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– Has estado con ella. Lo leo en tu cara. Me lo prometiste, Anthony. Anthony, me lo juraste. Dijiste que había terminado.

– Y lo está, créeme.

Dejó el estudio y se encaminó a la sala de estar. Oyó sus tacones repiquetear detrás de él.

– Entonces, ¿qué…? ¿Has tenido un accidente? ¿El coche está averiado? ¿Te has hecho daño?

Daño, un accidente. Qué gran verdad. Tuvo ganas de reír ante la macabra coincidencia. Ella siempre pensaría que él era la víctima, no el vengador. No podría concebir que, por una vez, se había ocupado de resolver un asunto sin ayuda. No podría concebir que, por fin, hubiera actuado de motu propio, sin importarle las opiniones o las criticas, porque creía que tenía derecho a hacerlo. ¿Quién la podía culpar? ¿Cuándo había actuado por decisión propia? Aparte de abandonar a Glyn, y había pagado por ello durante los últimos quince años.

– Contéstame, Anthony. ¿Qué ha pasado hoy?

– Terminé algunas cosas. De una vez por todas.

Entró en la sala de estar.

– Anthony…

En otro tiempo había creído que los bodegones colgados sobre el sofá constituían su mejor obra. «Pinta algo que podamos colgar en la sala de estar, cariño. Emplea colores que combinen.» Lo había hecho. Albaricoques y amapolas. Una sola mirada bastaba para identificarlos. ¿Acaso no es el verdadero arte la reproducción precisa de la realidad?

Los había bajado de la pared para enseñárselos la primera noche de clase. A pesar de que enseñaba dibujo de modelos vivos, quería que conociera desde el principio su superioridad sobre los demás, talento en bruto a la espera de que alguien lo transformara en el nuevo Manet.

Ella le sorprendió desde el primer momento. Subida sobre un taburete en un rincón de su estudio, empezó por no impartir ninguna enseñanza. En cambio, habló. Encajó los pies entre los travesaños del taburete, apoyó los codos sobre las rodillas manchadas de pintura, sostuvo la cabeza entre las manos, de forma que los cabellos se derramaron entre sus dedos, y habló. A su lado tenía un caballete con un cuadro inacabado que plasmaba a un hombre abrazando a una niña de cabello revuelto. Mientras hablaba, no lo señaló en ningún momento. Esperaba que sus alumnos establecieran la relación.

– No han venido aquí para aprender a aplicar pintura a una tela -dijo al grupo.

Se componía de seis personas: tres mujeres mayores con guardapolvos y zapatos estilo Oxford, la esposa de un militar norteamericano con mucho tiempo libre, una chica griega de doce años cuyo padre estaba pasando un año en la universidad como catedrático invitado, y él. Supo al instante que era el estudiante más serio de todos. Daba la impresión de que Sarah le hablaba directamente.

– Cualquier idiota puede hacer manchones y llamarlo arte -continuó-. Este cursillo no tratará de eso. Han venido para plasmar algo de ustedes en el lienzo, para revelar quiénes son mediante su composición, su elección del color, su sentido del equilibrio. El reto consiste en saber qué se ha hecho antes y superarlo. El trabajo consiste en seleccionar una imagen, pero pintar un concepto. Puedo proporcionarles técnicas y métodos, pero lo que produzcan al final ha de surgir de su más íntimo ser, si quieren llamarlo arte. Y… -Sonrió. Era una sonrisa franca, extraña, desprovista por completo de afectación. No sabía que arrugaba su nariz de una manera muy poco atractiva. Y, si lo sabía, lo más probable era que no le importara. No parecía conceder mucha importancia a las apariencias-…, si carecen de auténtico ser, o si no tienen forma de descubrirlo, o si por algún motivo tienen miedo de sacarlo a la luz, aun así lograrán crear algo en la tela con sus pinturas. Será agradable de mirar y un placer para ustedes. Pero todo será técnica. No será arte, necesariamente. El propósito, nuestro propósito, es comunicarse a través de un medio. Para ello, han de tener algo que decir.

Sutileza es la clave, les había dicho. Un cuadro es un susurro. No es un grito.

Al final, se sintió avergonzado de la arrogancia que representaba traer sus acuarelas para enseñárselas, tan convencido de sus méritos. Decidió salir del estudio sin hacerse notar, con los cuadros envueltos en su papel marrón, tan protector y conveniente, pero no fue lo bastante rápido.

– Veo que ha traído algunas de sus obras para enseñármelas, doctor Weaver -dijo Sarah, mientras los demás se iban.

Se acercó a su mesa y esperó a que los desenvolviera. Hacía años que no se sentía tan nervioso y superior.

Ella los examinó con aire pensativo.

– ¿Albaricoques y…?

Anthony notó que su cara enrojecía.

– Amapolas.

– Ah. -Y enseguida-: Sí. Muy bonitos.

– Bonitos, pero no es arte.

Ella le dirigió una mirada franca y cordial. Que los ojos de una mujer le miraran con tanto desparpajo le desconcertó.

– No me malinterprete, doctor Weaver. Estas acuarelas son muy hermosas. Y las acuarelas hermosas también tienen un lugar.

– ¿Las colgaría en su pared?

– ¿Yo? -Bajó la vista, pero luego volvió a clavarla en él-. Prefiero las pinturas algo más osadas. Es cuestión de gustos.

– ¿Y estas no son osadas?

La mujer estudió de nuevo las acuarelas. Se sentó sobre la mesa y sostuvo los cuadros sobre las rodillas, primero uno y después el otro. Apretó los labios. Ahuecó las mejillas.

– Lo asumiré -dijo Anthony, con una carcajada más angustiosa que humorística-. Puede ser sincera.

Ella le tomó la palabra.

– Muy bien -contestó-. Está claro que sabe copiar. Aquí tenemos la prueba. Pero ¿es capaz de crear?

No le hirió tanto como pensaba.

– Póngame a prueba -dijo.

Ella sonrió.

– Será un placer.

Se dedicó de pleno a ello durante los dos años siguientes, primero como alumno de las clases que Sarah ofrecía a la comunidad, y más tarde como estudiante particular, a solas con ella. En invierno, utilizaban modelos vivos en el estudio. En verano, iban al campo con caballetes, cuadernos de dibujo y pinturas. Solían dibujarse mutuamente, como un ejercicio destinado a comprender la anatomía humana. «El esternocleidomastoideo, Tony -decía ella, y apoyaba las yemas de sus dedos en su cuello-. Intenta pensar en los músculos como cuerdas bajo la piel.» Y siempre añadía música al ambiente. «Escucha, si estimulas un sentido, estimulas a los demás -explicaba-, es imposible crear arte si el artista es un pozo de insensibilidad. Hay que ver la música, escucharla, sentirla, sentir el arte.» Y la música empezaba; una fascinante selección de melodías celtas, una sinfonía de Beethoven, una orquesta de salsa, la Misa Luba, el rasgueo trepidante de guitarras eléctricas.

Ante la presencia de su intensidad y dedicación, empezó a sentirse como si hubiera salido de cuarenta y tres años de oscuridad para caminar por fin bajo el sol. Se sintió renacer. Sus intereses se renovaron, su intelecto estaba sometido a un constante desafío. Las emociones latían a flor de piel.

Durante los seis meses anteriores a que Sarah se convirtiera en su amante, lo llamó la búsqueda de su arte. Existía cierta seguridad en ello, a fin de cuentas. No exigía una respuesta dirigida al futuro.

Sarah, pensó, y se asombró de que, incluso ahora, después de todo, después de Elena, todavía deseara murmurar el nombre que le habían prohibido pronunciar durante los últimos ocho meses, desde que Justine le había acusado y él había confesado.

Se detuvieron ante la antigua escuela un martes por la noche, justo a la hora en que él solía llegar. Las luces estaban abiertas y el fuego encendido (vio su resplandor a través de las cortinas corridas), y supo que Sarah le estaba esperando, que sonaría música y que una docena o más de dibujos estarían diseminados por el suelo, entre los almohadones. Y que saldría a recibirle cuando sonara el timbre, que correría a su encuentro, que abriría la puerta y que le arrastraría al interior, diciendo: «Tonio, he tenido una idea maravillosa sobre la composición para ese cuadro de la mujer en el Soho, ya sabes cuál digo, el que me tiene loca desde hace una semana…».