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– Se ha cambiado el apellido. Es profesor de Cambridge. Tiene un sólido futuro por delante. Que haya estado casado anteriormente es un problema menor, y me gustaría que no te llevara tantos años, pero en conjunto no es un mal partido.

Cruzó las piernas por los tobillos, cogió su pipa y el ejemplar de Punch que, según había decidido mucho tiempo antes, era la lectura de los domingos por la tarde más apropiada para un caballero.

– Me gusta mucho ese apellido, qué caramba.

No era Anthony quien lo había cambiado, sino su abuelo. Se limitó a alterar dos letras. Las originales «i-n» se convirtieron en «a-v», y volvió a nacer, no como Weiner de Alemania, sino como Weaver, un inglés. Weaver no era exactamente un apellido de clase alta, desde luego, pero el abuelo de Anthony no lo habría podido saber o comprender en aquel tiempo, como tampoco habría comprendido la delicada sensibilidad de la clase a la cual aspiraba, una sensibilidad que le impidió siempre cruzar la barrera delimitada por su acento y la profesión elegida. La clase alta, al fin y al cabo, no solía relacionarse con sus sastres, por cercana que estuviera la sastrería a Savile Row.

Anthony le había contado todo esto, poco después de conocerse en la editorial universitaria, donde habían encargado a Justine, en su condición de ayudante de dirección recién graduada por la universidad de Durham, que controlara las fases finales del proceso de publicación de un libro sobre el reinado de Eduardo III. Anthony Weaver había sido el alma del volumen, una colección de ensayos escritos por excelsos medievalistas de todo el país. Habían trabajado en estrecha colaboración durante los dos últimos meses del proyecto, a veces en el pequeño despacho de la imprenta cedido a Justine, pero con más frecuencia en las habitaciones que Anthony tenía en St. Stephen. Y cuando no trabajaban, Anthony hablaba sin parar sobre sus orígenes, su hija, su anterior matrimonio, su trabajo y su vida.

Ella nunca había conocido a un hombre que se expresara tan bien con palabras. Procedente de un mundo en que la comunicación se reducía a un arqueamiento de cejas o un rictus de la boca, se enamoró de su afición a la conversación, de su sonrisa cálida y pronta, de la forma en que la miraba directamente a los ojos. Solo deseaba escuchar a Anthony, y durante los últimos nueve años solo había conseguido eso, hasta que el mundo restringido de la universidad de Cambridge no fue suficiente para él.

Justine vio que el perdiguero removía su caja de juguetes y sacaba un calcetín negro raído para jugar con ella sobre las baldosas de la cocina.

– Esta noche, no -murmuró-. Quédate en tu cesta.

Palmeó la cabeza del perro, sintió la suave caricia de una lengua caliente y cariñosa sobre sus dedos, y salió de la cocina. Se detuvo en el comedor para arrancar un hilo suelto que colgaba del mantel y volvió a la sala de estar para apagar el fuego de gas y contemplar la rápida desaparición de las llamas entre los carbones. Luego, como ya nada la retenía, subió a su habitación.

Anthony estaba tendido sobre la cama en la semioscuridad del dormitorio. Se había quitado los zapatos y la chaqueta. Justine, como un autómata, colocó los primeros en su estante y colgó la segunda de su percha. Después, se volvió hacia su marido. La luz del pasillo centelleó sobre los regueros de lágrimas que resbalaban por su sien y desaparecían en el cabello. Tenía los ojos cerrados.

Deseaba sentir piedad, pena o compasión. Quería sentir cualquier cosa, excepto aquella angustia que la había invadido cuando él abandonó la casa por la tarde y la dejó a solas con Glyn.

Se acercó a la cama. Consistía en una tarima moderna, de reluciente teca danesa, con mesitas adosadas a ambos lados. Sobre cada una descansaban lámparas de latón en forma de seta, y Justine encendió la de su marido. Él levantó el brazo derecho para cubrirse los ojos. Su mano izquierda buscó la de Justine.

– Te necesito -gimoteó-. Quédate conmigo.

Justine se dio cuenta de que su corazón no se abría como lo habría hecho un año atrás, ni tampoco que su cuerpo despertaba a la promesa implícita de sus palabras. Deseó emplear el momento como lo harían otras mujeres en aquella situación. Abriría el cajón de la mesa situada al lado de Anthony, sacaría la caja de condones y diría: «Tíralos, si tanto me necesitas». Pero no lo hizo. Fuera cual fuera la confianza que espoleaba aquella clase de comportamiento, la había agotado mucho tiempo atrás. Solo quedaban elementos negativos. Tenía la sensación de estar poseída por una indignación, una desconfianza y una necesidad de venganza que nada podía aún saciar.

Anthony se tendió de costado. La atrajo hacia la cama y apoyó la cabeza sobre su regazo, rodeando su cintura con los brazos. Ella le acarició el pelo, en un acto reflejo.

– Es un sueño -dijo Anthony-. Este fin de semana vendrá y los tres volveremos a estar juntos. Iremos de excursión a Blakeney, o a practicar el tiro en vistas a la temporada de caza del faisán. Nos sentaremos y charlaremos. Seremos una familia unida. -Justine vio que las lágrimas resbalaban por su mejilla y caían sobre la fina lana gris de su camisa-. Quiero que vuelva. Elena. Elena.

Justine dijo lo único que era absolutamente cierto en este momento.

– Lo siento.

– Abrázame, por favor.

Deslizó las manos bajo su chaqueta y la aferró con fuerza. Al cabo de un momento, ella oyó que musitaba su nombre. Anthony aumentó su presión y sacó la blusa de su falda. Justine sintió la calidez de sus manos sobre la espalda. Se deslizaron hacia arriba, hasta desabrochar el sujetador.

– Abrázame -repitió.

Le quitó la chaqueta y levantó la cabeza para lamerle los pechos. A través de la delgada seda de su blusa, Justine notó primero su aliento, después su lengua, y por fin los dientes alrededor del pezón. El pezón se endureció.

– Abrázame -susurró él-. Solo abrázame. Por favor.

Justine sabía que hacer el amor era una de las reacciones más normales y afirmadoras de la vida ante una pérdida dolorosa. Lo único que no podía dejar de preguntarse era si su marido ya se había entregado hoy a una reacción afirmadora de la vida ante su pérdida dolorosa.

Como si Anthony notara su resistencia, se apartó de ella. Sus gafas estaban sobre la mesilla de noche, y se las puso.

– Lo siento -dijo-. Ya no sé ni lo que hago.

Justine se levantó.

– ¿Adónde fuiste?

– No me ha parecido que quisieras…

– No estoy hablando de eso. Estoy hablando de esta tarde. ¿Adónde fuiste?

– A pasear en coche.

– ¿Adónde?

– A ningún sitio en concreto.

– No te creo.

Anthony apartó la vista y examinó las esbeltas y frías líneas de la cómoda de teca.

– Ha vuelto a empezar. Fuiste a verla. Fuiste a hacer el amor. ¿O tal vez os limitasteis a comunicaros… de alma a alma? ¿No era así entre vosotros?

Anthony la miró de nuevo y meneó la cabeza lentamente.

– Has elegido el momento preciso, ¿verdad?

– Te estás desviando de la cuestión, Anthony. Eso es jugar a sentirse culpable. Y no te va a funcionar, ni siquiera esta noche. ¿Dónde estuviste?

– ¿Qué debo hacer para convencerte de que todo terminó? Tú lo quisiste así. Pusiste las condiciones. Lo lograste. Todo. Ha terminado.

– ¿De veras? -Justine jugó su mejor carta con suavidad-. Entonces, ¿dónde estuviste anoche? Telefoneé a tu despacho del colegio, justo después de hablar con Elena. ¿Dónde estabas, Anthony? Mentiste al inspector, pero a tu mujer puedes decirle la verdad.