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– ¿Cómo funciona? -preguntó Lynley.

Weaver se sonó la nariz y guardó el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta.

– Telefonearé a mi despacho del colegio -dijo.

Se acercó al escritorio, conectó la pantalla, marcó varios números en el teléfono y apretó una tecla del módem.

Al cabo de unos momentos, la pantalla se dividió en dos secciones, separadas por una delgada franja horizontal. En la mitad inferior aparecieron las palabras «Aquí Jenn».

– ¿Un compañero?-preguntó Lynley.

– Adam Jenn, mi estudiante graduado.

Weaver tecleó con rapidez. Mientras lo hacía, su mensaje apareció impreso en la mitad superior de la pantalla. «Soy el doctor Weaver, Adam. Estoy haciendo una demostración del módem a la policía. Elena lo utilizó anoche.»

«Correcto», apareció en la mitad inferior. «¿Sigo? ¿Quieren ver algo en concreto?»

Weaver dirigió a Lynley una mirada interrogativa.

– No, ya está bien -contestó Lynley-. Está claro cómo funciona.

«No es necesario», tecleó Weaver.

«Bien», fue la respuesta. Y al cabo de un momento: «Me quedaré aquí el resto de la noche, doctor Weaver, y mañana también. Hasta que ya no me necesite. No se preocupe por nada, se lo ruego».

Weaver tragó saliva.

– Buen chico -susurró.

Desconectó la pantalla. Todos miraron, mientras los mensajes se desvanecían poco a poco.

– ¿Qué clase de mensaje le envió anoche Elena? -preguntó Lynley a Justine.

Seguía en la puerta, apoyada en la jamba. Miró el monitor, como para recordar.

– Solo dijo que esta mañana no iba a correr. A veces tenía problemas en una rodilla. Supuse que quería descansar uno o dos días.

– ¿A qué hora telefoneó?

Justine frunció el ceño, pensativa.

– Debió ser poco después de las ocho, porque preguntó por su padre y aún no había llegado del colegio. Le dije que había vuelto para trabajar un rato más y contestó que llamaría allí.

– ¿Lo hizo?

Weaver negó con la cabeza. Su labio inferior tembló y lo apretó con su índice izquierdo, como si quisiera controlar otras demostraciones de emoción.

– ¿Estaba sola cuando telefoneó?

Justine asintió.

– ¿Y está segura de que era Elena?

La fina piel que cubría sus mejillas pareció tensarse.

– Por supuesto. ¿Quién, si no…?

– ¿Quién sabía que ustedes dos corrían por las mañanas?

Sus ojos se desviaron hacia su marido, y luego volvieron hacia Lynley.

– Anthony lo sabía. Supongo que se lo habré contado a una o dos de mis compañeras.

– ¿De dónde?

– De la editorial universitaria.

– ¿Y a otras personas?

Justine volvió a mirar a su marido.

– Anthony, ¿se te ocurre alguien más?

Weaver continuaba mirando el monitor, como si esperase una llamada.

– Adam Jenn, probablemente. Estoy seguro de que se lo dije. Sus amigas lo sabrían, supongo. La gente de su escalera.

– ¿Con acceso a su habitación, a su teléfono?

– Gareth -dijo Justine-. Se lo debió decir a Gareth, sin duda.

– Que también tiene un módem. -Weaver dirigió una mirada penetrante a Lynley-. No fue Elena quien llamó, ¿verdad? Fue otra persona.

Lynley notó la creciente necesidad de acción de Weaver, pero no supo si era falsa o auténtica.

– Es posible -reconoció-, pero también es posible que Elena inventara una excusa para correr sola esta mañana. ¿Habría sido anormal?

– Corría con su madrastra. Siempre.

Justine no dijo nada. Lynley la miró. Ella evitó sus ojos. Como admisión, bastaba.

– No la viste cuando saliste esta mañana -dijo Weaver a su mujer-. ¿Por qué, Justine? ¿No miraste? ¿No estuviste atenta?

– Ella me llamó, querido -respondió Justine con paciencia-. No esperaba verla, y aun en este caso no pasé junto al río.

– ¿Usted también fue a correr esta mañana? -preguntó Lynley-. ¿A qué hora?

– A la hora de siempre. Las seis y cuarto. Solo que tomé una ruta diferente.

– No pasó cerca de Fen Causeway.

Un momento de vacilación.

– Pues sí, pero al final de la carrera, en lugar de al principio. Hice el circuito de la ciudad y atravesé la carretera de este a oeste, hacia Newnham Road. -Miró a su marido y cambió un poco de postura, como si estuviera reuniendo fuerzas-. La verdad, detesto correr junto al río, inspector. Siempre lo he odiado, de modo que cuando tuve la oportunidad de coger otra ruta, la aproveché.

Era lo más cercano a una revelación sobre la naturaleza de su relación con Elena que Justine Weaver se iba a permitir delante de su marido, pensó Lynley.

Justine dejó entrar al perro en casa cuando el inspector se marchó. Anthony había subido al piso de arriba. No se enteraría de lo que ella había hecho. Como no bajaría en toda la noche, el perro podría dormir en su cesta de mimbre sin que su visión reabriera las heridas de Anthony. Se levantaría pronto para sacar al animal antes de que su marido lo viera.

Era desleal contradecir de esta forma la voluntad de Anthony. Justine sabía que su madre nunca habría desobedecido los deseos de su padre, pero debía pensar en el perro, un animal confuso y solitario, cuyo instinto le decía que algo iba mal, pero no podía saber o comprender por qué.

Cuando Justine abrió la puerta posterior, el perdiguero entró al instante, pero sin dar saltos sobre la hierba como de costumbre, sino vacilante, como si supiera que no era del todo bienvenido. Ya en la puerta, el perro agachó su cabeza castaña y alzó unos ojos esperanzados hacia Justine. Meneó la cola dos veces. Irguió las orejas, y después las dejó caer.

– No pasa nada -susurró Justine-. Entra.

Había algo reconfortante en el ruido de sus patas sobre el suelo, mientras olfateaba los olores de las baldosas de la cocina. Había algo reconfortante en los ruidos que emitía: los ladridos y gruñidos cuando jugaba, los resoplidos cuando cavaba y el hocico se le ensuciaba de tierra, el largo suspiro cuando se acostaba por las noches, el zumbido bajo cuando deseaba atraer la atención de alguien. En muchos sentidos, era como una persona, un hecho que sorprendía mucho a Justine.

– Creo que un perro le iría bien a Elena -había dicho Anthony, antes de que la muchacha llegara a Cambridge el año anterior-. La perra de Víctor Throughton ha parido hace poco. Iré con ella para que escoja uno.

Justine no había protestado. En parte, lo había deseado. De hecho, la protesta fue prácticamente automática, puesto que el perro, una fuente en potencia de problemas y preocupaciones, no viviría en St. Stephen con Elena, sino en Adams Road. Por otra parte, la idea la había entusiasmado. Sin contar un periquito azul, que adoraba sin límites a la madre de Justine, y una carpa dorada ganadora en un concurso de feria cuando tenía ocho años, que se suicidó mediante el expediente de saltar fuera de la pecera demasiado repleta, quedando pegada a un narciso de papel detrás del aparador, Justine nunca había tenido lo que ella consideraba un auténtico animal doméstico, un perro que correteara tras ella, un gato que se aovillara al pie de su cama, o un caballo sobre el que pudiera cabalgar por las carreteras apartadas del Cambridgeshire. Sus padres tenían un concepto muy estricto de la salud. Los animales portaban gérmenes. Los gérmenes eran incorrectos. Y la corrección lo significó todo en cuanto heredaron la fortuna del tío abuelo de Justine.

Anthony Weaver la había ayudado a romper con todo ello, la permanente declaración de incorrección y madurez. Aún podía ver la boca de su madre, temblando al pronunciar las palabras: «¿Pero en qué demonios estás pensando, Justine? Ese hombre es… Bueno, es judío». Aún podía sentir aquella punzada de satisfacción entre los pechos, casi física, cuando vio las mejillas de su madre palidecer en respuesta al anuncio de su inminente matrimonio. La reacción de su padre fue más matizada.