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– Intenta comprenderlo.

Y él supo instintivamente que no se refería a su hermana.

– Supongo que no podrás escaparte para cenar.

– No puedo dejarla sola con ellos. Solo Dios sabe cuándo llegará Harry a casa. Esta noche tiene una cena oficial en Emmanuel. Es posible que se quede a dormir allí. La semana pasada lo hizo cuatro veces.

– ¿Me llamarás al colegio si vuelve a casa?

– Él no…

– ¿Me llamarás?

– Oh, Tommy.

Lynley experimentó una súbita y abrumadora oleada de desesperación.

– Me presenté voluntario para este caso cuando supe que era en Cambridge, Helen.

Se despreció nada más pronunciar las palabras. Estaba recurriendo a la peor forma de chantaje sentimental. Era manipulador, poco honrado, indigno de ambos. Ella no respondió. Luces y sombras jugaban sobre su cuerpo en la media luz del pasillo. La curva lustrosa e ininterrumpida de su cabello hasta los hombros, la crema de su piel. Lynley extendió la mano y acarició su barbilla. Ella se introdujo en el refugio de su abrigo. Lynley notó que sus cálidos brazos le rodeaban. Apoyó la mejilla sobre su cabeza.

– Christian dice que le gustas porque hueles bien -susurró.

Notó que ella sonreía contra su pecho.

– ¿De veras?

– Sí. -La retuvo un poco más y apretó los labios contra su cabeza-. Christian tiene razón -dijo, y la soltó. Abrió la puerta.

– Tommy.

Lady Helen se cruzó de brazos. Lynley no dijo nada, a la espera, deseoso de que fuera ella quien diera el primer paso.

– Te llamaré. Si Harry aparece.

– Te quiero, Helen.

Se encaminó hacia el coche.

Lady Helen volvió a la cocina. Por primera vez en los nueve días que llevaba en Cambridge contempló la habitación de forma desapasionada, como la vería un observador ajeno. Disolución, pregonaba.

A pesar de que lo había fregado tres días antes, el linóleo amarillo del suelo se veía de nuevo mugriento, manchado de comida y bebida derramada por los niños. El aspecto de las paredes era grasiento, con marcas grises de dedos diseminadas sobre la pintura, como indicadores de dirección. La superficie de los muebles servía para almacenar lo que no cabía en otra parte. Una montaña de cartas sin abrir, un cuenco de madera con manzanas y plátanos ennegrecidos, media docena de periódicos, un pote de plástico con utensilios de cocina y salvauñas, un libro para colorear y unos lápices compartían el espacio junto con un botellero, una licuadora eléctrica, una tostadora y una estantería llena de libros polvorientos. Entre los fogones de la cocina quedaban los restos de hervidos derramados, y tres cestas de mimbre olvidadas sobre la nevera coleccionaban telarañas.

Lady Helen se preguntó qué habría pensado Lynley si hubiera visto todo esto. Habría encontrado un cambio notable respecto a la única vez que había estado antes en Bulstrode Gardens, invitado a una tranquila cena veraniega en el jardín posterior, precedida por unas copas en una acogedora terraza, transformada ahora en una extensión desolada sembrada de juguetes. En aquella época, su hermana y Harry Rodger eran amantes enfebrecidos, consumidos mutuamente y acicateados por las delicias del amor recién surgido. Vivían ajenos a todo lo demás. Intercambiaban miradas significativas y sonrisas de complicidad; se tocaban con la menor excusa; se ofrecían pedacitos de comida y compartían las bebidas. De día, vivían cada uno su vida (Harry daba clases en la universidad y Pen trabajaba para el museo Fitzwilliam), pero de noche eran una sola entidad.

En aquel tiempo, lady Helen había considerado excesiva y embarazosa tal devoción, demasiado empalagosa para ser de buen gusto, pero ahora se cuestionaba el motivo de su reacción ante una exhibición de amor tan pública, y admitía el hecho de que prefería ver a Harry Rodger y a su hermana besándose y sobándose, que presenciar lo ocurrido tras el nacimiento de su tercer hijo.

Christian merendaba sin dejar de emitir sonoros ruidos. Las tostadas se habían convertido en bombarderos que se zambullían en el plato, acompañados de efectos sonoros que el niño emitía a máximo volumen. Tenía el vestido manchado de huevo, tomate y queso. Su hermana apenas había tocado el plato. En aquel momento, estaba sentada inmóvil en la silla con una muñeca «repollo» en el regazo. La examinaba con aire pensativo, pero sin tocarla.

Lady Helen se arrodilló junto a la silla de Perdita, mientras Christian gritaba: «¡Kabum! ¡Kaplof!». La mesa se puso asquerosa por el huevo. Perdita parpadeó cuando un poco de tomate le alcanzó en la mejilla.

– Basta, Christian -dijo lady Helen, quitándole el plato.

Era su sobrino. En teoría, debía quererle, y se podía decir que era así en casi todas las circunstancias, pero después de nueve días su paciencia se había eclipsado, y si en algún momento había sentido compasión por los temores no expresados que subyacían bajo su comportamiento, en este momento fue incapaz de apelar a ella. El niño abrió la boca para lanzar un aullido de protesta, y ella se la tapó con la mano.

– Basta. Te estás portando muy mal. Para de una vez.

Que su adorada tía Leen le hablara de aquella manera pareció sorprender a Christian e invitarle a colaborar, pero solo por un momento.

– ¡Mamá! -berreó, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Lady Helen aprovechó la ventaja sin el menor escrúpulo.

– Sí, mamá. Está intentando descansar, pero tú no se lo pones muy fácil, ¿verdad? -El niño guardó silencio y lady Helen se volvió hacia su hermana-. ¿No vas a comer nada, Perdita?

La niña seguía con la vista clavada en la muñeca tendida sobre su regazo, de mejillas cinceladas como si fueran de mármol y una plácida sonrisa en los labios. Una imagen muy precisa de la infancia, pensó lady Helen.

– Voy a ver cómo están mamá y el bebé -dijo-. ¿Le harás compañía a Perdita?

Christian echó una ojeada al plato de su hermana.

– No ha comido -dijo.

– A lo mejor, puedes convencerla de que tome algo.

Los dejó y subió a ver a su hermana. La casa estaba silenciosa en el pasillo de arriba, y se detuvo un momento en lo alto de la escalera para apoyar la frente en el frío cristal de una ventana. Pensó en Lynley y en su inesperada aparición en Cambridge. Tenía una idea bastante aproximada de lo que su presencia presagiaba.

Habían pasado casi diez meses desde que condujo como un loco hasta Skye para ir a su encuentro, casi diez meses desde aquel gélido día de enero en que le había pedido que se casara con él, casi diez meses desde que ella le había rechazado *. No se lo había vuelto a pedir, y en el ínterin habían llegado al acuerdo tácito de intentar recuperar la camaradería que en otro tiempo los había unido. Era un retroceso que poco satisfacía a ambos, porque, cuando Lynley le pidió que se casara con él, había cruzado una barrera indefinida y alterado su relación de una forma que ninguno de ambos podía prever. Ahora, se encontraban en un limbo incierto, dentro del cual debían enfrentarse a la realidad de que, si bien podían considerarse amigos durante el resto de sus vidas si así les apetecía, lo cierto era que su amistad había terminado en el instante en que Lynley procedió a la arriesgada operación alquímica de transmutarla en amor.

Todos sus encuentros desde enero (por inocentes, superfluos o casuales que fueran) habían estado contaminados sutilmente por aquella solicitud de matrimonio. Y como no habían vuelto a hablar de ello, daba la impresión de que el tema se extendía entre ellos como arenas movedizas. Un paso en falso y lady Helen sabía que se hundiría, atrapada en el sofocante fango de intentar explicarle que esa conversación la heriría más de lo que ella podría soportar. Lady Helen suspiró y echó hacia atrás los hombros. Le dolía el cuello. La fría ventana había cubierto su frente de una película húmeda. Estaba muy cansada.

Al final del pasillo, la puerta del cuarto de su hermana estaba cerrada, y llamó un momento con la punta de los dedos antes de entrar. No se molestó en esperar a que Penélope respondiera a su llamada. Nueve días con su hermana le habían enseñado que no iba a hacerlo.

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* Ver de la misma autora, Pago sangriento, publicado en esta misma colección. (N. del E.)