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– Glyn, por el amor de Dios.

– Es verdad. Nunca ha tenido hijos. ¿Cómo va a saber lo que es vigilar, esperar, preocuparse y preguntarse? Tener sueños. Mil y un sueños que no se materializarán porque esta mañana no fue a correr con Elena.

Justine no se había movido del sofá. Su expresión era una máscara fija y vidriosa de buena educación.

– Deja que te acompañe a tu cuarto -dijo, y se levantó-. Debes de estar muy cansada. Te hemos preparado el cuarto amarillo, en la parte de atrás. Es muy silencioso. Podrás descansar.

– Quiero la habitación de Elena.

– Bien, sí. Por supuesto. No hay problema. Me ocuparé de las sábanas…

Justine salió de la sala.

– ¿Por qué pusiste a Elena en sus manos? -preguntó Glyn al instante.

– ¿Qué estás diciendo? Justine es mi mujer.

– Eso es lo que importa, ¿verdad? ¿De veras te importa tanto la muerte de Elena? Ya tienes a alguien dispuesto a hacerte otra.

Anthony se puso en pie. Para combatir aquellas palabras, invocó la última imagen de Elena, cuando la vio desde la ventana del saloncito. La joven le había ofrecido una sonrisa y un último saludo desde la bicicleta, que iba a coger para acudir a una supervisión, después de comer juntos. Habían estado los dos solos; comieron bocadillos, hablaron del perro, compartieron una hora de afecto.

Su angustia aumentó. ¿Recrear a Elena? ¿Moldear otra? Solo había una. Y él también había muerto con ella.

Pasó junto a su ex esposa, sin verla. Oyó las ásperas palabras mientras salía de la casa, aunque fue incapaz de distinguir unas de otras. Avanzó dando tumbos hacia el coche, introdujo la llave en el encendido. Cuando daba marcha atrás, Justine salió corriendo.

Gritó su nombre. La vio iluminada un momento por las farolas, y después aplastó el acelerador y salió a Adams Road, arrojando grava a ambos lados.

Notó una presión en el pecho, un dolor en la garganta. Empezó a llorar; sollozos secos, profundos, que no iban acompañados de lágrimas, por su hija, sus mujeres y el desastre de su vida.

Pasó a Grange Road, después a Barton Road, y por fin, gracias al cielo, se encontró fuera de Cambridge. Había oscurecido mucho y la niebla era espesa, sobre todo en esta zona de campos de barbecho y setos, pero conducía sin precaución, y cuando la campiña dio paso a un pueblo, aparcó y bajó del coche, descubriendo que la temperatura había bajado en picado, a consecuencia del viento frío procedente del este. Se había dejado el abrigo en casa y solo iba protegido por la chaqueta del traje. Daba igual. Se subió el cuello y empezó a andar. Dejó atrás un portal, dejó atrás una docena de casas con techo de bálago y solo se detuvo cuando llegó a casa de ella. Cruzó la calle para alejarse algo del edificio, pero, a pesar de la niebla, alcanzó a distinguir la ventana.

Estaba allí, deambulando por la sala de estar con una jarra en la mano. Era muy menuda, muy frágil. Si la abrazaba, era como si no tuviera nada entre los brazos, apenas un leve latido y una vida fulgurante que le consumía, le encendía, y que en un tiempo le había reconfortado.

Quería verla. Necesitaba hablar con ella. Quería que le abrazara.

Bajó del bordillo. En ese momento, pasó un coche, emitió un bocinazo de advertencia, y surgió un grito apagado desde su interior. Consiguió que recuperara la razón.

Vio que ella se acercaba a la chimenea y añadía más leña a las llamas, como él había hecho en otro tiempo, para volverse y descubrir sus ojos clavados en él, su sonrisa una bendición, la mano extendida.

– Tonio -había murmurado ella, su nombre henchido de amor.

Y él había respondido, al igual que en este preciso momento.

– Tigresse. -Apenas un susurro-. Tigresse. La Tigresse.

Lynley llegó a Cambridge a las cinco y media y condujo directamente hacia Bulstrode Gardens, donde aparcó el Bentley frente a una casa que le recordó el hogar de Jane Austen en Chawton. Poseía el mismo diseño simétrico: dos ventanas con batientes y una puerta blanca debajo, y tres ventanas separadas por la misma distancia, en la misma posición, arriba. La casa era rectangular, sólida, con un tejado acanalado y varias chimeneas sencillas; una pieza de arquitectura carente del menor interés. Sin embargo, Lynley no experimentó la misma decepción que en Chawton. Esperaba que Jane Austen viviera en una casa cómoda, con techo de bálago de atmósfera caprichosa, rodeada por un jardín lleno de macizos de flores y árboles. No esperaba que un esforzado catedrático de la facultad de Teología, casado y con tres hijos, habitara en este dudoso paraíso de cañas y barro.

Salió del coche y se puso el abrigo. Observó que la niebla lograba disimular y dotar de un halo romántico a las características de la casa, que daban muestra de una indiferencia y descuido crecientes. En lugar de jardín, un camino semicircular de guijarros sembrados de hojas describía una curva alrededor de la puerta principal, y la parte interior del semicírculo encerraba un macizo de flores exuberante, separado de la calle por un muro bajo de ladrillo. No se había hecho nada para preparar la tierra en vistas al otoño o el invierno, y los restos de las playas veraniegas yacían ennegrecidos y resecos sobre la sólida superficie de tierra intocada. Un enorme hibisco se estaba apoderando a marchas forzadas del muro del jardín, y trepaba entre las hojas amarillentas de narcisos que habrían debido eliminarse mucho tiempo antes. A la izquierda de la puerta principal, una actinidia había llegado hasta el techo y lanzaba zarcillos que empezaban a cubrir una de las ventanas inferiores, mientras que, a la derecha de la puerta, la misma especie de planta estaba creando un montón de hojas con señales de padecer alguna enfermedad. Como resultado, la fachada de la casa parecía torcida, en contraposición con la simetría de su diseño.

Lynley pasó bajo un abedul, situado al borde del camino particular. Oyó música procedente de una casa cercana, y una puerta se cerró en la niebla con el chasquido de un disparo. Esquivó un triciclo de grandes ruedas volcado, subió el único peldaño del porche y llamó al timbre.

La respuesta fueron los gritos de dos niños que corrieron hacia la puerta, acompañados por el repiqueteo de algún juguete. Manos que aún no dominaban el manejo del pomo golpearon frenéticamente la madera.

– ¡Tía Leen!

Costaba adivinar si era el niño o la niña quien gritaba.

Una luz se encendió en la habitación situada a la derecha de la puerta y dibujó sobre el camino particular un insustancial rectángulo de color. Un niño se puso a llorar.

– Un momento -gritó una voz de mujer.

– ¡Tía Leen! ¡La puerta!

– Lo sé, Christian.

La luz del porche se encendió, y Lynley oyó el ruido del pomo al girar.

– Echaos para atrás, queridos -dijo la mujer, mientras abría la puerta.

El arquitrabe enmarcó las cuatro siluetas, y una luz dorada, digna de Rembrandt, los bañó de soslayo desde la sala de estar. Por un momento, Lynley tuvo la impresión de estar contemplando un cuadro: la mujer, con un jersey de capucha rosa, contra el cual sujetaba a un niño de meses envuelto en una manta de color arándano, mientras dos mocosos se aferraban a las perneras de sus pantalones negros de lana, el niño con un ojo amoratado y la niña con el mango de algún juguete provisto de ruedas en la mano, tal vez el instrumento de los repiqueteos que Lynley había oído, pues el juguete poseía una cúpula de plástico transparente, y cuando el niño lo empujó sobre el suelo, surgieron bolas de colores que chocaron contra la cúpula como burbujas ruidosas.

– ¡Tommy! -exclamó lady Helen. Dio un paso atrás y apremió a los niños a que la imitaran. Se movieron al unísono-. Estás en Cambridge.

– Sí.

Se puso de puntillas para ver si alguien le acompañaba. -¿Vienes solo?

– Solo.

– Qué sorpresa. Entra.

La casa olía poderosamente a lana húmeda, leche agria, polvos de talco y pañales, los olores de los niños. Estaba sembrada de despojos infantiles, en forma de juguetes esparcidos sobre el suelo de la sala de estar, libros de cuentos con las páginas rotas tirados sobre el sofá y las sillas, saltadores y trajes de juego amontonados en el hogar. Una manta azul manchada estaba embutida en el asiento de una mecedora en miniatura, y mientras Lynley seguía a lady Helen en dirección a la cocina, situada en la parte posterior de la casa, el niño corrió hacia la mecedora y la estrujó. Miró a Lynley con curiosidad desafiante.