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Dio la impresión de que Miranda había terminado de recitar la información, porque se reclinó en la silla al estilo hindú, con las piernas dobladas bajo el cuerpo, y bebió más café. No obstante, le miraba con cautela, señal de que había callado algo.

– ¿Había alguien más, Randie?

Miranda se retorció. Examinó una pequeña cesta con naranjas y manzanas que había sobre la mesa, y después los carteles de la pared. Dizzy Gillespie, Louis Armstrong, Wynton Marsalis en un concierto, Dave Brubeck al piano, Ella Fitzgerald con el micrófono en la mano. No había abandonado su afición por el jazz. La joven volvió a mirarle y hundió el mango de la cuchara en su mata de cabello.

– ¿Alguien más? -repitió Lynley-. Randie, si sabes algo más…

– No sé absolutamente nada más, inspector, y tampoco puedo contárselo todo, porque un pequeño detalle tal vez no signifique nada, pero, según el uso que hiciera de él, alguien podría salir perjudicado, ¿verdad? Papá dice que es el peligro más grande del trabajo policial.

Lynley tomó nota mentalmente de aconsejar a Webberly que, en el futuro, se abstuviera de ofrecer comentarios filosóficos a su hija.

– Siempre es posible -admitió-, pero no voy a detener a alguien solo porque menciones su nombre. -La muchacha siguió en silencio. Lynley se inclinó hacia delante y tabaleó con un dedo sobre la taza de café de Miranda-. Palabra de honor, Randie. ¿De acuerdo? ¿Sabes algo más?

– Lo que sé sobre Gareth, Adam y su padre me lo dijo Elena. Por eso se lo he contado. Todo lo demás son habladurías, o quizá algo que vi y no entendí. Eso no puede ayudarle. Podría empeorar las cosas.

– No estamos intercambiando chismes, Randie. Estamos tratando de averiguar la verdad oculta tras su muerte. Los hechos, no conjeturas.

La muchacha tardó en responder. Contempló la botella de whisky. Sobre la etiqueta se veía la huella de un dedo.

– Los hechos no son conclusiones -dijo-. Papá siempre lo dice.

– Desde luego. Estoy de acuerdo.

Miranda vaciló, incluso miró hacia atrás, como para asegurarse de que estaban solos.

– Son cosas que vi, nada más -dijo.

– Comprendido.

– Muy bien. -Enderezó los hombros como para prepararse, pero aún no parecía muy dispuesta a proporcionar la información-. Creo que tuvo una discusión con Gareth el domingo por la noche, pero no puedo asegurarlo -se apresuró a añadir- porque no les oí, hablaban con las manos. Les vi un segundo en la habitación de Elena, antes de que ella cerrara la puerta, y cuando Gareth salió se le veía furioso. Dio un portazo. Quizá no signifique nada, porque, como es tan ardiente, actuaría así aunque estuvieran discutiendo sobre la política fiscal del gobierno.

– Sí, entiendo. ¿Qué pasó después de la discusión?

– Elena también se fue.

– ¿A qué hora?

– A las ocho menos veinte. No la oí volver. -Miranda observó que Lynley reflejaba un creciente interés, y siguió hablando-. No creo que Gareth tenga nada que ver con lo ocurrido, inspector. Tiene mal genio, cierto, y es un manojo de nervios, pero no fue el único…

Se mordisqueó el labio.

– ¿Vino alguien más?

– Noooo… No exactamente.

– Randie…

El cuerpo de la muchacha se derrumbó.

– El señor Thorsson.

– ¿Estuvo aquí? -Ella asintió-. ¿Quién es?

– Uno de los supervisores de Elena. Da clases de inglés.

– ¿Cuándo fue?

– En realidad, le vi dos veces, pero no el domingo.

– ¿De día o de noche?

– De noche. Una vez durante la tercera semana del trimestre, más o menos. Y otra vez el jueves pasado.

– ¿Es posible que la haya visitado con más frecuencia?

Miranda pareció reacia a responder, pero luego se rindió.

– Supongo que sí, pero solo le vi dos veces. Dos veces y punto, inspector.

«Dos veces es el hecho», implicaba su tono.

– ¿Te contó Elena por qué vino a verla?

Miranda meneó la cabeza lentamente.

– Creo que no le caía muy bien, porque le llamaba Lenny el Libertino. Lennart. Es sueco. Y eso es todo cuanto sé. La pura verdad.

– Los hechos, quieres decir.

Antes de terminar la frase, Lynley se sintió seguro de que Miranda Webberly, hija de su padre, habría podido aportar media docena de conjeturas sobre el caso.

Lynley atravesó el portal y se detuvo unos instantes en el pabellón del conserje, antes de salir a Trinity Lane. Terence Cuff había previsto con gran prudencia que las habitaciones reservadas a los visitantes del College estuvieran en el Patio de St. Stephen que, junto con el Patio de la Hiedra, se encontraba al otro lado del angosto camino, separados del resto del College.

Una sencilla verja de hierro forjado separaba esta parte del College de la calle. Corría de norte a sur, y creaba una línea de demarcación interrumpida por el muro occidental de la iglesia de St. Stephen. Este edificio era una de las antiguas iglesias parroquiales de Cambridge, y sus piedras angulares, contrafuertes y la torre normanda contrastaban extrañamente con el armonioso edificio de ladrillo eduardiano que lo rodeaba en parte.

Lynley abrió la puerta de hierro. En el interior, una segunda verja señalaba el límite del cementerio. Las tumbas estaban iluminadas por los mismos focos que dibujaban conos amarillos sobre los muros de la iglesia. Algunas luciérnagas, con las alas empapadas, revoloteaban atraídas por el resplandor. La niebla se había espesado durante el rato que había pasado con Miranda, y transformaba sarcófagos, lápidas, tumbas, arbustos y árboles en siluetas incoloras, que se recortaban contra el cambiante fondo de bruma. Un centenar o más de bicicletas estaban aparcadas a lo largo de la verja de hierro forjado que separaba el Patio de St. Stephen del cementerio, y sus manillares brillaban por la humedad.

Lynley se encaminó hacia el Patio de la Hiedra, donde el conserje le había acompañado antes a su habitación, situada en lo alto de la escalera «O». El silencio reinaba en el interior del edificio. El conserje le había dicho que estas habitaciones solo eran utilizadas por los profesores. Albergaban estudios y salas de conferencias donde tenían lugar las supervisiones, despensas y habitaciones más pequeñas con camas para echar la siesta. Como la mayoría de los profesores vivían fuera del College, el edificio estaba casi desierto por las noches.

La habitación de Lynley abarcaba uno de los frontones holandeses del edificio, y dominaba el Patio de la Hiedra y el cementerio de St. Stephen. El entorno, caracterizado por las alfombras cuadradas de color pardo, las paredes amarillas manchadas y las cortinas de flores descoloridas, no era precisamente como para alegrar el ánimo. Era evidente que St. Stephen no esperaba visitantes que fueran a quedarse mucho tiempo.

Cuando el conserje le dejó solo, examinó sin prisas el contenido de la habitación, tocó una butaca que olía a moho, abrió un cajón, recorrió con los dedos las vacías estanterías de módulos alineados junto a una pared. Abrió el grifo del lavabo. Comprobó la resistencia de la única barra de acero que había en un armario para colgar la ropa. Pensó en Oxford.

La habitación era diferente, pero no así la sensación, aquella sensación de que el mundo entero se estaba abriendo ante él, de que revelaba sus misterios y ofrecía la promesa de las satisfacciones venideras. Refugiado en su relativo anonimato, había experimentado la sensación de haber nacido de nuevo. Estanterías vacías, paredes desnudas, cajones que no guardaban nada. Pero él dejaría su marca, había pensado. Nadie tenía por qué saber de su título y antecedentes, nadie tenía por qué conocer su ridícula angustia. Las vidas secretas de los padres no tenían lugar en Oxford. Aquí se encontraría a salvo del pasado, pensó.

Ahora, rió al pensar en la tenacidad con que se había aferrado a aquella creencia adolescente. Se había visto avanzando hacia un futuro dorado, en el cual no necesitaba hacer nada para enfrentarse con lo que le aguardaba. Cómo huimos de nuestra realidad personal, pensó.