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– El dudoso historial de su hija en la universidad, ¿ha disminuido sus posibilidades de ser elegido?

Cuff se encogió de hombros, desechando al mismo tiempo la pregunta y las implicaciones.

– No he pertenecido al comité de selección, inspector. Están pasando revista a los candidatos en potencia desde diciembre. Exactamente, no sé lo que buscan.

– ¿Pudo pensar Weaver que el comité le juzgaría con parcialidad por culpa de sus problemas?

Cuff dejó el atizador en su sitio y acarició con el pulgar su puño de latón.

– Siempre he considerado prudente desconocer las vidas privadas y creencias de los profesores -contestó-. Temo que no podré serle de ayuda en este aspecto de la investigación.

Cuff solo levantó la vista del puño del atizador cuando terminó de hablar. Una vez más, Lynley captó la reticencia de su interlocutor a proporcionar información.

– Querrá ver dónde le hemos alojado, sin duda -dijo Cuff-. Permítame llamar al conserje.

Pasaban unos minutos de las siete cuando Lynley tocó el timbre de la casa de Anthony Weaver, situada junto a Adams Road. La casa, en cuyo camino particular estaba aparcado un Citroen azul metálico de aspecto caro, no distaba mucho de St. Stephen, de modo que había venido a pie. Cruzó el río sobre el moderno puente de Garret Hostel, construido con hierro y hormigón, y pasó bajo los castaños que sembraban Burrell's Walk de enormes hojas amarillentas, mojadas por la niebla. A su lado pasó un ciclista, protegido del frío con un sombrero de punto, bufanda y guantes, pero, por lo demás, el sendero que comunicaba Queen's Road con Grange Road estaba desierto. Algunas farolas proporcionaban una esporádica iluminación. El sendero estaba bordeado por setos de acebo, abetos y boj, interrumpidos por vallas intermitentes, tanto de madera como de ladrillo y hierro. Sobre ellas se alzaba la masa bermeja de la biblioteca de la universidad, en cuyo interior deambulaban siluetas borrosas que aprovechaban los últimos minutos antes del cierre.

Todas las casas de Adams Road estaban situadas detrás de setos y rodeadas de árboles, plateados abedules sin hojas que se recortaban como bosquejos a lápiz contra la niebla, chopos cuya corteza desplegaba todas las variedades del gris, alisos que todavía no ofrecían sus hojas al invierno inminente. Reinaba el silencio, roto solo por el gorgoteo del agua que caía en un desagüe exterior. La fragancia entrañable de la bruma viajaba con el aire nocturno, pero los únicos olores que Lynley percibió al llegar a casa de los Weaver procedían de la lana húmeda de su abrigo.

No advirtió diferencias en el interior.

Abrió la puerta una mujer alta y rubia, cuyo rostro era una máscara de compostura refinada. Parecía demasiado joven para ser la madre de Elena, y no aparentaba una pena excesiva. Mientras la miraba, Lynley pensó que jamás había visto a nadie con una actitud afectada tan perfecta. Todos sus miembros, huesos y músculos parecían adoptar una postura de manual, como si una mano invisible hubiera concluido los preparativos pocos segundos antes de que el inspector llamara a la puerta.

– Sí.

No fue una pregunta, sino una afirmación. La única parte de su rostro que se movió fueron los labios.

Lynley mostró su tarjeta de identificación, se presentó y solicitó ver a los padres de la muchacha muerta.

La mujer dio un paso atrás.

– Voy a buscar a Anthony -se limitó a decir, y le dejó sobre la alfombra de color bronce y melocotón que cubría el suelo de parquet del vestíbulo. A su izquierda, una puerta daba a la sala de estar. A su derecha, una salita encristalada albergaba una mesa de mimbre, dispuesta para el desayuno con un mantel de hilo y servicio de porcelana.

Lynley se quitó el abrigo, lo dejó sobre el pulido pasamanos de la escalera y entró en la sala de estar. Se detuvo, desconcertado por lo que vio. Al igual que en el vestíbulo, el suelo de la sala de estar era de parquet, y al igual que en el vestíbulo, el parquet estaba cubierto por una alfombra oriental. Sobre ella estaban distribuidos muebles de cuero gris (un sofá, dos butacas y una tumbona) y mesas con pie de mármol veteado de color melocotón y superficie de cristal. Era obvio que las acuarelas de las paredes habían sido elegidas, montadas y enmarcadas para hacer juego con la disposición de colores de la sala, y colgaban precisamente sobre el centro del sofá: la primera, un cuenco con albaricoques que descansaba sobre el antepecho de una ventana, tras la cual brillaba un cielo de un azul intenso, y la segunda, un esbelto jarrón gris con amapolas orientales color salmón, con tres flores caídas sobre la superficie de marfil en la que descansaba el jarrón. Ambas estaban firmadas con la palabra «Weaver». El marido, la mujer o la hija estaban interesados en el arte. Un ramo de tulipanes de seda adornaba una mesa de té de cristal apoyada contra una pared. Junto al ramo había un ejemplar de Elle y una fotografía con marco de plata. Aparte de estos dos objetos y las acuarelas, nada en la sala sugería que la casa estuviera habitada. Lynley se preguntó cómo sería el resto de la vivienda, y se acercó a la mesa de té para mirar la fotografía. Era un retrato de bodas, de unos diez años de antigüedad, a juzgar por la longitud del cabello de Weaver. Y la novia, de aspecto solemne, celestial y sorprendentemente joven, era la mujer que acababa de abrir la puerta.

– ¿Inspector?

Lynley se volvió, mientras el padre de la joven asesinada entraba en la sala. Caminaba con gran lentitud.

– La madre de Elena está durmiendo arriba. ¿Quiere que la despierte?

– Ha tomado una pastilla, querido.

La mujer de Weaver se había detenido en el umbral, vacilante, y acariciaba con una mano el lirio de plata prendido en la solapa de su chaqueta.

– No necesito verla en este momento, considerando que está durmiendo -dijo Lynley.

– La conmoción -explicó Weaver, y añadió sin necesidad-: Ha llegado de Londres esta tarde.

– ¿Preparo café? -preguntó la esposa de Weaver. Se adentró unos pasos en la sala.

– Para mí, no -dijo Lynley.

– Para mí, tampoco. Gracias, Justine. Querida.

Weaver le dirigió una breve sonrisa (el esfuerzo que le costó se hizo patente en sus gestos) y extendió una mano para indicar que se reuniera con ellos. La mujer entró en la sala de estar, Weaver se acercó a la chimenea y encendió un fuego de gas, oculto bajo la artística disposición de carbones artificiales.

– Le ruego se siente, inspector.

Mientras Weaver escogía una de las dos butacas de cuero y su esposa se acomodaba en la otra, Lynley observó al hombre que había perdido a su hija aquel día y reparó en las sutilezas que ilustraban la forma en que los hombres se permiten mostrar ante los extraños su dolor más íntimo. Detrás de las gruesas gafas de montura metálica, sus ojos castaños estaban inyectados en sangre, y semicírculos rojos bordeaban la parte inferior de sus párpados. Sus manos, pequeñas para un hombre de su estatura, temblaban cuando las movía y sus labios, ocultos en parte por un bigote oscuro y bien recortado, se agitaron mientras esperaba a que Lynley hablara.

Lynley pensó que era muy diferente de su mujer. Moreno, de cuerpo que empezaba a ensancharse en la cintura por efecto de la edad, de cabello que empezaba a teñirse de gris, con arrugas en la frente y bajo los ojos. Vestía un terno y exhibía gemelos de oro, pero, a pesar de su atuendo demasiado formal, parecía completamente fuera de lugar en medio de la fría y recargada elegancia que le rodeaba.

– ¿Qué podemos decirle, inspector? -La voz de Weaver era tan poco firme como sus manos-. Dígame en qué podemos ayudarle. Necesito saberlo. Necesito encontrar a ese monstruo. La estranguló. La golpeó. ¿Se lo han contado? Su cara era… Llevaba la cadena de oro con el unicornio que le regalé en Navidad, y supe que era Elena en cuanto la vi. Y aunque no hubiera llevado el unicornio, tenía la boca entreabierta y vi el diente delantero. Fue suficiente. Vi aquel diente. El que estaba un poco astillado. Aquel diente.