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«Conseguimos salvarle el brazo -le dijo el cirujano-, pero no sé si podrá utilizarlo de nuevo.»

Lynley se había quedado de pie al lado de la cama, mirando a Sarah Gordon y pensando en los méritos respectivos de buscar justicia y obtener venganza. En nuestra sociedad la ley exige justicia, pensó, pero el individuo aún ansia venganza. Por tanto, permitir a un hombre o a una mujer que siga la senda del desquite es invitar al estallido de más violencias. Fuera de un tribunal, no hay forma auténtica de equilibrar la balanza cuando se ha perjudicado a un inocente. Cualquier intento en este sentido solo promete dolor, más perjuicios y mayores arrepentimientos.

No existe el ojo por ojo, pensó. Como individuos, no podemos diseñar los medios de llevar a cabo la venganza de otro.

Ahora, reflexionó sobre aquella filosofía facilona (tan apropiada a una habitación de hospital al amanecer), mientras la sargento Havers y él dejaban el Bentley en Garret Hostal Lane y regresaban a pie al College para recoger las cosas que Lynley había dejado en su habitación del Patio de la Hiedra. Un coche fúnebre estaba aparcado delante de la iglesia de St. Stephen. Más de una docena de coches se alineaban detrás y delante del vehículo.

– ¿Le dijo algo ella? -preguntó Havers.

– Pensó que era su perro. Elena amaba a los animales.

– ¿Nada más?

– Nada.

– ¿Ni remordimientos ni arrepentimientos?

– No. No puedo decir que actuara como si los sintiera.

– ¿Qué pensaba, señor? ¿Que si mataba a Elena Weaver volvería a poder pintar? ¿Que el asesinato liberaría su creatividad?

– En mi opinión, creía que si hacía sufrir a Weaver como ella sufría, sería capaz de reanudar su vida.

– No me parece muy racional.

– No, sargento, pero las relaciones humanas no son nada racionales.

Bordearon el cementerio. Havers miró hacia la torre normanda de la iglesia. El tono del tejado apenas era un poco más claro que el sombrío color del cielo. Un día muy apropiado para los muertos.

– La captó bien desde el primer momento -dijo Havers-. Buen trabajo, Lynley.

– Ahórrese los cumplidos. Usted también acertó.

– ¿En qué?

– Me recordó a Helen desde el primer momento en que la vi.

Tardó apenas unos minutos en hacer la maleta. Havers contempló el Patio de la Hiedra desde la ventana, mientras Lynley vaciaba armarios y guardaba los útiles de afeitar. La sargento parecía más en paz consigo misma. El alivio que surge de tomar una decisión le había sentado bien.

– ¿Llevó a su madre a Greenford? -preguntó Lynley, mientras metía un par de calcetines en la maleta.

– Sí. Esta mañana.

– ¿Y…?

Havers rascó una mancha de pintura blanca que descollaba en el antepecho de la ventana.

– Y tendré que acostumbrarme. A estar sola.

– A veces hay que hacerlo. -Lynley vio que ella miraba en su dirección, vio que se disponía a hablar-.

– Sí, lo sé, Barbara. Usted es mejor hombre que yo. Aún no lo he conseguido.

Salieron del edificio y cruzaron el patio, bordeando el cementerio, por el cual un estrecho sendero serpenteaba entre sarcófagos y lápidas. Era un camino viejo y sinuoso, agrietado por las raíces de árboles que asomaban a la superficie.

Oyeron que un himno concluía en la iglesia. Las últimas notas de Amazing Grace surgieron de una trompeta vibrante y dulce. Miranda Webberly, adivinó Lynley, que se despide de Elena a su manera. Se sintió profundamente conmovido por la melodía, y se maravilló de la capacidad del corazón humano para emocionarse por algo tan sencillo como un sonido.

Las puertas de la iglesia se abrieron y la procesión empezó a salir con lentitud, encabezada por el ataúd de color bronce que era transportado a hombros de seis muchachos. Uno de ellos era Adam Jenn. Le seguían los familiares más cercanos: Anthony Weaver y su anterior esposa, y detrás de ellos Justine. Y después, una enorme multitud de autoridades universitarias, colegas y amigos de los Weaver, e innumerables estudiantes y profesores de St. Stephen. Lynley reconoció entre ellos a Victor Troughton, acompañado de su regordeta mujer.

El rostro de Weaver no expresó la menor reacción cuando pasó junto a Lynley, y siguió al ataúd cubierto con una sábana cubierta de pálidas rosas. Su olor endulzaba el aire. Cuando la puerta posterior del coche fúnebre se cerró sobre el ataúd y un empleado de la funeraria entró para retocar la caverna de flores que rodeaba al ataúd, la multitud se apretujó alrededor de Weaver, Glyn y Justine, hombres enlutados y mujeres de rostro melancólico que les ofrecían su afecto y condolencias. Entre ellos se encontraba Terence Cuff, y hacia este se dirigió el conserje del College con un grueso sobre de color crema en la mano, que entregó al director del colegio con una palabra pronunciada en voz muy baja. Cuff se inclinó para oír mejor.

Asintió y abrió el sobre. Sus ojos examinaron el mensaje. Una breve sonrisa relampagueó en su rostro. No estaba lejos de Anthony Weaver, y solo tardó un momento en ponerse a su lado y murmurar las palabras que la multitud captó.

Lynley las oyó desde varias direcciones a la vez.

– La cátedra Penford.

– Ha sido elegido…

– Merecía…

– … un honor…

– ¿Qué pasa? -preguntó Havers.

Lynley vio que Weaver bajaba la cabeza, se llevaba un puño al bigote, levantaba la cabeza y la sacudía, tal vez perplejo, tal vez conmovido, tal vez con humildad, tal vez incrédulo.

– El doctor Anthony Weaver acaba de llegar a la cima de su carrera delante de nuestros propios ojos, sargento. Ha sido nombrado titular de la cátedra Penford de Historia.

– ¿De veras? Me cago en la leche.

Justo lo que yo pienso, se dijo Lynley. Siguieron inmóviles unos segundos más, viendo cómo las condolencias se convertían en veloces felicitaciones, escuchando los murmullos de las conversaciones que hablaban del triunfo logrado poco después de la tragedia.

– Si le acusan -preguntó Havers-, si va a juicio, ¿le quitarán la cátedra?

– Las cátedras son de por vida, sargento.

– Pero ¿no saben…?

– ¿Lo que hizo ayer? ¿Se refiere al comité de selección? Imposible. Debieron tomar la decisión al mismo tiempo, más o menos. Y aunque lo supieran, aunque hubieran tomado la decisión esta mañana, solo era un padre espoleado por el dolor, a fin de cuentas.

Se apartaron de la multitud y caminaron hacia Trinity Hall. Havers arrastraba los pies, con la vista fija en las puntas de sus zapatos. Hundió las manos en los bolsillos del abrigo.

– ¿Lo que hizo por la cátedra? -preguntó de repente-. ¿Quiso que Elena estudiara en St. Stephen por la cátedra? ¿Quiso que se portara bien por la cátedra? ¿Quiso seguir casado con Justine por ese motivo? ¿Quiso terminar su relación con Sarah Gordon por eso?

– Nunca lo sabremos, Havers -respondió Lynley-. Y tampoco estoy seguro de que Weaver lo sepa.

– ¿Porqué?

– Porque todavía ha de mirarse cada mañana en el espejo. ¿Cómo podrá hacerlo si empieza a investigar en su vida, buscando la verdad?

Doblaron la curva y se internaron en Garret Hostel Lane. Havers se detuvo en seco y se dio una palmada en la frente, al tiempo que emitía un gruñido.

– ¡El libro de Nkata! -exclamó.

– ¿Qué?

– Prometí a Nkata que miraría en algunas librerías. Tengo que buscar… Ahora no me acuerdo… ¿Dónde he dejado el maldito…? -Abrió la cremallera del bolso y empezó a remover-. Siga sin mí, inspector.

– Pero hemos dejado su coche…

– Da igual. La comisaría no está lejos y quiero hablar con Sheehan antes de regresar a Londres.

– Pero…

– Esté tranquilo, no hay problema. Ya nos veremos. Adiós.