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– Está bien.

Elena rebuscó en la nevera, arrugó la nariz al oler la leche que se había estropeado, y encontró el tarro de mantequilla de cacahuete. La punta de un dedo untada en la mantequilla era el banquete matinal del ratón, que se lanzó sobre la golosina en cuanto Elena se la acercó. Aún estaba eliminando los residuos de su pelaje cuando Elena volvió a su habitación y le dejó sobre el escritorio. Se quitó la bata, se puso el jersey y comenzó a hacer ejercicios.

Sabía la importancia del precalentamiento antes de su carrera diaria. Su padre se lo había machacado con monótona regularidad desde que había ingresado en el club Liebre y Sabuesos de la universidad, en el primer trimestre. Aun así, lo consideraba mortalmente aburrido, y la única forma de completar la serie de ejercicios consistía en combinarlos con otra cosa, como fantasear, preparar tostadas, mirar por la ventana o leer algún fragmento de literatura del que hubiera huido durante mucho tiempo. Esta mañana combinó el ejercicio con tostadas y mirar por la ventana. Mientras el pan se doraba en la tostadora colocada sobre la estantería, se dedicó a desentumecer los músculos de las piernas y los muslos, los ojos desviados hacia la ventana. La niebla estaba creando un torbellino remolineante alrededor de la farola situada en el centro del Patio Norte, lo cual garantizaba una carrera desagradable.

Elena vio por el rabillo del ojo que el ratón correteaba de un lado a otro sobre el escritorio, se detenía para alzarse sobre sus patas traseras y olfateaba el aire. No era tonto. Varios millones de años de evolución olfativa le aseguraban que había más comida en perspectiva, y quería su parte.

Elena miró hacia la estantería, y vio que la tostada ya había saltado. Rompió un trozo para el ratón y lo tiró dentro de la jaula. El animal se precipitó al instante en aquella dirección; sus diminutas orejas reflejaban la luz como si fueran de cera transparente.

– Bueno -dijo Elena, y atrapó al animal mientras avanzaba entre dos volúmenes de poesía y tres ensayos críticos sobre Shakespeare-. Di adiós, Tibbit.

Frotó su mejilla contra el pelaje antes de devolverlo a la jaula. El trozo de tostada era casi tan grande como él, pero consiguió arrastrarlo con tenaces esfuerzos hacia la madriguera. Elena sonrió, tabaleó sobre la parte superior de la jaula, cogió el resto de la tostada y salió de la habitación.

Cuando la puerta de cristal del pasillo se cerró a su espalda con un siseo, se puso la chaqueta del chándal y subió la capucha sobre su cabeza. Bajó corriendo el primer tramo de la escalera «L», voló sobre el rellano agarrada a la barandilla de hierro forjado y aterrizó acuclillada, descargando el peso de su cuerpo sobre las piernas y los tobillos, en lugar de las rodillas. Bajó el segundo tramo a paso más vivo, cruzó el vestíbulo como una exhalación y abrió la puerta. El aire helado la golpeó como un torrente de agua. En respuesta, sus músculos se tensaron. Los obligó a relajarse y corrió sin moverse del sitio, mientras agitaba los brazos. Aspiró profundas bocanadas de aire, que sabía a humus y a madera quemada, pues la niebla procedía del río y los pantanos. Su piel se cubrió al instante de una película húmeda.

Atravesó corriendo el extremo sur del Patio Nuevo y trotó por los dos pasajes que conducían al Patio Principal. No había nadie. No se veía ninguna habitación iluminada. Era maravilloso, estimulante. Se sintió desmedidamente libre.

Y le quedaban menos de quince minutos de vida.

Cinco días de niebla goteaban de árboles y edificios, dibujaban sendas húmedas sobre las ventanas, creaban charcos en el pavimento. Ya fuera del St. Stephen's College, los faros de un camión relampaguearon en la neblina, dos diminutas brasas de color naranja, como ojos de gato. Las farolas victorianas de Senate House Passage proyectaban largos dedos de luz amarilla entre la niebla, y las agujas góticas del King's College desaparecían en un telón de fondo cuyo color recordaba a una bandada de palomas grises. Más allá, el cielo aún conservaba el aspecto nocturno. Faltaba una hora para que amaneciera por completo.

Elena salió de Senate House Passage y tomó King's Parade. La presión de sus pies sobre el pavimento enviaba temblores a su estómago, propagados mediante los músculos y huesos de sus piernas. Apretó las palmas contra las caderas, justo donde él las había colocado anoche, solo que ahora su respiración era firme, no rápida, ansiosa y concentrada en la frenética oleada de placer. Aun así, casi podía ver su cabeza echada hacia atrás. Casi podía verle, concentrado en la pasión, la fricción, en el desmesurado deseo del cuerpo de Elena. Casi podía ver su boca formando las palabras «oh Dios oh Dios oh Dios oh Dios», mientras empujaba con las caderas y la apretaba contra él cada vez con más fuerza. Y después, los labios que susurraban su nombre y el salvaje latido de su corazón. Y su respiración, agitada como la de un corredor.

Le gustaba pensar en eso. Estaba soñando en aquellos instantes cuando la luz de su cuarto la despertó poco rato antes.

Trotó por King's Parade hacia Trumpington, entrando y saliendo de los charcos de luz. Alguien estaba preparando el desayuno no muy lejos, porque el aire transportaba el débil aroma a bacon y café. Su garganta se cerró a modo de respuesta, y aumentó la velocidad para escapar del aroma. Pisó un charco de agua helada, que mojó su calcetín izquierdo.

Giró en Mili Lane en dirección al río. La sangre se agolpaba en sus venas y, a pesar del frío, había empezado a sudar. Un reguero de sudor resbaló entre sus pechos y descendió hacia la cintura.

La transpiración es la señal de que tu cuerpo está trabajando, le decía su padre. Transpiración, por supuesto. Su padre nunca decía «sudor».

Tuvo la impresión de que el aire refrescaba a medida que se acercaba al río. Esquivó dos carretones polvorientos, empujados por el primer ser vivo que veía en las calles esta mañana, un obrero vestido con un anorak verde lima. Depositó un morral sobre la barra de un carretón y levantó un termo, como si le dedicara un brindis. Al final del sendero se internó en la pasarela que cruzaba el río Cam. Los ladrillos estaban resbaladizos. Corrió un momento sin moverse de sitio y se subió la manga de la chaqueta para ver qué hora era. Cuando se dio cuenta de que había olvidado el reloj en su habitación, maldijo por lo bajo y corrió por el puente para echar un breve vistazo a Laundress Lane.

«Maldita sea. ¿Dónde está?» Elena escudriñó la niebla. Dejó escapar un resoplido de irritación. No era la primera vez que debía esperar, y si su padre seguía en sus trece, no sería la última.

– No permitiré que corras sola, Elena, y menos a esas horas de la madrugada, junto al río. No volveremos a hablar de este asunto. Si te molestaras en escoger otra ruta…

Pero ella sabía que daba igual. Si elegía otra ruta, él inventaría otra objeción. No debió decirle jamás que corría, para empezar. En aquella ocasión, le pareció una información inofensiva. «Me he hecho socia del club "Liebre y Sabuesos", papá.» Y él consiguió convertir el hecho en otra muestra de su devoción hacia ella. Al igual que cuando se apoderó de sus trabajos antes de la supervisión. Los leyó con el ceño fruncido; su postura y expresión decían bien a las claras: «Fíjate en lo muy preocupado que estoy, fíjate en lo mucho que te quiero, fíjate en cuánto valoro haberte recuperado. Nunca volveré a abandonarte, querida». Y después los criticó, la guió a través de introducciones, conclusiones y puntos que debían ser clarificados, convocó a su madrastra para que le proporcionara mayor ayuda, se reclinó en su butaca de cuero, con un brillo de entusiasmo en los ojos. «¿Te das cuenta de que formamos una familia feliz?» Le daba retortijones.

Su aliento se convertía en nubes de vapor. Esperó más de un minuto, pero nadie surgió de la sopa gris que era Laundress Lane.