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– Baja la voz. No quiero que despiertes a Glyn.

– Me da igual despertar a los muertos.

Se arrepintió de sus palabras al instante. Sirvieron para arrojar agua sobre el fuego de su ira, al igual que la respuesta entrecortada de su marido.

– Ojalá pudieras, Justine.

Capítulo 5

En el suburbio londinense de Greenford, la sargento detective Barbara Havers conducía lentamente su viejo Mini por Oldfield Lane. En el asiento de al lado, su madre se acurrucaba como una marioneta sin hilos entre los numerosos pliegues de un polvoriento abrigo negro. Antes de salir de Acton, Barbara había anudado alrededor de su cuello una vistosa bufanda roja y azul. Sin embargo, en algún momento del trayecto, la señora Havers había conseguido deshacer el gigantesco nudo, y ahora estaba utilizando la bufanda como manguito, rodeando una y otra vez sus manos en ella. A la escasa luz del tablero de instrumentos, Barbara vio los ojos de su madre, desorbitados y asustados detrás de las gafas. Hacía años que no estaba tan lejos de casa.

– Ahí está el restaurante chino -señaló Barbara-. Y ahí la peluquería y la farmacia. Ojalá fuera de día para ir al parque y sentarnos en un banco. Pronto lo haremos. El próximo fin de semana, supongo.

Su madre canturreó a modo de respuesta. Medio incrustada en la puerta, hizo una elección inconsciente pero inspirada de la melodía. Barbara ignoraba el título de la canción, pero sabía las diez primeras palabras. «Piensa en mí, piensa en mí con todas tus fuerzas…» Algo que había oído en la radio bastantes veces durante los últimos años, algo que su madre, sin duda, también había oído y recordado en este momento de incertidumbre, para definir lo que sentía detrás de la confusa fachada de su demencia.

«Estoy pensando en ti», quiso decir Barbara. «Es por tu bien. Es la única opción que queda.»

– Mira qué ancha es la acera aquí-dijo en cambio, con forzada alegría-. Estas aceras no se ven en Acton, ¿verdad?

No esperaba una respuesta y tampoco la obtuvo. Giró por Unceda Drive.

– ¿Ves los árboles que bordean la calle, mamá? Ahora están sin hojas, pero imagínate lo bonitos que estarán en verano.

No crearían aquella especie de túnel umbrío que se veía en los barrios más distinguidos de Londres, por supuesto. Los habían plantado demasiado apartados, pero lograban romper la triste monotonía causada por la hilera de casas semiadosadas de estuco y ladrillo, y solo por eso Barbara los contempló con gratitud, así como los jardines delanteros, que señalaba a su madre a medida que pasaban, fingiendo ver detalles que la oscuridad ocultaba. Parloteó sobre una familia de gnomos, algunos patos de yeso, una alberquilla y un macizo de pensamientos y flox. Daba igual que no hubiera visto nada. Por la mañana, su madre no se acordaría. Ni siquiera lo recordaría dentro de un cuarto de hora.

De hecho, Barbara sabía que su madre no recordaba la conversación que habían sostenido acerca de Hawthorn Lodge poco después de que llegara a casa aquella tarde. Había llamado a la señora Fio, efectuado los trámites para que su madre se convirtiera en una de las «visitantes» de la casa, y regresado a casa para empaquetar las pertenencias de la mujer.

– Al principio, mamá no necesitará traerse nada -había dicho la señora Fio-. Bastará una maleta con unas cuantas chucherías, y la iremos instalando poco a poco. Llámelo una visita breve, si cree que a ella le gustará.

Después de escuchar durante tantos años las fantasías turísticas de su madre, que nunca se llevaron a cabo, Barbara no dejaba de captar la ironía de hacer una maleta y hablar de una visita a Greenford, algo tan alejado de los destinos exóticos que habían ocupado los dispersos pensamientos de su madre. Por haberse obsesionado tanto con la idea de ir de vacaciones, la visión de una maleta resultó menos aterradora de lo que podía haber sido.

De todos modos, la señora Havers había observado que Barbara no guardaba cosas de su pertenencia en la gran maleta de vinilo. Incluso había entrado en la habitación de Barbara, inspeccionando su armario y salido con un montón de pantalones y jerséis, lo que más abundaba en el guardarropa de Barbara.

– Los vas a necesitar, cariño -había dicho-, sobre todo en Suiza. Vamos a Suiza, ¿no? Hace tanto tiempo que quería ir. Aire puro. Piensa en el aire, Barbie.

Había explicado a su madre que no iban a Suiza, y añadió que ella no podría quedarse. Concluyó con una mentira.

– Solo es una visita. Cuestión de unos cuantos días. Pasaré contigo el fin de semana.

Confió en que su madre se aferrara a esta idea lo suficiente para permitir que la instalaran en Hawthorn Lodge sin problemas.

Sin embargo, Barbara comprendió ahora que la confusión se había impuesto al excepcional momento de lucidez durante el cual su madre había escuchado las ventajas de residir con la señora Fio y las desventajas de seguir confiando en la señora Gustafson. Su madre se mordisqueaba el labio superior a medida que crecía su perplejidad. Docenas de líneas diminutas partieron de su boca y treparon por las mejillas hasta llegar a los ojos, como una telaraña. Sus manos se retorcieron en el interior de la bufanda convertida en improvisado manguito. El ritmo de su canturreo se aceleró. «Piensa en mí, piensa en mí con todas tus fuerzas…»

– Mamá -dijo Barbara, mientras subía el coche al bordillo y aparcaba lo más cerca posible de Hawthorn Lodge. No obtuvo otra respuesta que el canturreo. Barbara se sintió desfallecer. Por un momento, había pensado que la transición sería feliz. Su madre había acogido la idea con impaciencia y nerviosismo, siempre que llevara la etiqueta de vacaciones. Barbara comprendió que la experiencia iba a resultar tan funesta como había sospechado desde un principio.

Pensó en rezar para que sus planes se cumplieran con éxito, pero no creía particularmente en Dios, y la idea de acudir a Él en momentos de conveniencia personal se le antojaba tan inútil como hipócrita. Hizo de tripas corazón, abrió la puerta del coche y dio la vuelta para ayudar a su madre a salir del coche.

– Ya hemos llegado, mamá -dijo, con fingida jovialidad-. Vamos a conocer a la señora Fio, ¿de acuerdo?

Cogió con una mano la maleta de su madre, y con la otra su brazo. La condujo por la acera hacia la promesa de salvación permanente estucada en gris.

– Escucha, mamá-dijo, mientras llamaba al timbre de la puerta. Dentro, Deborah Kerr cantaba Getting to Know You, tal vez para recibir a la nueva visitante-. Tienen música, ¿oyes?

– Olor a col -dijo su madre-. Barbie, una casa que huele a col no es apropiada para pasar unas vacaciones. La col es vulgar. No me gusta.

– Viene de la casa de al lado, mamá.

– Huelo a col, Barbie. Yo no me hospedaría en un hotel que huele a col.

Barbara captó una creciente nota de angustia en la voz de su madre. Rezó para que la señora Fio abriera la puerta y volvió a llamar.

– En casa, Barbie, nunca ofrecemos col a los invitados.

– Todo va bien, mamá.

– Barbie, creo que no…

La luz del porche se encendió. La señora Havers parpadeó, sorprendida, y se acurrucó contra Barbara.

La señora Fio todavía llevaba la blusa con el broche en forma de pensamiento. Su aspecto era tan fresco como por la mañana.

– Ya están aquí. Espléndido. -Salió y cogió del brazo a la señora Havers-. Entre y le presentaré a los muchachos, querida. Hemos estado hablando de usted y todos estamos vestidos, preparados y ansiosos por conocerla.

– Barbie…

La voz de su madre era una súplica.

– No pasa nada, mamá. Estoy detrás de ti.

Los muchachos estaban sentados en la sala de estar y veían el vídeo de El rey y yo. Deborah Kerr cantaba melodiosamente a un grupo de preciosos niños orientales. Los cariños se mecían en el sofá al compás de la música.