– Ya ha llegado, queridos míos -anunció la señora Fio, y rodeó con su brazo la espalda de la señora Havers-. Esta es nuestra nueva visitante, y todos estamos preparados para conocerla, ¿verdad? Ay, ojalá la señora Tilbird estuviera aquí para compartir este placer, ¿no?
Les presentó a la señora Salkild y a la señora Pendlebury, que no se movieron del sofá. La señora Havers se encogió y lanzó una mirada de pánico en dirección a Barbara. Esta respondió con una sonrisa tranquilizadora. La maleta que cargaba parecía tirarle del brazo.
– Bueno, ¿le quitamos su bonito abrigo y la bufanda, querida?
La señora Fio extendió la mano hacia el botón superior del abrigo.
– ¡Barbie! -chilló.
– Todo va bien -dijo la señora Fio-. No hay por qué preocuparse. Todos teníamos muchas ganas de que viniera a reunirse con nosotros.
– ¡Huelo a col!
Barbara dejó la maleta en el suelo y acudió al rescate de la señora Fio. Su madre sujetaba el botón superior de su abrigo como si fuera el diamante Hope. Por las comisuras de su boca resbalaba saliva.
– Mamá, son las vacaciones que tanto anhelabas -dijo Barbara-. Subamos a ver tu habitación.
Cogió del brazo a su madre.
– Al principio, les resulta un poco difícil -explicó la señora Fio, tal vez intuyendo el incipiente pánico de Barbara-. El cambio los saca de quicio un poco. Es perfectamente normal. No ha de preocuparse.
Las dos sacaron a su madre de la habitación, mientras los niños orientales cantaban «día… tras… día» al unísono. La escalera era demasiado estrecha para que las tres subieran de frente, de modo que la señora Fio abrió la marcha y siguió charlando con desenvoltura. Barbara captó bajo sus palabras la serena determinación de su voz, y se quedó maravillada de que la mujer hubiera decidido pasar su vida cuidando de los enfermos y los ancianos. Ella solo deseaba huir de aquella casa lo antes posible, y detestaba esta sensación de claustrofobia emocional.
Guiar a su madre escaleras arriba no mitigó en absoluto su necesidad de escapar. El cuerpo de la señora Havers estaba rígido. Cada paso era un proyecto. Y aunque Barbara murmuraba, alentaba y no soltaba para nada el brazo de su madre, era como conducir un cordero al matadero, en aquellos últimos y terribles momentos en que olfatea en el aire el inequívoco olor a sangre.
– La col -gimoteó la señora Havers.
Barbara intentó insensibilizarse contra las palabras. Sabía que la casa no olía a col. Comprendía que su madre se aferraba al último pensamiento racional surgido de su mente. Sin embargo, cuando la cabeza de su madre se apoyó en el hombro de Barbara y esta vio las lágrimas que abrían surcos en el maquillaje que la mujer se había puesto impulsivamente, preparándose para sus vacaciones tanto tiempo aplazadas, sintió una terrible punzada de culpabilidad.
No lo entiende, pensó Barbara. Nunca lo entenderá.
– Señora Fio, creo que no… -empezó.
La señora Fio se detuvo en lo alto de la escalera, se volvió y levantó una mano, con la palma hacia fuera, para detener sus palabras.
– Espere un momento, querida. Esto no es fácil para nadie.
Cruzó el rellano y abrió una de las puertas situadas en la parte posterior de la casa, donde ya brillaba una luz para dar la bienvenida al nuevo cariño. Habían colocado una cama de hospital en la habitación. Por lo demás, su aspecto era de lo más normal, y mucho más alegre que la habitación de su madre en Acton.
– Fíjate en ese precioso papel pintado, mamá -dijo-. Cuántas margaritas. Te gustan las margaritas, ¿verdad? Y la alfombra. Mira, también hay margaritas en la alfombra. Y tienes tu propio lavabo. Y una mecedora junto a la ventana. ¿Te he dicho que desde esta ventana se ve el parque, mamá? Verás a los niños que juegan a fútbol.
Por favor, pensó, por favor. Hazme una señal.
La señora Havers lloriqueó, sin soltar su brazo.
– Déme su maleta, querida -indicó la señora Fio-. Si sacamos las cosas deprisa, antes se calmará. Cuantas menos interrupciones, mejor para mamá. Habrá traído fotos y recuerditos, ¿verdad?
– Sí. Están encima de todo.
Será lo primero que saquemos, ¿no? Solo las fotos, de momento. Un pedacito de casa.
Solo había dos fotos, en un marco doble, una del hermano de Barbara y otra de su padre. Mientras la señora Fio abría la maleta, sacaba el marco y lo abría sobre la cómoda, Barbara reparó de repente en que, con las prisas de desembarazarse de su madre, no había incluido una foto de ella. Experimentó una oleada de vergüenza.
– Bien, ¿a que queda bonito? -dijo la señora Fio. Se alejó de la cómoda y ladeó la cabeza para admirar las fotografías-. ¡Qué muchachito tan guapo! ¿Es…?
– Mi hermano. Está muerto.
La señora Fio emitió un cloqueo de pesar.
– ¿Quiere que le quitemos el abrigo?
Tenía diez años, pensó Barbara. Ningún miembro de la familia estuvo a su lado, ni siquiera una enfermera que mitigara su agonía. Murió solo.
– Vamos a quitarnos eso, querida -dijo la señora Fio.
Barbara notó que su madre se encogía.
– Barbie…
Las dos sílabas de su nombre llevaban implícito un matiz de indudable derrota.
Barbara se había preguntado a menudo cómo habrían sido los últimos instantes de su hermano, si había fallecido sin despertar de su coma final, o si había abierto los ojos en el último momento, para descubrir que todo el mundo le había abandonado, excepto las máquinas, tubos, botellas y artilugios que habían prolongado su vida.
– Sí. Buena chica. Un botón. Ahora, otro. Se instalará y tomará una estupenda taza de té. Espero que le guste. ¿Un pedacito de pastel, también?
– Col…
La señora Havers susurró la palabra, casi inaudible, como un débil gemido distorsionado, procedente de una gran distancia.
Barbara tomó la decisión.
– Sus álbumes -dijo-. Señora Fio, he olvidado los álbumes de mi madre.
La señora Fio levantó la vista de la bufanda que había conseguido separar de las manos de la señora Havers.
– Tráigalos más adelante, querida. No lo querrá todo de una vez.
– No. Son importantes. Ha de tener sus álbumes. Ha coleccionado… -Barbara se calló un momento, sabiendo en su mente que estaba cometiendo una estupidez, y en su corazón que no existía otra respuesta-. Planeaba vacaciones. Colecciona los recortes en álbumes. Cada día trabaja en ellos. Se sentirá perdida y…
La señora Fio acarició su brazo.
– Escúcheme, querida. Lo que siente en este momento es natural, pero es por su bien. Ya lo verá.
– No. Es horrible que haya olvidado una foto mía. No puedo abandonarla aquí sin esos álbumes. Lo siento. Ha perdido el tiempo por mi culpa. Lo he estropeado todo. He…
No iba a llorar, pensó, porque su madre la necesitaba; debía hablar con la señora Gustafson y arreglar algunas cosas.
Se acercó a la cómoda, cerró el marco y lo guardó en la maleta, que bajó de la cama. Sacó un pañuelo de papel del bolsillo y lo utilizó para secar las mejillas y la nariz de su madre.
– Muy bien, mamá -dijo-. Volvamos a casa.
El coro estaba cantando el Kyrie cuando Lynley cruzó el Patio de la Capilla y se acercó a la capilla que, con la fachada recorrida por una arcada, abarcaba casi toda la parte oeste del patio. Aunque resultaba evidente que había sido construida para ser admirada desde el Patio Medio, situado al este, la expansión del College en el siglo XVIII había encerrado la capilla del XVII en un cuadrado de edificios de los que era el punto focal. A pesar de la niebla y la oscuridad, no podía ser de otra forma.
Focos dispuestos en el suelo iluminaban el sillar exterior de piedra Weldon del edificio; si no la había diseñado Wren, era un monumento a su amor por la ornamentación clásica. La fachada de la capilla se elevaba de la parte media de la arcada, definida por cuatro columnas corintias que sostenían un frontón, interrumpido y penetrado a la vez por un reloj y una cúpula de linterna. Guirnaldas decorativas caían de las pilastras. Un ojo de buey brillaba a cada lado del reloj. Un entablamiento oval colgaba en el centro del edificio. El conjunto representaba la realidad concreta del ideal clásico de Wren, el equilibrio. En los extremos norte y sur, donde la capilla no ocupaba en toda su integridad el terreno oeste del patio, la arcada enmarcaba el río y la zona situada al otro lado. De noche, el efecto era fascinante; la niebla se alzaba del río, remolineaba alrededor del muro bajo y lamía las columnas. A la luz del sol, tenía que ser un espectáculo magnífico.