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Justine Weaver bajó la vista y enlazó las manos sobre el regazo.

Weaver se quitó las gafas.

– Que Dios me ayude. No puedo creer que haya muerto.

La angustia del hombre no dejó de afectar a Lynley, a pesar de su presencia en aquella casa como un profesional encargado de investigar el asesinato. ¿Cuántas veces, durante los últimos trece años, había presenciado aquella misma escena? Y sin embargo, se sentía tan incapaz de mitigar el dolor como cuando era un agente detective, enfrentado en su primer interrogatorio con la histérica hija de una mujer que había sido golpeada hasta morir por su marido borracho. En todos los casos, dejaba rienda suelta al dolor, confiando en que así ofrecía a las víctimas la pobre consolación de saber que alguien compartía su sed de justicia.

Weaver siguió hablando, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

– Era tierna, frágil.

– ¿Porque era sorda?

– No. Por mi culpa. -Cuando la voz de Weaver se quebró, su mujer le miró, apretó los labios y volvió a bajar la vista-. Abandoné a su madre cuando Elena tenía cinco años, inspector. Lo averiguará tarde o temprano, de modo que da igual si se entera ahora. Estaba en la cama, dormida. Hice las maletas, me marché y no regresé más. Y no había forma de explicarle a una niña de cinco años, que ni siquiera podía oírme, que no la estaba abandonando a ella, que no era por su culpa, que era un matrimonio tan desdichado que no podía soportarlo ni un día más. Glyn y yo éramos los culpables de esa situación, pero no Elena, en ningún momento. Pero yo era su padre. La abandoné, la traicioné. Y ella se vio abrumada por esa circunstancia, y por la idea de que la culpa era suya, durante los siguientes quince años. Rabia, confusión, falta de confianza, miedo. Esos eran sus demonios.

Lynley ni siquiera necesitó formular una pregunta para dirigir el discurso de Weaver. Era como si el hombre hubiera esperado la oportunidad apropiada para autoflagelarse.

– Podría haber elegido Oxford… Glyn estaba decidida a que fuera a Oxford, no quería que estuviera aquí conmigo, pero Elena eligió Cambridge. ¿Sabe lo que eso significó para mí? Había pasado todos aquellos años en Londres, con su madre. Siempre que iba a verla intentaba portarme de la mejor manera posible, pero ella me mantenía a distancia. Solo me dejaba ser padre de la forma más superficial. Aquí, se me presentó la oportunidad de volver a ser un padre auténtico, de recuperar nuestra relación, de dar… -buscó la palabra adecuada-, de dar salida al amor que sentía por ella. Mi mayor felicidad fue notar que un vínculo se iba estableciendo entre nosotros a lo largo de este último año. Me sentaba aquí y miraba cómo Elena ayudaba a Justine en sus trabajos. Cuando estas dos mujeres… -su voz desfalleció-, estas dos mujeres de mi vida…, estas dos mujeres, Justine y Elena, mi mujer y mi hija…

Y por fin se permitió llorar. Fue un sollozo de hombre, horrible y humillante. Se cubrió los ojos con una mano, y con la otra aferró las gafas.

Justine Weaver no hizo el menor movimiento, como si fuera una estatua de piedra. Exhaló un único suspiro, levantó los ojos y los clavó en el brillante fuego artificial.

– Tengo entendido que Elena tuvo ciertas dificultades en la universidad, al principio -dijo Lynley, tanto a Justine como a su marido.

– Sí-contestó Justine-. El cambio de… de madre y Londres… aquí… -Lanzó una mirada de preocupación a su marido-. Le costó un tiempo…

– Era imposible que la adaptación fuera fácil -dijo Weaver-. Luchaba por su vida. Hacía todo lo que podía. Intentaba madurar. -Se secó la cara con un pañuelo arrugado que, a continuación, estrujó en su mano. Volvió a calarse las gafas-. Pero nada de esto me importaba, porque era un amor, un regalo. Era inocente.

– Entonces, ¿sus problemas no le causaron trastornos profesionales?

Weaver le miró fijamente. Su expresión pasó en un instante de profundo dolor a incredulidad. Lynley consideró el repentino cambio inquietante, y, a pesar de que existían motivos para experimentar dolor e indignación, se preguntó si estaría asistiendo a una representación.

– Santo Dios -dijo Weaver-. ¿Qué insinúa?

– Tengo entendido que su nombre se halla incluido en una lista de candidatos para un puesto bastante prestigioso de la universidad.

– ¿Y qué tiene eso que ver con…?

Lynley se inclinó hacia delante y le interrumpió.

– Mi trabajo es obtener y evaluar información, doctor Weaver. Para ello, he de hacerle preguntas que tal vez prefiera no oír.

Weaver reflexionó sobre estas palabras y sus dedos se hundieron en el pañuelo encerrado en su puño.

– Mi hija jamás me causó o representó trastornos, inspector. En absoluto.

Lynley tomó nota de las negaciones y observó que los músculos de la cara de Weaver se ponían rígidos.

– ¿Su hija tenía enemigos? -preguntó.

– No. Nadie que la conociera sería capaz de hacerle daño.

– Anthony -murmuró Justine, vacilante-, ¿crees que Gareth y ella…? ¿Crees que es posible que se pelearan?

– ¿Gareth Randolph? -dijo Lynley-. ¿El presidente de Estusor? -Justine asintió-. El doctor Cuff me contó que el año pasado le habían pedido que actuara como supervisor de Elena. ¿Qué puede decirme sobre él?

– Si fue él, le mataré.

Justine respondió a la pregunta.

– Estudia ingeniería y es miembro del Queen's.

– Y el laboratorio de ingeniería está al lado de Fen Causeway -dijo Weaver, más para sí que para Lynley-. Realiza en él sus prácticas, y también sus supervisiones. ¿Cuánto será? ¿Un paseo de dos minutos desde la isla Crusoe? ¿Un minuto corriendo, por Coe Fen?

– ¿Le gustaba Elena?

– Se veían con mucha frecuencia -dijo Justine-, pero esa fue una de las condiciones que el doctor Cuff y los supervisores de Elena le impusieron el año pasado, que frecuentara Estusor. Gareth se ocupó de que acudiera a las reuniones. También la acompañó a unas cuantas veladas sociales. -Dirigió una mirada de cautela a su marido antes de terminar-. Yo diría que a Elena le gustaba bastante Gareth, pero no de la forma que ella le gustaba a él. Es un muchacho encantador, la verdad. Es imposible pensar que…

– Está en la asociación de boxeo -continuó Weaver-. Representó a su colegio. Elena me lo dijo.

– ¿Pudo saber que ella saldría a correr esta mañana?

– Ahí está el detalle -dijo Weaver-. En teoría, hoy no iba a correr. Dijiste que había llamado por teléfono.

Sus palabras llevaban implícito un tono de acusación. El cuerpo de Justine se encogió levísimamente, una reacción casi imperceptible, teniendo en cuenta la rigidez con que se sentaba en la butaca.

– Anthony.

Pronunció su nombre como una moderada súplica.

– ¿La telefoneó? -preguntó Lynley, perplejo-. ¿Cómo?

– Por módem -respondió Justine.

– ¿Una especie de teléfono visual?

Anthony Weaver se removió, apartó la vista de su esposa y se levantó.

– Tengo uno en el estudio. Se lo enseñaré.

Atravesaron la sala de estar, una impoluta cocina repleta de aparatos relucientes, y recorrieron un breve pasillo que conducía a la parte posterior de la casa. El estudio era una pequeña habitación que daba al jardín trasero. Cuando encendió la luz, un perro empezó a gemir bajo la ventana.

– ¿Le has dado de comer? -preguntó Weaver.

– Quiere entrar.

– No podré soportarlo. No lo hagas, Justine.

– Solo es un perro. No puede comprender. Nunca ha tenido que…

– No lo hagas.

Justine guardó silencio. Como antes, se quedó en la puerta, mientras Lynley y su marido entraban en la habitación.

El estudio era muy diferente del resto de la casa. Una raída alfombra floral cubría el suelo. Los libros se amontonaban sobre estanterías desfallecientes de pino barato. Una colección de fotografías se apoyaban contra un archivador, y una serie de bocetos enmarcados colgaban de las paredes. Bajo la única ventana de la habitación estaba el escritorio de Weaver, grande, de metal gris, feísimo. Aparte de un montón de correspondencia y varios libros de consulta, descansaban sobre el mueble un ordenador, la pantalla, un teléfono y un módem.