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– ¿Santa Cecilia fue estrangulada? Pensaba que el martirio se reducía a ser devorado por leones ante una multitud de alegres romanos que apuntaba el pulgar hacia abajo.

– En este caso, si no recuerdo mal, le cortaron la cabeza, pero no del todo, y tardó dos días en morir. La escultura solo reproduce el corte, que parece una cuerda.

– Jesús. No me extraña que fuera al cielo. -Havers tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó-. ¿Adónde quiere ir a parar, inspector? ¿Tenemos un asesino dispuesto a reproducir todas las esculturas del oratorio de Brompton? Si eso es lo que va a suceder, cuando llegue a la crucifixión espero estar fuera del caso. A propósito, ¿hay alguna escultura de la crucifixión en el oratorio?

– No me acuerdo, pero están todos los apóstoles.

– Once fueron mártires -reflexionó Havers-. Tendremos grandes problemas, a menos que el asesino solo vaya a por mujeres.

– Da igual. Dudo de que alguien se trague la teoría del oratorio -dijo Lynley, y la guió en dirección al Patio Nuevo. Mientras paseaban, resumió las informaciones recibidas de Terence Cuff, los Weaver y Miranda Webberly. -La cátedra Penford, amores infortunados, una buena dosis de celos y una madrastra malvada -comentó Havers. Consultó su reloj-. Y todo en las dieciséis horas que lleva en el caso. ¿Está seguro de que me necesita, inspector?

– No lo dude. Pasará por estudiante mejor que yo. Debe ser por la ropa. -Abrió la puerta de la escalera «L» para que Havers pasara-. Dos tramos más arriba -dijo, y sacó la llave del bolsillo.

Oyeron música procedente del primer piso. Aumentó de volumen a medida que subían. El gemido de un saxo, la respuesta de un clarinete. Miranda Webberly y su jazz. En el pasillo del segundo piso, oyeron unas vacilantes notas de trompeta, cuando Miranda se puso a tocar con los grandes.

– Es aquí-dijo Lynley, y abrió la puerta.

Al contrario que la de Miranda, la habitación de Elena Weaver no era doble, y daba a la terraza de ladrillo del Patio Norte. Y al contrario que la de Miranda, también, era un caos. Armarios y cajones abiertos, dos bombillas fundidas, libros tirados sobre el escritorio, cuyas páginas agitó la corriente de aire cuando la puerta se abrió. Una bata verde formaba un bulto informe en el suelo, acompañada de unos tejanos, una blusa negra y un amasijo de nailon que parecía ropa interior sucia.

El aire olía a cerrado y a ropa que necesitaba un lavado urgente. Lynley se acercó al escritorio y abrió una ventana, mientras Havers se quitaba el abrigo y las bufandas, y lo dejaba caer todo sobre la cama. Caminó hacia la chimenea empotrada en un rincón de la habitación; una hilera de unicornios de porcelana adornaba la repisa. Sobre ellos colgaban carteles que también reproducían unicornios, la doncella de turno y una cantidad excesiva de niebla fantasmagórica.

Lynley registró el ropero, un revoltijo de indumentarias elásticas de color neón. La extraña excepción la constituían unos pantalones de tweed limpios y un vestido floreado con un delicado cuello de encaje, colgados aparte.

Havers se acercó a su lado. Examinó la ropa sin decir palabra.

– Será mejor meter todo esto en una bolsa para efectuar comparaciones con las fibras que encuentren en el chándal -dijo-. Debió guardarlo aquí. -Empezó a descolgar ropa de las perchas-. Qué extraño, ¿no?

– ¿A qué se refiere?

Havers señaló el vestido y los pantalones que colgaban al final de la barra.

– ¿Qué parte de ella jugaba a disfrazarse, inspector? ¿La vampiresa con neones o el ángel con encaje?

– Quizá las dos.

Lynley vio que un gran calendario dejado sobre el escritorio servía de papel secante. Apartó los libros y los cuadernos para examinarlo.

– Creo que la fortuna nos ha favorecido, Havers.

La sargento estaba embutiendo ropa en una bolsa de plástico que había sacado del bolso.

– ¿En qué sentido?

– Un calendario. No arrancó los meses atrasados. Se limitó a pasar las hojas.

– Un punto a nuestro favor.

– Exacto.

Lynley sacó las gafas del bolsillo superior de la chaqueta.

Los primeros seis meses del calendario representaban los últimos dos tercios del primer curso de Elena en la universidad, los trimestres de Cuaresma y Pascua. La mayoría de las anotaciones carecían de misterio. Las clases estaban separadas por temas, de «Chaucer-10 horas», cada miércoles, a «Spenser-11 horas», al día siguiente. Por lo visto, las evaluaciones recibían el nombre del profesor con el cual se encontraba, una conclusión a la que Lynley llegó cuando vio el apellido «Thorsson» ocupando el mismo período de tiempo cada semana, durante el trimestre de Pascua. Otras anotaciones arrojaban más luz sobre la vida de la muchacha asesinada. «Estusor» aparecía con creciente regularidad de enero a mayo, dando a entender que Elena seguía, como mínimo, una de las directrices tendentes a su rehabilitación social fijadas por el tutor, sus supervisores y Terence Cuff. Los epígrafes «Liebre y Sabuesos» y «Rastrea y Dispara», apuntados en días concretos, sugerían que era miembro de dos asociaciones de la universidad. Y «Papá», garrapateado con mucha frecuencia en todos los meses, atestiguaba la cantidad de tiempo que Elena pasaba con su padre y la mujer de este. No había indicaciones de que hubiera ido a Londres para ver a su madre en otra época que no fueran las vacaciones.

– ¿Y bien? -preguntó Havers, mientras Lynley investigaba el calendario. Tiró la última prenda de ropa dentro de la bolsa, la cerró y escribió unas pocas palabras en la etiqueta.

– Todo parece muy lógico -dijo el inspector-, excepto… Havers, dígame qué deduce de esto.

Cuando la sargento estuvo a su lado, señaló un símbolo que Elena repetía a menudo en el calendario, el sencillo dibujo a lápiz de un pez. Aparecía por primera vez el dieciocho de enero y continuaba con regularidad tres o cuatro veces a la semana, por lo general en un día de entre semana, esporádicamente los sábados, y casi nunca los domingos.

Havers se inclinó sobre el calendario y tiró la bolsa de la ropa al suelo.

– Parece el símbolo de la cristiandad -dijo por fin-. Tal vez había decidido volver a nacer.

– Esto implicaría una rápida recuperación, después de que su conducta fuera reprobada. La universidad quería que se integrara en Estusor, pero nadie ha dicho una palabra sobre religión.

– Quizá no quería que se enteraran.

– Eso está claro. No quería que alguien se enterara de algo. No estoy seguro de que esté relacionado con descubrir al Señor.

Havers se decantó hacia otro aspecto del problema.

– Corría, ¿no es cierto? Quizá se trate de una dieta. Eran los días que debía comer pescado. Es bueno para la tensión, bueno para el colesterol, bueno para… ¿qué? ¿El tono muscular, o algo por el estilo? Estaba delgada, en cualquier caso, a juzgar por la talla de su ropa, y no quería que nadie lo supiera.

– ¿Camino de la anorexia?

– No está mal. El peso era algo que una chica como ella, agobiada por todo el mundo, podía controlar.

– Pero tendría que cocinar en la despensa -adujo Lynley-. Randie Webberly se habría dado cuenta y me lo habría comentado. Sea como sea, ¿no es cierto que los anoréxicos dejan de comer, simplemente?

– Muy bien. Es el símbolo de alguna sociedad, un grupo secreto metido en algo turbio. Drogas, alcohol, robo de documentos secretos. Al fin y al cabo, estamos en Cambridge, alma mater del grupo de traidores más prestigioso del Reino Unido. Tal vez aspiraba a seguir sus pasos. Puede que el pez sea la abreviatura de su grupo.

– ¿Pomposos Estudiantes Zarrapastrosos?

Havers sonrió.

– Es usted un detective mejor de lo que yo creía.

Continuaron pasando las hojas del calendario. Las anotaciones no cambiaban de mes a mes y desaparecían en verano; aparecía el pez, pero solo en tres ocasiones. La última vez era el día anterior a su muerte, y la única nota era una dirección escrita el miércoles previo al asesinato, «calle Seymour, 31», y una hora, las dos de la mañana.