Barbara la encontró en la sala de estar, sentada en la raída butaca de su marido, reclinada sobre el hueco grasiento que la cabeza del hombre había producido a lo largo de los años. La televisión rugía a un volumen equivalente a la falta de audición de la señora Gustafson. Vio a Humphrey Bogart y Lauren Bacall, la película en que ella decía: «Si me necesitas, silba». Barbara la había visto una docena de veces, como mínimo, y bajó el volumen justo cuando Bacall se contoneaba por última vez en dirección a Bogart. Era el momento favorito de Barbara. Siempre le había gustado su promesa velada de un futuro.
– Ahora está bien, Barbie -dijo la señora Gustafson desde la puerta, nerviosa-. Ya lo ves.
La señora Havers se había derrumbado sobre un lado de la silla. Tenía la boca abierta. Sus manos jugaban con el borde de su vestido, que se había levantado hasta los muslos. El olor a excrementos y orina impregnaba el aire que la rodeaba.
– ¿Mamá? -dijo Barbara.
La mujer no respondió, pero tarareó cuatro notas, como si tuviera la intención de empezar a cantar.
– ¿Ves lo tranquila y quieta que está? -dijo la señora Gustafson-. Tu mamá, cuando quiere, es una joya.
El tubo de la aspiradora estaba enrollado a pocos centímetros de los pies de su madre, en el suelo.
– ¿Qué hace eso aquí? -preguntó Barbara.
– Bueno, Barbie, eso ayuda a tenerla…
Barbara notó que algo pugnaba por surgir de su interior, como una presa que se viene abajo cuando ya no puede aguantar la presión del agua.
– ¿Ni siquiera ha reparado en que se ha hecho las necesidades encima? -preguntó a la señora Gustafson. Le pareció milagroso que su voz sonara tan serena.
La señora Gustafson palideció.
– Te equivocas, Barbie. Se lo pregunté dos veces. No quiso ir al váter.
– ¿Es que no huele? ¿No vino a verla? ¿La dejó sola?
Una sonrisa vacilante tembló en los labios de la mujer.
– Ya veo que te has enfadado un poco, Barbie, pero, si pasaras mucho tiempo con ella…
– He pasado años con ella. Toda mi vida, con ella.
– Solo quería decir…
– Gracias, señora Gustafson. No la volveré a necesitar más.
– Bueno, yo… -La señora Gustafson retorció la tela de su vestido, más o menos sobre el corazón-. Después de todo lo que he hecho…
– Tiene razón -dijo Barbara.
Se agitó en el peldaño, notó que el frío se filtraba por sus pantalones, intentó expulsar de su mente la imagen de su madre, fláccida como una muñeca de trapo en aquella silla, reducida a la inercia. Barbara la había bañado. Una infinita tristeza la invadió al ver su piel arrugada. La llevó a la cama, la tapó con las mantas y cerró la luz. Su madre no había pronunciado palabra en todo el rato. Era como un muerto viviente.
A veces, la acción más correcta es la más obvia, había dicho Lynley. Era cierto. Había sabido desde el primer momento lo que debía hacer, lo que era correcto, lo que era mejor, lo que era más apropiado para su madre. Barbara se había mostrado indecisa por el temor de ser juzgada como cruel e indiferente (por un mundo que, bien sabía, era sobre todo cruel e indiferente). Había esperado directrices, instrucciones o permisos que jamás recibiría. La decisión dependía de ella, como siempre. Lo que no había comprendido era que el juicio también dependía de ella.
Se levantó del peldaño y entró en la cocina. Percibió el olor a queso enmohecido. Había platos que lavar, un suelo que fregar y una docena de distracciones que retrasarían una hora más lo inevitable, lo que llevaba retrasando desde marzo, cuando murió su padre. No podía hacerlo indefinidamente. Se dirigió al teléfono.
Era raro pensar que había memorizado el número. Debió saber desde el primer momento que volvería a utilizarlo.
El teléfono sonó cuatro veces, antes de que una voz agradable contestara.
– Soy la señora Fio. Hawthorn Lodge.
Barbara suspiró.
– Soy Barbara Havers. ¿Recuerda que conoció a mi madre el lunes por la noche?
Capítulo 23
Lynley y Havers llegaron al colegio de St. Stephen a las once y media. Habían dedicado parte de la mañana a redactar sus informes, entrevistarse con el superintendente Sheehan y discutir qué cargos se presentarían contra Anthony Weaver. Lynley sabía que su confianza en la posibilidad de asesinato frustrado era vana, a lo sumo. Al fin y al cabo, Weaver era la parte perjudicada, si se consideraba el caso desde un punto de vista puramente legal. Con independencia de las relaciones íntimas, juramentos y traiciones entre amantes que habían conducido al asesinato de Elena Weaver, a los ojos de la ley no se había cometido ningún crimen auténtico hasta que Sarah Gordon acabó con la vida de la muchacha.
Impulsado por su dolor, argumentaría la defensa. Weaver, que con gran prudencia no saldría en su propia defensa para evitar el riesgo de un careo, daría la imagen de padre amante, marido devoto, erudito brillante y hombre de Cambridge. Si la verdad sobre su relación con Sarah Gordon se desvelaba en el tribunal, sería muy fácil presentarle como un hombre sensible y dotado de talento artístico, víctima de una tentación mortal en un momento de debilidad, o durante una época de crisis matrimonial. Sería muy fácil esgrimir la teoría de que había hecho todo lo posible por cortar la relación y seguir su vida, al darse cuenta de los sufrimientos que infligía a su leal y sacrificada esposa.
Pero ella no pudo olvidar, contraatacaría la defensa. Estaba obsesionada con la necesidad de vengar su rechazo. Por eso mató a su hija. La espió cuando su madre y ella corrían por la mañana, tomó nota del calzado que llevaba su madrastra, se las arregló para que la muchacha saliera a correr sola, aguardó emboscada, la golpeó en la cara y la asesinó. Después, fue a las habitaciones que el doctor Weaver tenía en el colegio y dejó un mensaje que revelaba su culpabilidad. Enfrentado a esto, ¿qué iba a hacer el hombre? ¿Qué haría cualquier hombre, impulsado por la desesperación al ver el cadáver de su hija?
Así, la vista se desviaría sutilmente de Anthony Weaver hacia el crimen cometido contra él. ¿Qué jurado tendría en cuenta el delito que Weaver había cometido previamente contra Sarah Gordon? Al fin y al cabo, solo era un cuadro. ¿Cómo iba a comprender que, mientras Weaver destrozaba un cuadro, también reducía a añicos un alma humana?
«… cuando uno deja de creer que el acto en sí es superior al análisis o rechazo que cualquier persona haga de él, se queda paralizado. Esto es lo que me ocurrió.»
¿Cómo iba a comprender un jurado, si ninguno de sus miembros había oído la llamada del arte? Mucho más sencillo definirla como una mujer vengativa que intentar comprender el alcance de su pérdida.
Sarah Gordon enseñó lecciones sangrientas, diría la defensa, y después recayeron sobre ella a modo de castigo.
También había verdad en esa afirmación. Lynley pensó en la última vez que había visto a la mujer (tan de madrugada que el repartidor de leche ya recorría las calles), cinco horas después de salir del quirófano. Estaba en una habitación custodiada por un agente, una formalidad absurda exigida para garantizar que la prisionera oficial, la asesina de marras, no intentara escapar. Parecía muy pequeña en la cama, y su forma apenas se notaba bajo las mantas. La habían vendado y sedado a conciencia. Tenía los bordes de los labios azulados y la piel amoratada. Aún vivía, aún respiraba, aún ignoraba la nueva pérdida que debería afrontar.