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Su maleta seguía en el escritorio encajado en el hueco producido por el frontón. Le costó menos de cinco minutos deshacerla, y después se sentó. Percibió el frío de la habitación y su imperiosa necesidad de estar en otra parte. Intentó distraerse redactando el informe de su primer día, un trabajo que la sargento Havers solía terminar, pero al que ahora se dedicó automáticamente, agradecido por la distracción que apartaría a Helen de sus pensamientos, al menos durante una hora o así.

– Una llamada. Sí, señor -había dicho el conserje cuando pasó por el pabellón.

Ha llamado, pensó Lynley. Harry ha vuelto a casa. Y su estado de ánimo mejoró, para derrumbarse por los suelos cuando el conserje le entregó el mensaje: el superintendente Daniel Sheehan, de la policía de Cambridge, se reuniría con él a las ocho y media de la mañana. Ni una palabra de Helen.

Escribió sin cesar, llenando página tras página con los detalles de su entrevista con Terence Cuff, con la impresión que se había formado después de su conversación con Anthony y Justine Weaver, con una descripción del videotex y las posibilidades que presentaba, con los datos que había obtenido de Miranda Webberly. Escribió mucho más de lo que necesitaba, se forzó a enfocar el crimen con una minuciosidad que Havers habría desdeñado, pero que le servía para concentrar su mente en el asesinato e impedir que divagara hacia temas que intensificarían su frustración. Al final, sin embargo, el esfuerzo se saldó con el fracaso. Después de una hora de escribir, dejó la pluma sobre la mesa, se quitó las gafas, se frotó los ojos y pensó de inmediato en Helen.

Era consciente de que estaba llegando a marchas forzadas al límite de su capacidad de amistad hacia ella. Helen había pedido tiempo. Él se lo había concedido, mes tras mes, en la creencia de que cualquier paso en falso de su parte daría como resultado perderla para siempre. Había intentado, en la medida de sus fuerzas, volver a transformarse en el hombre que había sido tiempo atrás, su compañero de diversiones, capaz de embarcarse en cualquier aventura demencial que ella propusiera, desde viajar en globo sobre el Loira hasta practicar espeleología en las Burren. Daba igual, mientras estuvieran juntos. Sin embargo, se daba cuenta de que cada día se le hacía más difícil perseverar en el fingimiento de un afecto fraternal, y que las palabras «Te quiero» ya no eran un medio de definir la naturaleza de su estrecha relación, sino que se estaban convirtiendo en un guante que arrojaba ante ella, exigiendo una reparación que Helen no parecía dispuesta a concederle.

Helen continuaba saliendo con otros hombres. Nunca se lo había dicho de una manera directa, pero él lo adivinaba. Lo leía en sus ojos cuando hablaba de una obra que había visto, de una fiesta a la que había asistido, de una galería que había visitado. Y aunque él mantenía relaciones con otras mujeres, en un intento momentáneamente logrado de apartar a Helen de su mente, no podía desterrarla de su corazón ni cortar los lazos que la ataban a su alma. Había cerrado los ojos cuando hacía el amor con alguna de sus amantes, e imaginaba que el cuerpo aplastado por el suyo era el de Helen, oía los gritos de Helen, sentía el tacto de los brazos de Helen, saboreaba el milagro de la boca de Helen. Y en más de una ocasión había gritado de placer en el momento del orgasmo, para sumirse en la desolación al instante siguiente. Dar y recibir placer ya no era suficiente. Quería hacer el amor. Quería recibir amor. Pero no sin Helen.

Tenía los nervios a flor de piel. Le dolían los brazos y las piernas. Se levantó y fue a mojarse la cara en el lavabo. Después, contempló su imagen en el espejo con total desapasionamiento.

Cambridge seria su campo de batalla, decidió. Lo que tuviera que ganarse o perderse, sería allí.

Volvió al escritorio, hojeó las páginas que había escrito, leyó las palabras, pero no asimiló nada. Cerró el cuaderno y lo guardó.

De repente, tuvo la sensación de que la atmósfera se había enrarecido, invadida por los olores opuestos a desinfectante recién rociado y humo antiguo de tabaco. Era opresiva. Se inclinó sobre el escritorio y abrió la ventana de par en par, dejando que el aire húmedo de la noche acariciara sus mejillas. Del cementerio, semioculto por la niebla, se desprendía un leve perfume a pino. La tierra estaría sembrada de agujas caídas y, mientras aspiraba su fragancia, casi pudo imaginar su tacto esponjoso bajo los pies.

Un movimiento cerca de la verja atrajo su atención. Al principio, pensó que el viento se había levantado y estaba despejando la niebla que cubría arbustos y árboles, pero, mientras miraba, una figura se desprendió de la sombra de un abeto, y comprendió que el movimiento no se había producido dentro del cementerio, sino en su perímetro, donde alguien se deslizaba con sigilo entre las bicicletas, con la cabeza levantada para examinar las ventanas que daban a la parte este del patio. Lynley no pudo precisar si se trataba de un hombre o una mujer, y cuando apagó la lámpara del escritorio para ver mejor, la silueta se inmovilizó, como si hubiera adivinado que la observaban, aun desde una distancia de veinte metros. Entonces, Lynley oyó el motor de un coche que pasaba por Trinity Lane. Unas voces se despidieron con un risueño buenas noches. La respuesta fue un alegre bocinazo. El coche se alejó con un chirriar de neumáticos. Las voces se desvanecieron a medida que sus propietarios se alejaban, y la sombra de abajo se transformó en sustancia y movimiento de nuevo.

Fuera quien fuera, no parecía que su objetivo fuera robar una bicicleta. Se encaminó a una puerta situada en la zona este del patio. Una farola en forma de linterna, cubierta de la hiedra que daba su nombre al patio, proporcionaba escasa iluminación en aquel punto, y Lynley aguardó a que la silueta penetrara en la penumbra lechosa que había delante de la puerta, con la esperanza de que volviera la cabeza y pudiera divisar su rostro. No fue así. La silueta se deslizó en silencio hacia la puerta, extendió la pálida mano para coger el pomo y desapareció en el interior del edificio. Cuando la forma indistinta pasó bajo la luz, Lynley distinguió una espesa mata de cabello oscuro.

Una mujer sugería una cita, y alguien que esperaba con ansiedad tras una de las ventanas a oscuras. Esperó a que se encendiera una luz. Tampoco fue así. En cambio, cuando no habían transcurrido ni dos minutos desde la desaparición de la mujer, la puerta se abrió y la mujer volvió a salir. Esta vez se detuvo un instante bajo la luz para cerrar la puerta a su espalda. El débil resplandor delineó la curva de una mejilla, la forma de una nariz y una barbilla, pero solo un momento. Luego, atravesó el patio y se fundió con la oscuridad del cementerio. Era tan silenciosa como la niebla.

Capítulo 6

La sede central de la policía de Cambridge estaba frente a Parker's Piece, un enorme parque atravesado por senderos que se entrecruzaban. Había bastantes aficionados a correr, cuyos alientos formaban nubes fibrosas, mientras dos dálmatas con la lengua colgando perseguían por la hierba un disco de plástico naranja que lanzaba un esquelético hombre barbudo, cuya calva brillaba bajo el sol de la mañana. Daba la impresión de que todo el mundo celebraba la desaparición de la niebla. Hasta los peatones que caminaban a buen paso por la acera levantaban la cara para recibir la primera caricia del sol desde hacía días. Aunque la temperatura era igual a la de la mañana anterior, y un viento seco acentuaba la sensación de frío, el hecho de que el cielo estuviera azul y el día fuera soleado conseguía que el frío resultara estimulante, en lugar de insufrible.

Lynley se detuvo ante el gris edificio de ladrillo y hormigón que albergaba las dependencias principales de la policía local. Un tablón de anuncios encristalado se alzaba frente a las puertas, y en él se exhibían carteles sobre la seguridad de los niños en los coches, el peligro de conducir bebido, y una organización llamada «Disuasores del delito». Sobre este último se había pegado con adhesivo una parte que proporcionaba detalles superficiales sobre la muerte de Elena Weaver y solicitaba información a cualquiera que la hubiera visto la mañana anterior o el domingo por la noche. Se trataba de un documento elaborado apresuradamente, con una instantánea fotocopiada granulosa de la muchacha. Y no era obra de la policía. En la parte inferior de la hoja estaban impresos con grandes caracteres la palabra «Estusor» y un número de teléfono. Lynley suspiró al verlo. Los estudiantes sordos habían lanzado su propia investigación, lo cual no dejaría de complicar su trabajo.