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Y desapareció por la esquina, agitando la mano a modo de despedida.

Lynley la siguió con la mirada. El agente detective Nkata no había leído un libro desde hacía diez años, si no más, por lo que él sabía. Su idea de una velada divertida consistía en obligar al jefe de la brigada de artificieros a que volviera a relatar la historia de cómo, cuando estaba destinado a las fuerzas antidisturbios, había perdido un ojo en un altercado que había tenido lugar en Brixton, instigado probablemente por el propio Nkata durante su juventud, cuando era el jefe de los Guerreros de Brixton. Hablaban y discutían mientras tomaban huevos duros, cebollas en escabeche y cerveza. Y, si abordaban otros temas, seguro que ninguno era la literatura. ¿Qué estaba tramando Havers?

Lynley volvió a la carretera y vio la respuesta, sentada sobre una enorme maleta de color tostado, al lado de su coche. Havers la había visto cuando doblaron la esquina. Había visto el futuro y dejado que se enfrentara solo a él.

Lady Helen se levantó.

– Tommy -dijo.

Lynley caminó a su encuentro, intentando mantener los ojos apartados de la maleta, por si significaba otra cosa de la que pensaba.

– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó.

– Suerte y el teléfono. -Ella sonrió-. Y por saber que necesitas terminar lo que has empezado, aunque no puedas terminarlo como te hubiera gustado. -Miró en dirección a Trinity Lane, donde los coches empezaban a marcharse y la gente a murmurar despedidas-. Todo ha terminado, pues.

– La parte oficial.

– ¿Y el resto?

– ¿El resto?

– La parte donde te culpas por no ser más rápido, por no ser más listo, por no ser capaz de impedir que la gente se haga daño.

– Ah, esa parte.

Siguió con los ojos a un grupo de estudiantes que pasó a su lado en bicicleta en dirección al Cam, mientras las campanas de St. Stephen acompañaban el final del funeral.

– No lo sé, Helen. Tengo la impresión de que esa parte nunca se acaba para mí.

– Pareces agotado.

– He estado en pie toda la noche. Necesito ir a casa. Necesito dormir un poco.

– Llévame contigo.

Se volvió hacia ella. Las palabras de lady Helen fueron pronunciadas con suavidad y decisión, pero no parecía estar muy segura de cómo serían recibidas. Y él no quería malinterpretarlas, ni permitir que la esperanza plantara raíces en su pecho.

– ¿A Londres? -preguntó.

– A casa. Contigo.

Qué extraño, pensó Lynley. Se sentía como si alguien le hubiera acuchillado sin el menor dolor y todas las fuerzas de su vida se estuvieran escapando. Una sensación extrañísima, en la que huesos, sangre y tendones se transformaban en un torrente palpable que brotaba de su corazón y le envolvía. La veía con absoluta claridad, sentía la presencia de su propio cuerpo, pero no podía hablar.

Lady Helen vaciló ante su mirada, tal vez creyendo que había cometido una equivocación.

– O me dejas en la plaza Onslow. Estás cansado. No te apetecerá compañía. Y seguro que mi piso necesita airearse. Caroline no volverá todavía. Está con sus padres…, ¿no te lo había dicho?, y he de ver cómo están las cosas, porque…

Lynley encontró por fin la voz.

– No existen garantías, Helen. En esto, no. Ni en nada.

La expresión de Helen se suavizó.

– Ya lo sé -dijo.

– ¿Y no te importa?

– Claro que me importa, pero tú me importas más. Y tú y yo importamos. Los dos. Como pareja.

Lynley se negó a sentir todavía felicidad. Parecía un estado de la vida demasiado efímero. Por un momento, permaneció inmóvil y se dedicó a sentir: el aire frío procedente de Las Lomas y el río, el peso de su abrigo, la tierra bajo sus pies. Y luego, cuando estuvo más seguro de poder soportar cualquier réplica de lady Helen, habló.

– Aún te deseo, Helen. Nada ha cambiado en ese sentido.

– Lo sé -respondió ella, y cuando él fue a hablar de nuevo, se lo impidió-. Vamos a casa, Tommy.

Cargó el equipaje de ambos en el maletero, el corazón ligero como un pluma y el espíritu exaltado. No te hagas ilusiones, se dijo con aspereza, y jamás creas que tu vida depende de ello. Jamás creas que tu vida depende de nada. Así hay que vivir.

Subió al coche, decidido a comportarse con indiferencia, decidido a mantener el control.

– Te arriesgaste mucho al esperarme, Helen -dijo-. Podía haber tardado horas en volver. Habrías podido quedarte todo el día sentada, con este frío.

– Da igual. -Dobló las piernas bajo el cuerpo y se acomodó en el asiento-. Estaba muy preparada para esperarte, Tommy.

– Oh. ¿Por cuánto tiempo?

Seguía aparentando indiferencia. Seguía manteniendo el control.

– Un poquito más de lo que tú me has esperado.

Ella sonrió. Extendió la mano. Lynley supo que estaba perdido.

Elizabeth George

Elizabeth George, estadounidense residente en California, tiene, sin embargo, a Inglaterra por su patria literaria: ingleses son los protagonistas de sus novelas -el inspector Lynley, lady Helen, de la que está enamorado, sus amigos Deborah y Simón St. James-, así como sus escenarios, en los que conjuga la visión certera de la buena conocedora con el distanciamiento de la forastera; inglés es sobre todo su estilo: densidad, sutileza psicológica, tenue tono de melancolía, que la sitúan en la proximidad de las grandes figuras británicas del género, como Ruth Rendell y P. D. James.

Elizabeth George ha ganado los premios Anthony y Agatha a la mejor opera prima y el Gran Premio de Literatura Policíaca de Francia.

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