Como abundando por casualidad en esta idea, sonó una fanfarria de trompetas. Las notas vibraron puras y armoniosas en el frío aire de la noche. Cuando Lynley abrió la puerta de la capilla, situada en la esquina sureste del edificio (no le había sorprendido descubrir que la puerta central era un mero artificio decorativo), el coro respondió a la fanfarria con otro Kyrie. Entró en la capilla y sonó una segunda fanfarria.
Las paredes estaban chapadas en roble dorado hasta la altura de las ventanas en forma de arco, que se alzaban hasta una cornisa de yeso en forma de diente de perro. Bancos idénticos miraban al solitario pasillo central. Alineados en los bancos estaban los miembros del coro del College, su atención centrada en una solitaria trompetista que se erguía al pie del altar, y que finalizó la fanfarria. Los recargados retablos barrocos, que enmarcaban un cuadro de Jesús llamando a Lázaro de entre los muertos, empequeñecían su silueta. Bajó su instrumento, vio a Lynley y le sonrió cuando el coro de la iglesia prorrumpió en el Kyrie final. A continuación, el órgano emitió algunos arpegios. El director del coro apuntó unas notas en su partitura.
– Los contraltos, basura -dijo-. Los sopranos, lechuzas. Los tenores, perros aulladores. El resto, tiene un pase. Mañana por la noche a la misma hora, por favor.
Esta evaluación del trabajo realizado fue recibida con un gruñido general. El director del coro hizo caso omiso, hundió el lápiz en su mata de cabello negro y dijo:
– No obstante, la trompeta ha estado excelente. Gracias, Miranda. Eso ha sido todo por hoy, damas y caballeros.
Cuando el grupo se dispersó, Lynley avanzó por el pasillo para reunirse con Miranda Webberly, que estaba limpiando la trompeta para guardarla en el estuche.
– Te has alejado del jazz, Randie -dijo el inspector.
La joven levantó la cabeza. Sus rizos color jengibre se agitaron.
– ¡Jamás! -contestó.
Lynley observó que iba vestida a su estilo habitual, con un chándal abolsado gracias al cual esperaba disimular y estilizar su cuerpo regordete, al tiempo que el color (azul heliotropo intenso) oscurecía el tono de sus ojos pálidos.
– ¿Aún sigues en la asociación de jazz, pues?
– Por supuesto. Damos un concierto en Trinity Hall el miércoles por la noche. ¿Vendrá?
– No me lo perdería por nada del mundo.
La joven sonrió.
– Bien. -Cerró el estuche de la trompeta y lo dejó sobre el borde de un banco-. Papá ha telefoneado. Dijo que uno de sus hombres aparecería esta noche. ¿Por qué ha venido solo?
– Asuntos personales retienen a la sargento Havers. Llegará mañana por la mañana, supongo.
– Hummmm. Bien. ¿Le apetece un café o algo? Supongo que quiere hablar. El colmado aún está abierto, o podemos ir a mi habitación. -Pese al tono indiferente de la invitación, Miranda se ruborizó-. Por si quiere hablar en privado, ya sabe.
Lynley sonrió.
– Tu habitación.
Se embutió en una enorme chaqueta color guisante, dirigió un «tranqui, inspector» a Lynley cuando este la ayudó a ponérsela, se arrolló una bufanda al cuello y recogió el estuche de la trompeta.
– Muy bien -dijo-. Vamos, pues. Estoy en el Patio Nuevo.
En lugar de cruzar el Patio de la Capilla y utilizar el pasadizo que comunicaba los edificios del este y el sur («Los llaman los aposentos de Randolph», le informó Miranda. «Por el arquitecto. Feos, ¿no?»), la joven le guió a lo largo de la arcada, hasta entrar por una puerta situada en su extremo norte. Subieron un corto tramo de escalera, siguieron un pasillo, atravesaron una puerta de incendios, recorrieron otro pasillo, pasaron por otra puerta de incendios y descendieron por un segundo tramo de escalera. Miranda no paró de hablar en todo el rato.
– Aún no sé lo que siento sobre lo que le ha pasado a Elena -dijo. Daba la impresión de que era un discurso ensayado durante todo el día-. Sigo pensando que debería sentir indignación, cólera o dolor, pero de momento no siento nada de nada, excepto culpabilidad por no sentir lo que debería y una especie de desagradable engreimiento por la intervención de papá, a través de usted, claro, que me pone «en la onda». Despreciable. Soy cristiana, ¿verdad? ¿No debería sentir dolor por ella? -No esperó la respuesta de Lynley-. El problema esencial es que no acabo de asumir la muerte de Elena. Anoche no la vi. Esta mañana no la oí marcharse. Es una descripción bastante ajustada de cómo vivíamos, de modo que todo me parece perfectamente normal. Quizá, si yo la hubiera encontrado, o si la hubieran asesinado en su habitación y nuestra chacha la hubiera encontrado y hubiera acudido chillando en mí busca, como en las películas, yo habría visto, sabido y sentido algo. Lo que me preocupa es la ausencia de sentimientos. ¿Me estaré volviendo de piedra? ¿Es que todo me da igual?
– ¿Erais amigas íntimas?
– Ese es el punto. Tendría que haber sido más amiga suya. Tendría que haberme esforzado más. La conocía desde el año pasado.
– ¿Pero no era amiga tuya?
Miranda se detuvo ante la puerta del edificio Randolph, que daba al Patio Nuevo. Arrugó la nariz.
– Yo no corría -fue su enigmática respuesta, y abrió la puerta.
Un terraplén situado a su izquierda dominaba el río. Un sendero adoquinado que había a la derecha discurría entre el edificio Randolph y una extensión de césped. En el centro de este se alzaba un enorme castaño, detrás del cual se cernía el edificio en forma de herradura que encerraba el Patio Nuevo, tres plantas de gótico florido que databan del siglo diecinueve, decoradas con ventanas puntiagudas de dos cimbras, portales arqueados cuyas puertas tenían gruesos clavos de hierro, almenas en el tejado y una torre terminada en aguja. Si bien había sido construido con la misma piedra cuadrada del edificio Randolph, que estaba enfrente, sus estilos no podían ser más dispares.
– Por aquí-dijo Miranda, y le guió por el sendero hacia la esquina sureste del edificio. En aquel punto, jazmines de flores amarillas trepaban alegremente por los muros. Lynley percibió su dulce fragancia un momento antes de que Miranda abriera una puerta, junto a la cual estaba grabada la letra «L» en un pequeño bloque de piedra.
Subieron dos tramos de escalera a paso ligero, impuesto por Miranda. Su habitación era una de las dos que había frente a frente en un corto pasillo. Compartían una despensa, una ducha y un retrete.
Miranda se detuvo en la despensa para llenar una cafetera y ponerla a hervir.
– Tendrá que ser instantáneo -dijo con una mueca-, pero tengo un poco de whisky y podemos bautizarlo un poco, si le apetece, siempre que no se lo diga a mamá.
– ¿Es que te has dado a la bebida?
– Me he dado a lo que sea, a menos que sea un hombre. Sobre eso, puede contarle lo que quiera. Invente algo bueno. Descríbame con un salto de cama negro de encaje. Avivará sus esperanzas.
Lanzó una carcajada y se dirigió hacia la puerta de su habitación. Lynley observó que la había cerrado con la llave. Por algo era la hija única de un superintendente de la policía.
– Veo que te has procurado una vivienda de lujo -dijo Lynley en cuanto entró, y así era, considerando el nivel medio de Cambridge, porque la habitación comprendía dos, en realidad: un cubículo interior para dormir y una cámara externa más amplia, lo bastante para dar cabida a dos sofás diminutos y a una pequeña mesa de nogal que hacía las veces de escritorio. Había una chimenea empotrada en un rincón y un banco de roble al pie de la ventana, que daba a Trinity Passage Lane. Sobre el banco había una jaula. Lynley se acercó para examinar al diminuto prisionero, muy ocupado en corretear furiosamente sobre una chirriante rueda de ejercicios.