotazo. Se disparó por segunda vez, justo cuando la puerta principal de la casa se abría. Media docena de policías corrieron por el pasillo e irrumpieron en el estudio, con los fusiles preparados para disparar.

– ¡No disparen! -gritó Lynley. Los oídos le zumbaban.

De hecho, no había necesidad de más violencia, porque Weaver se había desplomado sobre un taburete. Se quitó las gafas y las tiró al suelo. Pisoteó los cristales.

– Tenía que hacerlo -dijo-. Por Elena.

Era el mismo equipo de analistas que había hecho los honores cuando la muerte de Georgina Higgins-Hart. Llegó pocos minutos después de que la ambulancia saliera a toda velocidad hacia el hospital, abriéndose paso entre los curiosos que se habían congregado al principio del camino particular. El señor Davies y el señor Jeffries constituían el centro de atención, orgullosos de hacerse notar, orgullosos de anunciar a todos los reunidos su certeza de que algo iba mal en cuanto vieron a la mujer regordeta conduciendo a Llama hacia la taberna.

– Sarah nunca permitiría que una persona cualquiera se llevara a Llama -dijo el señor Davies-. Ni siquiera le puso la correa. Supe que algo iba mal en cuanto vi eso.

En otras circunstancias, la repetida presencia del señor Davies habría irritado a Lynley, pero en este momento el hombre era como un regalo del cielo, porque el perro de Sarah Gordon le conocía, reconoció su voz y quiso ir con él, a pesar de que habían sacado a su dueña de la casa, vendado su herida y aplicado un torniquete para detener la hemorragia de la arteria.

– Me llevaré también al gato -dijo el señor Davies, mientras bajaba por el camino con el perro pegado a sus talones-. Al señor Jeffries y a mí no nos gustan mucho los gatos, pero no queremos que la pobre criatura vague perdida hasta que Sarah vuelva a casa. -Lanzó una mirada inquieta en dirección a la casa de Sarah, donde varios miembros de la policía estaban conversando-. Porque Sarah volverá a casa, ¿no? No le pasará nada.

– No le pasará nada.

Había recibido el disparo en su brazo derecho y, a juzgar por los comentarios de los empleados de la ambulancia acerca de la gravedad de sus heridas, Lynley se preguntó si su frase tenía mucho sentido. Caminó de vuelta a la casa.

Oyó las perentorias preguntas que formulaba en el estudio la sargento Havers, así como las respuestas cansadas de Anthony Weaver. Oyó los movimientos del equipo de analistas, que recogía pruebas. Se cerró un armario y St. James dijo al superintendente Sheehan:

– Aquí está la moleta.

Lynley no se reunió con ellos.

En cambio, entró en la sala de estar y examinó algunas de las obras ejecutadas por Sarah Gordon, que colgaban de las paredes: cuatro jóvenes negros (tres agachados y uno de pie) congregados alrededor de un portal, en uno de los bloques de casas más ruinosos de Londres; un viejo vendedor de castañas que ofrecía su mercancía ante la puerta del metro de Leicester Square, mientras la gente bien vestida y cubierta de pieles que iba al cine pasaba de largo; un minero y su mujer en la cocina de su miserable casa de Gales.

Sabía que algunos artistas se limitaban a exhibir en sus obras una técnica brillante, poco arriesgada y vacía de contenido. Algunos artistas se convertían en meros expertos en su especialidad, y trabajaban la arcilla, la piedra, la madera o la pintura con la misma destreza y falta de esfuerzo de cualquier artesano corriente. Y otros artistas intentaban crear algo de la nada, poner orden en el caos, exigiéndose que su habilidad para comunicar estructura y composición, color y equilibrio, y cada obra creada, sirvieran también para comunicar un problema determinado. Una obra de arte exige a la gente que se detenga y mire, en un mundo de imágenes en movimiento. Si la gente dedica tiempo a detenerse ante telas, bronce, cristal o madera, el esfuerzo meritorio es aquel que trasciende el panegírico no verbalizado del talento de su creador. Invita a pensar, no solo a concederle atención.