– Solo contamos con las pruebas preliminares -dijo Sheehan, y movió la jarra de café hacia los papeles y la carpeta que descansaban sobre la mesa-. La autopsia se realizará a última hora de la mañana.
Lynley sé caló las gafas.
– ¿Qué saben? -preguntó.
– No mucho, de momento. Dos golpes en la cara causaron una fractura de esfenoides. Eso, de entrada. Después, la estrangularon con el cordón de la capucha del chándal.
– Y todo ocurrió en una isla, según tengo entendido.
– Solo el asesinato, propiamente dicho. Descubrimos una mancha de sangre de buen tamaño en el sendero que corre paralelo a la orilla del río. Debió ser atacada allí, para luego ser arrastrada por el puente hasta la isla. Cuando vaya, comprenderá que no representó ningún problema. La isla está separada de la orilla oeste del río por una especie de zanja. Una vez inconsciente, sacarla a rastras del sendero no debió llevar más de quince segundos.
– ¿Opuso resistencia?
Sheehan sopló sobre el café y tomó un sorbo. Negó con la cabeza.
– Llevaba mitones, pero no quedaron cabellos o fragmentos de piel enganchados en la tela. Tenemos la impresión de que la pillaron por sorpresa. El equipo forense está analizando el chándal para ver si hay algo.
– ¿Otras evidencias?
– Un montón de basura que estamos investigando. Periódicos destrozados, media docena de paquetes de cigarrillos vacíos, una botella de vino. Mencione lo que sea, y allí lo encontrará. La isla es, desde hace años, el vertedero público. Es probable que debamos hurgar en dos generaciones de basura.
Lynley abrió la carpeta.
– Han acotado el momento de la muerte entre las cinco y media y las siete -observó, y levantó la vista-. Según el College, el conserje la vio salir a las seis y quince.
– Y el cadáver fue encontrado poco después de las siete, lo cual nos deja menos de una hora que investigar. Así de sencillo.
Lynley examinó las fotografías del lugar del crimen.
– ¿Quién la encontró?
– Una joven llamada Sarah Gordon. Había ido a pintar.
Lynley alzó la cabeza al instante.
– ¿En la niebla?
– Yo también pensé lo mismo. No se veía nada a diez metros de distancia. Ignoro en qué estaría pensando, pero iba bien equipada: un par de caballetes, un estuche con pinturas y pasteles, como si estuviera dispuesta a pasar un rato largo, que se acortó cuando encontró el cadáver en lugar de la inspiración.
Lynley estudió las fotos. La chica estaba casi cubierta por una capa de hojas mojadas. Yacía tendida sobre el costado derecho, los brazos frente a ella, las rodillas dobladas y las piernas algo levantadas. Como si estuviera durmiendo, de no ser porque la cara estaba vuelta hacia la tierra y el cabello caía delante, dejando el cuello al descubierto. El cordón se hundía en la piel, en algunos lugares tan profundamente que parecía desaparecer, tan profundamente que sugería una fuerza extraña, brutal y triunfal, una descarga de adrenalina en los músculos del asesino. Lynley examinó las fotos. Había algo vagamente familiar en ellas, y se preguntó si el crimen habría sido copiado de otro.
– No tiene aspecto de ser un crimen arbitrario.
Sheehan se inclinó hacia delante para ver la fotografía.
– No, ¿verdad? Y menos a esas horas de la mañana. No fue un crimen arbitrario. Fue una emboscada.
– Estoy de acuerdo. Existen algunas pruebas de eso.
Contó al superintendente la supuesta llamada de Elena a casa de su padre la noche anterior al asesinato.
– De modo que está buscando a alguien que sabía sus movimientos, su horario de la mañana, y que su madrastra no correría con ella junto al río a las seis y cuarto de la mañana si podía evitarlo. Alguien próximo a la chica, diría yo. -Sheehan cogió una fotografía y después otra, con una expresión de marcado pesar en el rostro-. Siempre detesto ver morir a una chica como esta, pero sobre todo de esta manera. -Tiró las fotografías sobre la mesa-. Haremos cuanto esté en nuestra mano por ayudarle, considerando la situación en el departamento forense, pero si el cuerpo indica algo, inspector, aparte de que el culpable es alguien que conocía bien a la chica, yo diría que está buscando a un asesino carcomido de odio.
La sargento Havers salió de la despensa y bajó la escalera desde la terraza escasos momentos después de que Lynley saliera del pasadizo de la biblioteca que comunicaba el Patio Medio con el Patio Norte. Tiró la ceniza del cigarrillo en un macizo de ásteres y hundió las manos en los bolsillos de su abrigo verde guisante, que al abrirse mostraba unos pantalones azul marino abolsados en las rodillas, un jersey púrpura y dos bufandas, una marrón y otra rosa.
– Menuda visión, Havers -dio Lynley cuando se encontró con ella-. ¿Ese es el efecto del arcoíris? Ya sabe a qué me refiero. Como el efecto invernadero, pero más vistoso e inmediato.
La mujer buscó en su bolso el paquete de Players. Sacó uno, lo encendió y tiró el humo a la cara de Lynley. Este hizo lo posible por no aspirar el aroma. Diez meses sin fumar y aún se moría de ganas por arrebatar el cigarrillo a su sargento y fumarlo hasta el filtro.
– Pensaba que debía fundirme con el entorno -dijo Havers-. ¿No le gusta? ¿Por qué? ¿Mi aspecto no es académico?
– Desde luego. Sin la menor duda. Hasta el último detalle.
– ¿Qué podía esperar de un tipo que pasó sus años de formación en Eton?
– preguntó Havers al cielo-. Si hubiera hecho acto de presencia con sombrero de copa, pantalones a rayas y chaqué, ¿habría recibido su beneplácito?
– Solo si hubiera llevado del brazo a Ginger Rogers.
Havers lanzó una carcajada.
– Que le den por el saco.
– Lo mismo digo. -Miró a la sargento mientras tiraba la ceniza al suelo-. ¿Instaló a su madre en Hawthorn Lodge?
Dos chicas pasaron de largo, conversando en voz baja, las cabezas inclinadas sobre una hoja de papel. Lynley observó que era el mismo panfleto pegado frente a la comisaría de policía. Sus ojos volvieron a Havers, que a su vez no dejó de mirar a las muchachas hasta que desaparecieron por el límite herbáceo que señalaba la entrada al Patio Nuevo.
– ¿Havers?
La mujer hizo un ademán de impotencia y dio una calada a su cigarrillo.
– Cambié de opinión. No funcionó.
– ¿Qué ha hecho con ella?
– Dejarla al cuidado de la señora Gustafson, para ver cómo va. -Se pasó la mano sobre su corto cabello-. Bien. ¿Qué tenemos aquí?
Por un momento, Lynley aceptó su deseo de mantener al margen los problemas personales y le refirió los hechos que había averiguado por mediación de Sheehan.
– ¿Armas? -preguntó Havers, cuando él terminó su relato.
– Aún no saben qué utilizaron para golpearla. No había nada en el lugar del crimen, y aún están buscando posibles rastros en su cuerpo.
– Ya tenemos el omnipresente objeto contundente no identificado -comentó Havers-. ¿Y el estrangulamiento?
– Con el cordón de la capucha del chándal.
– ¿El asesino sabía cómo iba a ir vestida?
– Es posible.
– ¿Fotos?
Lynley le dio la carpeta. La sargento sujetó el cigarrillo entre los labios, abrió la carpeta y miró a través del humo las fotografías que encabezaban el informe.
– ¿Ha estado alguna vez en el oratorio de Brompton, Havers?
La sargento levantó la vista. El cigarrillo se movió arriba y abajo mientras hablaba.
– No. ¿Por qué? ¿Se está volviendo religioso?
– Hay una escultura allí, de santa Cecilia mártir. Cuando vi por primera vez las fotografías, no conseguí identificar qué me recordaban, pero mientras venía me acordé. Es la estatua de santa Cecilia. -Miró sobre el hombro de Havers y fue pasando las fotos hasta encontrar la que buscaba-. Es la manera en que el cabello cae hacia delante, la posición de los brazos, incluso la cuerda que rodea su cuello.