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Una ráfaga de aire caliente le azotó cuando abrió la puerta y entró en el vestíbulo, donde un joven vestido de cuero negro discutía con un recepcionista uniformado acerca de una multa de tráfico. Su compañera, una muchacha ataviada con mocasines y lo que parecía ser un cubrecama indio, esperaba en una silla.

– Basta, Ron -murmuraba sin cesar, mientras sus pies repiqueteaban con impaciencia sobre el suelo de baldosas negras-. Joder, Ron, basta ya.

El agente de la recepción dirigió una mirada de agradecimiento en dirección a Lynley, tal vez aliviado por la distracción. Interrumpió al joven.

– Siéntate, muchacho. Te estás pasando. -Entonces, saludó a Lynley con un cabeceo-. ¿DIC? ¿Scotland Yard?

– ¿Es tan evidente?

– El color de la piel. Lo llamamos palidez del policía. En cualquier caso, echaré un vistazo a su tarjeta de identificación.

Lynley extrajo la tarjeta. El agente la examinó antes de abrir la puerta que separaba el vestíbulo de la comisaría propiamente dicha. Tocó un timbre e indicó a Lynley que entrara.

– Primer piso -dijo-. Siga la flecha.

Reanudó su discusión con el joven vestido de cuero.

El despacho del superintendente estaba en la parte delantera del edificio y daba a Parker's Piece. Cuando Lynley se acercaba a la puerta, esta se abrió y una mujer angulosa de peinado geométrico se apostó en el umbral. Le examinó de pies a cabeza, los brazos en jarras, los codos puntiagudos como púas. Era obvio que el recepcionista había dado aviso de su llegada.

– Inspector Lynley. -La mujer habló con el mismo tono que se utilizaba al mencionar una lacra social-. El superintendente tiene una cita con el jefe de policía de Huntingdon a las diez y media. Debo rogarle que lo tenga en cuenta cuando…

– Es suficiente, Edwina -dijo una voz desde el despacho.

Los labios de la mujer dibujaron una sonrisa glacial. Se apartó y dejó pasar a Lynley.

– Por supuesto -dijo-. ¿Café, señor Sheehan?

– Sí.

Mientras hablaba, el superintendente Daniel Sheehan cruzó la habitación para recibir a Lynley en la puerta. Le tendió una mano gigantesca, en consonancia con el resto del cuerpo. Su apretón fue firme, y a pesar de que Lynley representaba la intromisión de Scotland Yard en sus dominios, le dirigió una sonrisa cordial.

– ¿Le apetece café, inspector?

– Gracias. Solo.

Edwina asintió y desapareció. Sus tacones altos despertaron ecos agudos en el pasillo. Sheehan rió por lo bajo.

– Entre, antes de que los leones le devoren. O mejor dicho, las leonas. Su visita no está bien vista por todas mis fuerzas.

– Me parece una reacción razonable.

Sheehan no le invitó a sentarse en una de las dos sillas de plástico que había frente a su escritorio, sino en un sofá forrado de vinilo azul que, junto con una mesita de café de conglomerado, constituía al parecer la zona de conferencias de su despacho. Un mapa del centro urbano colgaba de la pared. Todos los colegios estaban perfilados en rojo.

Mientras Lynley se quitaba el abrigo, Sheehan se acercó a su escritorio, donde, como desafiando a la gravedad, una montaña de carpetas se inclinaba precariamente hacia la papelera. Mientras el superintendente reunía una colección de papeles y los sujetaba con una presilla, Lynley le examinó, oscilando entre la curiosidad y la admiración de encontrar a Sheehan tan tranquilo, enfrentado a lo que podía ser fácilmente interpretado como demostración de la incompetencia de su DIC.

Sheehan no parecía imperturbable a simple vista. Su tez rojiza sugería escasa paciencia. Sus gruesos dedos prometían unos puños notables. Su ancho pecho y rotundos muslos eran propios de un camorrista. Sin embargo, su comportamiento relajado contradecía su físico, al igual que sus palabras, totalmente desapasionadas. Era como si Lynley y él ya hubieran hablado en ocasiones anteriores, estableciendo cierta camaradería. Era un enfoque apolítico de lo que habría podido convertirse en una situación delicada. A Lynley le gustó esta elección. Revelaba que era una persona franca, segura de sí y del cargo que ocupaba.

– Debo decir que los culpables, en parte, somos nosotros -empezó Sheehan-. Hay problemas forenses que habrían debido solucionarse hace dos años, pero al jefe no le gusta entrometerse en reyertas interdepartamentales, y los pollos, como resultado, si me perdona el tópico y no le molestan las plumas, han venido ellos solitos a meterse en el horno de casa.

Agarró una silla, volvió al sofá y tiró sobre la mesa su colección de papeles, que fueron a reunirse con una carpeta de papel manila etiquetada Weaver. Se sentó. La silla crujió bajo su peso.

– No estoy contento como un capullo de tenerle aquí -admitió-, pero no me sorprendí cuando el vicerrector me llamó y dijo que la universidad quería al Yard. El departamento forense montó un cristo sobre el suicidio de un estudiante, ocurrido en mayo pasado. La universidad no quiere que se repita la jugada. No los culpo. Lo que no me gusta son las insinuaciones de parcialidad. Por lo visto, piensan que, si un estudiante la guiña, el DIC local se lanzará como un lobo hambriento en persecución de los catedráticos.

– Según tengo entendido, una filtración del departamento provocó la mala prensa de la universidad durante el último trimestre.

Sheehan gruñó a modo de confirmación.

– Una filtración del departamento forense. Tenemos a dos primadonne en él. Y cuando una está en desacuerdo con las conclusiones de la otra, se pelean en la prensa en lugar de hacerlo en el laboratorio. Drake, el jefe, calificó la muerte de suicidio. Pleasance, el subordinado, la calificó de asesinato, basándose en la propensión de los suicidas a plantarse ante un espejo para cortarse el cuello. El tipo se suicidó tendido en la cama, pero Pleasance no se lo tragó. Los problemas empezaron ahí. -Sheehan levantó un muslo con otro gruñido y hundió la mano en el bolsillo del pantalón. Sacó un paquete de chicles y lo balanceó en su palma-. He perseguido a mi jefe para que separe a ese par, o despida a Pleasance, desde hace veintidós meses, exactamente. Si la intervención del Yard lo consigue, seré un hombre feliz. -Ofreció un chicle a Lynley-. Sin azúcar -explicó. Lynley negó con la cabeza-. No me extraña. Saben a goma. -Introdujo uno doblado en la boca-. Sin embargo, te dan la sensación de que estás comiendo algo. Si pudiera convencer a mi estómago…

– ¿Régimen?

Sheehan dio una palmada sobre su prominente estómago, que desbordaba el cinturón de los pantalones.

– Ha de desaparecer. Tuve un ataque al corazón el año pasado. Ah, ya viene el café.

Edwina irrumpió en el despacho con una bandeja de madera agrietada. Jirones de humo brotaban de dos jarras marrones. Dejó el café sobre la mesa, consultó su reloj y lanzó una mirada significativa en dirección a Lynley.

– ¿Le aviso cuando sea el momento de salir hacia Huntingdon, señor Sheehan?

– Estaré atento, Edwina.

– El jefe de policía le espera…

– … a las diez y media, sí.

Sheehan cogió su jarra y la levantó hacia su secretaria, a modo de saludo. Le dirigió una sonrisa de agradecimiento y despedida. Dio la impresión de que Edwina deseaba añadir algo más, pero salió del despacho sin otros comentarios. Lynley observó que no cerraba la puerta del todo.