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Comprendió que Sarah Gordon era ese tipo de artista. Había entregado su pasión a los lienzos y a la piedra. Solo había fracasado al intentar entregarla a la vida.

– ¿Inspector?

La sargento Havers entró en la sala.

– No sé si su intención era disparar sobre ella, Barbara -dijo Lynley, sin apartar la vista del cuadro de los niños paquistaníes-. La estaba amenazando, sí, pero es posible que el arma se haya disparado por accidente. Tendré que manifestarlo así en el tribunal.

– Diga lo que diga, no lo tiene muy bien.

– Su culpabilidad es discutible. Solo necesita un buen abogado y la compasión del público.

– Tal vez, pero usted hizo lo que pudo. -Extendió la mano, en la que sujetaba una hoja de papel doblada-. Uno de los hombres de Sheehan encontró una escopeta en el maletero del coche de Sarah. Y Weaver llevaba eso encima. No ha querido hablar del tema.

Lynley cogió el papel, lo desdobló y vio un dibujo, un hermoso tigre atacando a un unicornio, cuya boca se abría en un mudo grito de terror y dolor.

Havers prosiguió.

– Solo dijo que lo encontró dentro de un sobre en sus habitaciones del College, cuando fue ayer a hablar con Adam Jenn. ¿Qué opina, señor? Recuerdo que Elena tenía las paredes llenas de unicornios, pero no entiendo lo del tigre.

Lynley le devolvió el papel.

– Es una tigresa -dijo, y por fin comprendió la reacción de Sarah Gordon cuando le mencionó a Whistler el primer día que había hablado con ella. No fue por las críticas sobre John Ruskin, ni por arte, ni por haber pintado la noche o la niebla. Fue por la mujer que había sido amante del artista, la molinera anónima a la que llamaba la Tigresse-. Le comunicaba que había asesinado a su hija.

Havers se quedó boquiabierta.

– ¿Porqué?

– Era la única manera de completar el círculo de ruina que se habían infligido mutuamente. Él destruyó su creación y su capacidad de crear. Ella lo sabía. Quería que él supiera que ella había destruido la suya.

Capítulo 22

Justine salió a recibirle a la puerta. Acababa de insertar la llave en la cerradura cuando ella la abrió. Anthony vio que aún no se había cambiado, y aunque llevaba el traje negro y la blusa gris perla desde hacía trece horas, no se veía ni una arruga, como si terminara de vestirse.

Justine miró hacia las luces del coche policial, que iba marcha atrás por el camino particular.

– ¿Dónde has estado? -preguntó-. ¿Dónde está el Citroen? Anthony, ¿dónde están tus gafas?

Le siguió al estudio y se quedó en la puerta, mientras él buscaba en el escritorio unas gafas de concha que no utilizaba desde hacía años. Sus gafitas de Woody Allen, decía Elena. «Papá, te dan aspecto de patán.» No las había vuelto a llevar.

Miró a la ventana y vio su reflejo, y a su mujer detrás de él. Era una mujer adorable. Durante los diez años de su matrimonio le había pedido muy poco, solo que la amara, solo que estuviera con ella. A cambio, había creado este hogar, en el cual recibía a sus colegas. Le había brindado apoyo, había creído en su futuro, le había sido perfectamente fiel, pero no había podido darle la inefable comunicación que existe entre dos personas cuando sus almas están unidas.

Mientras trabajaron por una meta común (buscar una casa, pintar y decorar, comprar muebles, mirar coches, diseñar un jardín), creyeron en la ilusión de que formaban el matrimonio ideal. Anthony había llegado a pensar: «Vamos a ser un matrimonio feliz. Es regenerativo, devoto, comprometido, tierno, cariñoso y fuerte. Hasta somos del mismo signo zodiacal, Géminis, los gemelos. Es como si hubiéramos sido el uno para el otro desde nuestro nacimiento».

Pero cuando desaparecieron los puntos comunes superficiales, una vez comprada la casa y amueblada a la perfección, una vez plantado el jardín y guardados en el garaje los bonitos coches franceses, descubrió que perduraba una vaciedad indefinible y una vaga e inquietante sensación de necesitar algo más.

También le había apoyado en esto. No le imitó (el arte no la interesaba en exceso), pero admiró sus dibujos, montó y enmarcó sus acuarelas y recortó el anuncio aparecido en el periódico local anunciando las clases de Sarah Gordon. Esto te gustaría, cariño, le dijo. Nunca he oído hablar de ella, pero el diario dice que posee un talento sorprendente. ¿No sería maravilloso que conocieras a una auténtica artista?

Y esa fue la mayor de las ironías, que la hubiera conocido por mediación de Justine. Que Justine le hubiera descubierto la presencia de Sarah Gordon en Grantchester completaba el círculo de la historia de una manera bien equilibrada. Al fin y al cabo, Justine era la única responsable de los acontecimientos finales que redondeaban esta obscena tragedia, y era muy adecuado que también ella fuera la pieza fundamental que desencadenara los primeros acontecimientos, iniciados con una clase de dibujo en vivo que tuvo lugar en el estudio de Sarah Gordon.

Si todo ha terminado entre vosotros, deshazte del cuadro, había dicho Justine. Destrúyelo. Sácalo de mi vida. Sácala de mi vida.

No fue suficiente que lo desfigurara con pintura. Solo su completa destrucción mitigó la ira de Justine y aplacó el dolor de su infidelidad. Este acto de destrucción solo podía llevarse a cabo en un momento y lugar determinados, con el fin de convencer a su mujer de la sinceridad con que ponía fin a su relación con Sarah. Había hundido tres veces el cuchillo en la tela, mientras Justine presenciaba la escena. Sin embargo, fue incapaz de desembarazarse del cuadro destrozado.

Si ella hubiera sido la persona que yo necesitaba, nada de esto habría sucedido, pensó. Si hubiera sido capaz de abrir su corazón, si hubiera entrado en contacto con su espíritu, si crear hubiera significado para ella más que poseer, si hubiera hecho algo más que escuchar y fingir solidaridad, si hubiera tenido algo que decir sobre sí misma, sobre la vida, si hubiera intentado comprender quién y qué soy…

– ¿Dónde está el Citroen, Anthony? -repitió Justine-. ¿Dónde están tus gafas? ¿Dónde demonios has estado? Son más de las nueve.

– ¿Dónde está Glyn?

– En el baño, y gastando casi toda el agua caliente de la casa.

– Se irá mañana por la tarde. Me gustaría que la aguantaras hasta entonces. Al fin y al cabo…

– Sí, ya lo sé. Ha perdido a su hija. Está destrozada y yo debería ser capaz de pasar por alto todo lo que hace, y todo lo que dice, solo por eso. Bien, no pienso hacerlo. Y tú serás un idiota si lo haces.

– En ese caso, supongo que soy un idiota. -Se apartó de la ventana-. Claro que te has aprovechado de esa circunstancia más de una vez, ¿no?

Las mejillas de Justine se tiñeron de púrpura.

– Somos marido y mujer. Aceptamos un compromiso. Prestamos juramento en una iglesia. Al menos, yo. Y nunca lo he roto. Yo no fui la que…

– Muy bien. Ya lo sé.

Hacía calor en la sala. Necesitaba quitarse el abrigo, pero no logró reunir las fuerzas suficientes.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Justine-. ¿Qué has hecho con el coche?

– Está en la comisaría de policía. No me dejaron conducir hasta casa.

– ¿Que no…? ¿La policía? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre?

– Nada. Ya no.

– ¿Qué quieres decir?

Daba la impresión de crecer a medida que la certeza se abría paso en su mente. Anthony casi vio cómo se tensaban sus músculos bajo la fina tela del traje.