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– ¿Quién es, tía Leen? -preguntó.

La hermana de aquel no se había apartado de lady Helen, con la mano izquierda aferrada como un apéndice extra a los pantalones de su tía, en tanto la derecha ascendía por su rostro, hasta introducir el pulgar en la boca.

– Basta, Perdita -ordenó el niño-. Mamá dice que no chupes, niña pequeña.

– Christian -le reprendió con dulzura lady Helen.

Condujo a Perdita hacia una mesa diminuta dispuesta bajo una ventana, mientras la niña empezaba a mecerse en la silla correspondiente, el pulgar en la boca, sus grandes ojos negros clavados, con lo que parecía desesperación, en su tía.

– No les ha sentado muy bien lo de la nueva hermanita -dijo en voz baja lady Helen a Lynley, acomodando al lloriqueante bebé en el otro hombro-. Iba a darle de comer.

– ¿Cómo está Pen?

Lady Helen desvió la vista hacia los niños. La mirada fue muy elocuente. No había mejorado.

– Deja que suba a darle de comer. Vuelvo enseguida. -Sonrió-. ¿Sobrevivirás?

– ¿El niño muerde?

– Solo a las niñas.

– Eso me tranquiliza.

Lady Helen rió y volvió a la sala de estar. Lynley oyó sus pasos en la escalera y los murmullos con que intentaba apaciguar el llanto de la niña.

Se volvió hacia los niños. Sabía que eran gemelos y que acababan de cumplir cuatro años. Christian y Perdita. La niña era quince minutos mayor que su hermano, pero este era más grande, más agresivo y, como Lynley observó, incapaz de responder a las tentativas amistosas de los extraños. No le extrañó, considerando las circunstancias, pero le incomodaba. Nunca se había sentido a gusto con los niños.

– Mamá está enferma.

Christian acompañó este anuncio con una patada a la puerta de una alacena. Una, dos, tres salvajes patadas, y luego tiró la manta al suelo, abrió la alacena y empezó a sacar un juego de tarros con fondo de cobre.

– El bebé la puso enferma.

– Suele pasar -dijo Lynley-. Pronto se recuperará.

– No me importa. -Christian golpeó una sartén contra el suelo-. Perdita llora. Anoche mojó la cama.

Lynley contempló a la niña. Se mecía sin hablar; los rizos le caían sobre los ojos. Continuaba chupeteando el pulgar.

– Supongo que no era su intención.

– Papá no volverá a casa.

Christian eligió una segunda sartén, que aporreó sin piedad contra la primera. El ruido era escalofriante, pero no parecía molestar a ninguno de ambos niños.

– A papá no le gusta el bebé. Está enfadado con mamá.

– ¿Por qué dices eso?

– Me gusta tía Leen. Huele bien.

Por fin un tema del que podían conversar.

– Es verdad.

– ¿Te gusta tía Leen?

– Me gusta mucho.

Al parecer, el comentario bastó para plantar la semilla de la amistad entre Christian y Lynley. El niño se puso en pie y depositó un tarro con su tapa sobre el muslo de Lynley.

– Toma -dijo-. Haz esto.

Demostró su maestría en el arte de hacer ruidos aporreando una tapa contra otro tarro.

– ¡Tommy! ¿Le estás alentando? -Lady Helen cerró la puerta de la cocina y se apresuró a rescatar los tarros y sartenes de su hermana-. Ve a sentarte con Perdita, Christian. Déjame preparar la merienda.

– ¡No! ¡Quiero jugar!

– Ahora, no.

Lady Helen arrancó sus dedos del asa de un tarro, le levantó y llevó en volandas a la mesa. El niño pataleó y berreó. Su hermana contemplaba la escena con los ojos abiertos como platos, sin dejar de mecerse.

– He de preparar su merienda -dijo lady Helen a Lynley, por encima de los aullidos de Christian-. No se tranquilizará hasta que haya comido.

– He llegado en un mal momento.

– Ya lo creo -suspiró lady Helen.

Lynley notó que su alegría se esfumaba. Ella se arrodilló para recoger los utensilios tirados en el suelo. La ayudó. La implacable luz de la cocina reveló la intensa palidez de lady Helen. Su color natural había desaparecido de su piel y tenía manchas negruzcas bajo los ojos.

– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar? -preguntó él.

– Cinco días más. Daphne llega el sábado para pasar dos semanas. Después, mamá vendrá otras dos. Luego, Pen se las tendrá que arreglar sola. -Apartó un mechón de cabello castaño de su mejilla-. No sé cómo lo va a conseguir, Tommy. Es la peor época de su vida.

– Christian me dijo que su padre no viene mucho por aquí.

Lady Helen apretó los labios.

– Sí, bueno, por decirlo de una manera suave.

Lynley tocó su hombro.

– ¿Qué les ha pasado, Helen?

– No lo sé. Una especie de pelea a muerte. Ninguno de los dos quiere hablar de ello. -Sonrió sin humor-. La dulce bendición de un matrimonio santificado por el cielo.

Lynley apartó la mano, indeciblemente herido.

– Lo siento -dijo ella.

La boca de Lynley forzó una sonrisa. Se encogió de hombros y colocó el último tarro en su sitio.

– Tommy, esto no sirve de nada. Lo sabes, ¿verdad? No tendrías que haber venido.

Lady Helen se puso en pie y empezó a sacar comida de la nevera. Dejó sobre la encimera cuatro huevos, mantequilla, un trozo de queso y dos tomates. Buscó en un cajón y sacó una barra de pan. Después, con rapidez y en silencio, preparó la merienda de los niños, mientras Christian se dedicaba a garrapatear sobre la mesa con un lápiz que había quitado de entre las páginas de un listín telefónico que descansaba sobre una mesa cercana, cubierta de objetos diversos. Perdita se mecía y chupaba el pulgar con los ojos entornados.

Lynley se quedó de pie junto al fregadero, sin apartar la vista de lady Helen. Aún no se había quitado el abrigo. Ella no le había invitado a hacerlo.

Se preguntó qué pensaba lograr visitándola en casa de su hermana, considerando que se encontraba muy preocupada y agotada por el esfuerzo de cuidar a dos hijos y un bebé que ni siquiera eran suyos. ¿Qué esperaba? ¿Que caería en sus brazos, agradecida? ¿Que le consideraría su salvador? ¿Que su rostro se iluminaría de alegría y deseo? ¿Que sus defensas se derrumbarían y su determinación se quebraría, por fin, sin posibilidad de error, de una vez por todas? Havers tenía razón. Era un idiota.

– Me voy, pues -dijo.

Lady Helen se apartó de la encimera, donde estaba sirviendo huevos revueltos en dos platos decorados con motivos de Beatrix Potter.

– ¿Vuelves a Londres?

– No, he venido por un caso. -Le contó lo poco que sabía sobre el particular-. Me han alojado en St. Stephen.

– ¿Vas a revivir tus días de estudiante?

– Chachas, despensas y, por las noches, recibir las llaves de manos del conserje.

Lady Helen llevó los platos a las mesas, junto con las tostadas, los tomates a la plancha y la leche. Christian se lanzó sobre todo ello como víctima de un hambre atroz. Perdita seguía meciéndose. Lady Helen colocó un tenedor en su mano, acarició su cabeza morena y pasó los dedos sobre la suave mejilla de la niña.

– Helen. -Pronunciar su nombre le proporcionó cierto consuelo. Ella levantó la vista-. Me voy.

– Saldré a despedirte.

Le siguió hasta la puerta principal. Hacía más frío en esa parte de la casa. Lynley echó un vistazo a la escalera.

– ¿Subo a saludar a Pen?

– Es preferible que no, Tommy.

Este carraspeó y asintió. Lady Helen, como si leyera su expresión, le rozó el brazo.