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Miranda depositó el estuche de la trompeta al lado de la butaca y tiró la chaqueta cerca.

– Este es Tibbit -dijo, y se acercó a la chimenea para manipular una estufa eléctrica.

Lynley levantó la vista mientras se quitaba el abrigo.

– ¿El ratón de Elena?

– Cuando me enteré de lo ocurrido, fui a buscarlo a su habitación. Me pareció lo más apropiado.

– ¿Cuándo?

– Esta tarde… Un poco después de las dos, quizá.

– ¿La habitación no estaba cerrada con llave?

– No. Todavía no, al menos. Elena nunca cerraba con llave.

Sobre unos estantes dispuestos en un nicho había varias botellas de licor, cinco vasos y tres tazas con sus platillos. Miranda sacó dos tazas y una botella y las llevó a la mesa.

– El que no cerrara con llave su habitación puede ser importante, ¿no? -dijo.

El ratón abandonó la rueda y corrió hacia un lado de la jaula. Agitó los bigotes y el hocico. Aferró con las patas los barrotes metálicos, se irguió y olfateó con entusiasmo los dedos de Lynley.

– Tal vez -dio el inspector-. ¿Oíste a alguien en su habitación esta mañana? Más tarde, imagino, entre las siete y las siete y media.

Miranda negó con la cabeza y compuso una expresión apesadumbrada.

– Orejeras -dijo.

– ¿Duermes con orejeras?

– Lo hago desde… -Titubeó, como si algo la turbara, pero luego prosiguió como si nada-. Solo puedo dormir con ellas, inspector. Supongo que ya me he acostumbrado. Muy poco atractivo, pero así es la vida.

Lynley llenó los huecos de la torpe justificación, admirando el esfuerzo llevado a cabo por Miranda. Todo el mundo que conocía bien al superintendente conocía los entresijos del matrimonio Webberly. Su hija había empezado a ponerse orejeras para no escuchar sus discusiones nocturnas.

– ¿A qué hora te levantaste esta mañana, Randie?

– A las ocho, más menos diez minutos. -Sonrió con ironía-. Pongamos más diez minutos. Tenía una clase a las nueve.

– ¿Qué hiciste después de levantarte? ¿Ducha o baño?

– Hummm, sí. Tomé una taza de té. Comí cereales. Hice alguna tostada.

– ¿La puerta de Elena estaba cerrada?

– Sí.

– ¿Todo parecía normal? ¿Alguna señal de que alguien hubiera entrado?

– Ninguna. A menos que…

La cafetera empezó a silbar en la despensa. Miranda cogió las dos tazas y una pequeña jarra y se encaminó hacia la puerta, donde se detuvo.

– No sé si me hubiera dado cuenta. Quiero decir que recibía más visitas que yo.

– ¿Era popular?

Miranda hundió la uña en la desportilladura de una taza. El silbido de la cafetera adquirió un tono más agudo. La joven parecía inquieta.

– ¿Entre los hombres? -insistió Lynley.

– Voy a buscar el café -respondió Miranda.

Salió de la habitación y dejó la puerta abierta. Lynley oyó sus movimientos en la despensa. Vio la puerta cerrada al otro lado del pasillo. El portero le había proporcionado la llave de esa puerta, pero no tenía ganas de utilizarla. Analizó esta sensación, tan en contradicción con lo que debería sentir.

Estaba siguiendo el caso en dirección contraria. Los dictados racionales de su trabajo le decían que, pese a la hora de su llegada, tendría que haber hablado primero con la policía de Cambridge, después con los padres, y en tercer lugar con la persona que había descubierto el cadáver. A continuación, tendría que haber examinado las pertenencias de la víctima, por si descubría alguna pista sobre la identidad del asesino. Pautas del manual, etiquetadas de «procedimientos adecuados», como sin duda subrayaría la sargento Havers. Ignoraba los motivos que le impulsaban a dejarlas de lado. Presentía que la naturaleza del crimen sugería una vinculación personal, más aún, un ajuste de cuentas. Y solo una comprensión profunda de las figuras centrales implicadas revelaría con exactitud cuáles eran aquellas vinculaciones personales y aquel ajuste de cuentas.

Miranda regresó con una bandeja rosa de hojalata sobre la que transportaba las tazas y la jarra.

– Lo siento. Tendremos que arreglarnos con el whisky, aunque tengo un poco de azúcar. ¿Quiere?

Lynley respondió que no.

– Supongo que los visitantes de Elena eran hombres, ¿no? -preguntó.

La expresión de Miranda reveló que había confiado en que Lynley olvidara la pregunta mientras ella preparaba el café. Lynley se acercó a la mesa. Miranda vertió un poco de whisky en ambas tazas, las agitó con la misma cuchara y la lamió. No la soltó, sino que fue golpeando su palma con ella mientras hablaba.

– No todos -dijo-. Se llevaba muy bien con las chicas de «Liebre y Sabuesos». Se dejaban caer de vez en cuando, o salía con ellas. Elena era un elemento básico de las fiestas. Le gustaba bailar. Decía que podía sentir las vibraciones de la música si estaba lo bastante fuerte.

– ¿Y los hombres?

Miranda golpeó ruidosamente su palma con la cuchara. Torció el rostro.

– Mamá se sentiría feliz si tan solo hubiera tenido el diez por ciento de los que tenía Elena. Gustaba mucho a los hombres, inspector.

– ¿Te cuesta entenderlo?

– No. Era fácil saber por qué. Era alegre, divertida, y le gustaba hablar y escuchar, algo muy extraño teniendo en cuenta que no podía hacer ninguna de ambas cosas, ¿verdad? Siempre daba la impresión de que, si estaba contigo, su único y total interés residía en ti. Por eso, era fácil entender que un hombre… Ya me entiende.

Meneó la cuchara de un lado a otro para completar la frase.

– ¿Criaturas egocéntricas que somos?

– A los hombres les gusta creer que son el centro del mundo, ¿no? A Elena no le costaba nada hacérselo creer.

– ¿Algún hombre en particular?

– Gareth Randolph, por citar uno. Venía a verla muchas veces. Dos o tres a la semana. Siempre sabía cuándo venía Gareth porque la atmósfera se cargaba. Es muy ardiente. Elena decía que sentía su aura en cuanto abría la puerta que da a nuestra escalera. Tenemos problemas, decía si estábamos en la despensa. Y medio minuto después, aparecía él. Elena decía que tenía telepatía con Gareth. -Miranda rió-. Francamente, creo que olía su colonia.

– ¿Eran pareja?

– Salían juntos. La gente solía relacionar sus nombres.

– ¿A Elena le gustaba?

– Decía que solo era un amigo.

– ¿Había algún otro chico en particular?

Miranda tomó un sorbo de café y añadió un poco más de whisky. Empujó la botella hacia Lynley cuando hubo terminado.

– No sé si era alguien especial, pero se veía con Adam Jenn, el ayudante de su padre. Le veía mucho. Y su padre también venía mucho por aquí, pero supongo que él no cuenta, porque solo venía para controlarla. El curso anterior no le había ido muy bien a Elena, ¿se lo han dicho?, y quería asegurarse de que no se repitiera. Eso decía Elena, al menos. Aquí viene el celador, decía cuando le veía desde la ventana. En una o dos ocasiones se escondió en mi alcoba para tomarle el pelo, y luego salía riendo cuando él empezaba a enfadarse porque no la había encontrado en su habitación, donde habían quedado.

– Imagino que no le gustaba el plan impuesto para que siguiera en la universidad.

– Decía que lo mejor era el ratón. Le llamaba Tibbit, compañero de mi celda. Ella era así, inspector. Bromeaba sobre todo.